Marosa di Giorgio

Vi morir el sol

 

 

 

 

 

CARROS FÚNEBRES CARGADOS CON SANDÍAS

1

Al mediodía, las ásperas magnolias y las peras, los topacios con patas y con alas; azucenones, claros, rojos, semiabiertos; la casa de siempre, el patio familiar, parecían el paraíso, por el brillo de las ramas, los racimos, las estrellas en las hojas, cuyas figuras de cinco picos se reflejaban por los suelos. Y el bebé con sus plumas. No se sabía si era niño o era niña. El bebé entre las cremas. Blanco, celeste, color rosa. Si era mujer o era hombre. El bebé entre sus tules, sus claras y sus yemas, las “coronas de novia”. El deseo estuvo allí, servido. Era eso, exactamente. Tocaron las campanas a rebato. Cuando el asesinato, la violación del bebé; la decoración, la consunción. Sonaron las campanas a rebato, cuando la visitación al bebé, y todo lo demás. Las frutas desaparecieron. La casa quedó gris, chiquitita. Como antes, más que antes. Pasó un minuto. No sé si pasó un día, pasaron años. Y Dios perdonó. Se sintió el rumor de sus alas bajando por las uvas. Dios quemó el pecado, lo borró, lo quemó, lo dejó blanco, como nieve, como espuma.

 

 

 

Vi lo de siempre. Caballos vivos. Y caballos muertos; los esqueletos totalmente armados; pero vacíos. Vacas vivas. Y vacas muertas, con las piernas levantadas hacia el cielo, como si aún esperaran una fecundación; pero sólo venían las gallinas voraces del bosque, ratas y colibríes. En algún sitio, a lo lejos, los perros ladraban, hacía años que los perros ladraban en ese mismo sitio. Era un día de luna; una tarde inmensa y desierta. Mamá salió del hogar, mucho más hermosa que yo, con aquella sonrisa, tenuemente cínica, que le sentaba tan bien. Y un enorme vestido de gasa. Dijo: —Me voy a casar, me voy a un baile. ¡Hoy es mi día! …Pero todo se desmoronaba enseguida. Y las dos seguíamos sentadas, leyendo tristemente tras de un cristal.

 

 

 

Toda la muerte y la vida se colmaron de tul. Y en el altar de los huertos, los cirios humean. Pasan los animales del crepúsculo con las astas llenas de cirios encendidos y están el abuelo y la abuela, ésta con su vestido de rafia, su corona de pequeñas piñas. La novia está todo cargada de tul, tiene los huesos de tul. Por los senderos del huerto andan carruajes extraños, nunca vistos, llenos de niños y de viejos. Están sembrando arroz y confites y huevos de paloma. Mañana habrá palomas y arroz y magnolias por todos lados. Tienden la mesa; dan preferencia al druida; parten el pastel lleno de dulces, de pajarillos, de perlitas. Se oye el cuchicheo de los niños, de los viejos. Los cirios humean. Los novios abren sus grandes alas blancas; se van volando por el cielo.

 

 

 

Vi morir el sol. El redondo centro y las larguísimas rayas que se enroscaron, rápidamente. Salí, caminé sobre trozos de latas, piedras y tortugas. En el prado me rodearon las violetas; los ramos sombríos y azules. A mi lado, brotó un ser, del sexo femenino, de cuatro o cinco años, el rostro redondo, oscuro, el pelo corto. Habló en un idioma que, nunca, había oído; pero, que entendí. Me preguntó si yo existía de verdad, si tenía hijas. Otras, idénticas, surgieron por muchos lados; de entre los ramos, se desplegó, ante mí, todo un paisaje de nenas. Miré hacia el cielo, no había una estrella, no había nada. Recordé antiguas fórmulas, las dije de diverso modo, cambiando las sílabas; nada tuvo efecto. No sé qué tiempo pasó, cómo pude saltar de las violetas. Me alejé, desesperadamente, entré, cerré las puertas. Pero, ya, había comenzado a zozobrar la casa. Y aún hoy, se balancea como un buque.

 

 

 

Viniste a morir al lecho. Tus pétalos rojos, verdes, la cubrecola de tul, antenas retorcidas y plateadas. Mamá se equivocó esta vez; dijo: Es un monedero de colores, con funda de gasa y prendedor brillante. Pero, era tu corazón casi inexistente que terminaba aquí. Yo te vi salir de la franja de frutas y perfumes. Y fui allá. Era enero y las liebres de enero ponían su cara mítica entre las amapolas. Yo te dije mariposa. Y desde el árbol caía hilos, tela, uvas, una manzana roja, anacarada. Y en los costureros salvajes se hamacaban los ratones. Y en el horizonte había gritos de júbilo y pelea. ¿qué era? Compareció el cárabo con las listas y ojos de felino; se reflejó en mi alma y en la taza que yo sostenía entre los dedos. Así, inmóviles y juntos, vimos caer la noche inmensa y las estrellas últimas.

 

 

 

El gladiolo es una lanza con el costado lleno de claveles, es un cuchillo de claveles; ya salta la ventana, se hinca en la mesa; es un fuego errante, nos quema los vestidos, los papeles. Mamá dice que es un muerto que ha resucitado y nombra a su padre y a su madre y empieza a llorar. El gladiolo rosado se abrió en casa. Pero ahuyéntalo, dile que se vaya. Esa loca azucena nos va a asesinar.

 

 

 

El gladiolo se enfermó. Desde sus pavorosos cabellos rosados enviaba chispas a mi habitación. En todas sus bocas abiertas tenía lágrimas, rosas y, también huesos y peines. Aterrada clamé a la Virgen “Llévalo”, pero, la Virgen no se separaba de la estampa. Y él ardía como un brasero, una diadema. Adentro de los pétalos se le formaban cosas. Cuando quise ayudarlo, ya, era inútil. Y cerca del alba falleció.

 

Marosa di Giorgio (Salto, 1932 – Montevideo, 2004). Reconocida poeta uruguaya de ascendencia italiana y vasca. Se radica en Montevideo a partir de 1978. Ent ... LEER MÁS DEL AUTOR