Matilde Casazola Mendoza

Los cuerpos

 

 

 

 

Los cuerpos

 

I

Amo mis huesos

su costumbre de andar rectos

de levantar un semicírculo

para abarcar el cielo

de encadenarse en filigranas diminutas

para favorecer el movimiento;

amo mis huesos con sus curvas

sus salientes

y sus cuevas profundas.

 

Si hubiera sido insecto,

también habría amado mis antenas

como amo ahora mis ojos con sus cuencas

y mis manos inquietas

y toda esta estructura

en la cual vivo

en la cual soy completa.

 

Y le doy gracias al discutido Dios

de creación perfecta o imperfecta

de existencia absoluta

o no existencia,

 

le doy gracias

en uso

de mi cuerpo y su esencia.

 

Al menos, comprendo su intención:

sé que era buena.

 

 

 

El ala rota

 

Esta noche recién caí en la cuenta

de que a mi Ángel

le falta un ala.

 

¿Desde cuándo

estará así?

¿Desde cuándo

siempre bordeando mi camino

rodeándome de esquinas blandas,

lo más suaves posible

mi ángel venía herido?

 

Oh guardián

dulce enviado

para llevarme a destino seguro

cómo puedo ahora

descansar en ti mi fe.

 

Rota un ala

cuántas sendas habrás equivocado.

 

Con razón estos campos

me eran hostiles hace tiempo

y empeñé tanto espejo

con mi llanto.

 

Traes la expresión grave

y el cansancio

te agita.

 

¡No te preocupes, sin embargo!

Sigamos

los dos maltrechos,

incoherentes

perdidos.

 

A algún sitio habremos de llegar

tarde o temprano.

 

Eres fiel, Ángel mío.

¿De qué sirviera

que intacto

luminoso, etéreo

te salvaras tú solo?

 

Caigamos juntos

y olvidemos

el destino que nos fuera deparado

en los dominios

de Dios.

 

¿Sabes que es lindo

no tener mañana?

Infelices hay muchos, te aseguro

y la tierra de las sombras

es generosa:

no termina nunca.

 

 

 

Tierra

 

Soy un poco de tierra

que adquirió un don milagroso

de la voz y del canto.

 

Si los creyerais dignos de alabanza,

ensalzad a la tierra bendecid a la tierra,

que ella es la dueña madre de todo

encantamiento,

la fuente origen de perpetuo milagro.

 

Cuando mis pies detenga, cansada de su

continua ronda,

ella será mi almohada y mi reposo.

¡Oh Pachamama

escalón inmediato de la eterna armonía,

heredera suprema de mi sombra y mis huesos!

¡Salve tierra

una sola,

derrocadora de fronteras!

 

Por ti la voz y el canto dominaron el aire

e hicieron lagrimear a las estrellas.

 

 

 

Árbol

 

II

 

De tus ramas colgaban

las estrellas

árbol adolescente de otros años.

 

Después

me fui

no sé por qué caminos

y vos te quedaste

allá en el fondo de la huerta,

contando los silencios

las mañanas y las tardes huecas de mis pisadas.

Preguntando

a todos los vientos nuevos

de mi voz y mis cabellos.

Preguntando

una y otra vez

al viejo viento

de aquella extraña luz

que antes venía siempre

a jugar en tus ramas.

 

Ellos te decían:

“Está lejos…”

Y fuiste anocheciendo

haciéndote cariño silencioso de abuelo.

 

Esta noche

te hallé

nuevamente,

lleno de lucecitas.

Engalanaste tus ramas

para esperarme.

 

Y ya ves, no ha pasado el tiempo:

Aquí retornan mis pisadas.

 

Clavado en el fondo de la huerta,

mi amor adolescente

oh blanco

oh mío de todas las llegadas

de todos los regresos.

 

Lágrima suspendida entre dos tiempos,

árbol

albaricoque viejo.

 

 

 

Los obscuros

 

La fruta estaba hecha

para que la gustáramos,

para olerla y gozar su lozanía;

pero nosotros no podíamos comprarla.

 

El sol estaba hecho

para amar nuestra piel,

estremecer la vida de todo nuestro cuerpo;

pero a nuestra guarida el sol no entraba.

 

El pan de cada día, en fin, estaba hecho

para hablarnos todas las mañanas

de campos fecundados;

pero sólo comíamos con mendrugos duros y agrios.

 

También había música y otras cosas dulces,

pero habitaban en el aire alto

y nosotros sólo captábamos sus ecos.

 

Nos debatíamos en la cueva obscura,

en el cuartucho húmedo

donde la única verdad es la Miseria.

 

Entonces, no aprendimos

el himno de alabanza,

y la sonrisa en nuestros labios

era una flor enferma.

 

Dicen que Dios hizo a los hombres iguales

y semejantes a él en armonía y en belleza.

¿Cómo es entonces, que ahora

formemos este vértice inmundo

del que huyen todas las miradas

y contra el que se vuelven bruscamente las espaldas?

 

—Hablo por boca del hombre que se arrastra

por húmedos rincones

de morada siniestra.

Dice que de él también era la tierra—.

 

¿Quién hurtóme el rojo clavel,

llamarada impetuosa;

quién bloqueó mis salidas

quién me esperaba

aún antes que pensara nacer,

con la triste cadena?

 

No estuvo equilibrada en mi balanza

la desdicha, con la bienaventuranza.

 

Te regalo de antemano mis huesos,

para que hagas con ellos

trémulas flautas

que canten elegías

mientras a blanca mesa se sientan prósperas familias

 

y hay sol,

y hay pan,

hay fruta.

 

Pero llora, es verdad, en todo el aire

trémula flauta, su llanto innumerable.

 

 

 

Este mi Dios tiene callos en los pies,

es un apasionado de la música selecta

(¡cómo ama los violines!)

y tiene unas cuantas muelas rotas.

 

Ya os estaréis dando cuenta de que mi Dios no es ningún superhombre.

 

Lo adoré mucho tiempo

en altares fastuosos,

en templos misteriosos

perfumados de incienso,

 

pero mi Dios estaba caminando conmigo por las calles

tropezando en las piedras

muerto de hambre algunas veces

y otras, ¡qué azul! columpiando de los árboles.

 

Le alquilo mi corazón desde el comienzo,

y es tan insólito este inquilino

que por timidez no le cobro casi nunca.

Además, a veces me paga adelantado.

 

Debo reconocer que es un gran compañero;

lo prefiero a todos los dioses verdaderos.

 

Y tengo la ventaja

de que morirá conmigo.

(O a lo mejor me hace trampa y permanece vivo…)

 

Pero no.

Aunque desconcertante, siempre me ha sido fiel.

Cuando más ha de decirme:

—¡Ven! Yo conozco un sitio…

Matilde Casazola Mendoza (Sucre, Bolivia, 1943). Poeta, compositora e intérprete en canto y guitarra. Tiene una trayectoria literaria y artística de más de 50 añ ... LEER MÁS DEL AUTOR