Marosa di Giorgio

Me estaba reservado lo que a nadie

 

 

 

 

Domingo a la tarde…

 

Domingo a la tarde, y voy por el huerto sin recordar cómo salí y llegué hasta acá. El cielo es de oro, deslumbrador, y de los naranjos caen frutas y flores.

Trepo a uno, según mi costumbre antigua. Estoy un rato. Los pájaros saltan de rama en rama. Desciendo. Subo. Tomo una fruta.

Al bajar, ya veo un cadáver. Vestido y tendido. Y más allá, otro. Y otro. Por todos lados, aparecen. Vestidos y tendidos.

Y cada uno con el hígado destrozado o el corazón. Pero ¿quiénes son? Acaso, no me percaté y hubo una rápida guerra?

En puntas de pie, voy hacia la casa; desolada paso el jardín de celedonias y “conejitos”. Adentro, no queda nadie. Voy a gritar; para qué, si nadie oye. Algunas mariposas chocan en los vidrios.

Sobre la mesa hay un álbum que no conocía; al entremirarlo, veo dibujada la batalla, los cadáveres y las plantas. En blanco y negro. Y en colores. La noche cae de súbito; las luces se encienden solas.

Y aparecen más cadáveres entre las plantas.

 

 

 

 

Había nacido con zapatos. Rojos, finos, de taco alto…

 

Había nacido con zapatos. Rojos, finos, de taco alto,

que fueron la desesperación de todos los que vivimos juntos

en aquel tiempo.

Y en la cara tenía varias dentaduras, y lentes celestes como

el fuego.

Al pasar, por la tarde, parecía el ángel de la devoración con

pie punzó.

Mas, en realidad, amó la luz solar. Comía guindas, llevándose

una a cada boca.

Y sentía temor y amor hacia el Maestro Tigre que llegaba

en la noche a buscar doncellas.

Y nunca la eligió.

 

 

 

 

Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado…

 

Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado. Se

alimenta de muchas especies y de sólo una. Las busca en la

noche, la encuentra, y se la bebe, gota a gota, rubí por rubí.

Mi alma tiene miedo y tiene audacia. Es una muñeca grande,

con rizos, vestido celeste.

Un picaflor le trabaja el sexo.

Ella brama y llora.

Y el pájaro no se detiene.

 

 

 

 

Me estaba reservado lo que a nadie

 

Me estaba reservado lo que a nadie.

Voy a ver brillar los bichos de noche, azules y rosados, color caramelo clavelina.

Iban despacio, cambiándose señales.

Otros muy grandes de capa negra y lunares blancos o blancas y lunares negros.

Y al chocar en algo firme se deshacían con un rumor de seda y de papeles.

Me daba cansancio y temor.

Y así volvía a la silla única pero en el techo, estaban boca abajo matas que con peligro yo había plantado,
tomates y azucenas.

Las conejas de adentro de la casa miraban hacia eso con afección.

Y la divinidad, peluda y brillante, descendía por la pared. Eternamente.

 

 

 

 

Al mediodía, las ásperas magnolias…

 

Al mediodía, las ásperas magnolias y las peras, los topacios con patas y con alas; azucenones, claros, rojos, semiabiertos; la casa de siempre, el patio familiar, parecían el paraíso, por el brillo de las ramas, los racimos, las estrellas en las hojas, cuyas figuras de cinco picos se reflejaban por los suelos. Y el bebé con sus plumas. No se sabía si era niño o era niña.

El bebé entre las cremas.

Blanco, celeste, color rosa.

Si era mujer o era hombre.

El bebé entre sus tules, sus claras y sus yemas, las “coronas de novia”.

El deseo estuvo, allí, servido.

Era eso, exactamente.

Tocaron las campanas a rebato.

Cuando el asesinato, la violación del bebé; la devoración, la consunción.

Sonaron las campanas a rebato, cuando la visitación al bebé, y todo lo demás.

Las frutas desaparecieron. La casa quedó gris, chiquitita. Como antes, más que antes.

Pasó un minuto.

No sé si pasó un día, pasaron años.

Y Dios perdonó.

Se sintió el rumor de sus alas bajando por las uvas.

Dios quemó el pecado.

Lo borró.

Lo quemó.

Lo dejó blanco, como nieve, como espuma.

 

 

 

 

Cuando fui de visita al altar

 

Cuando fui de visita al altar, usé vestido de organdí celeste, más largo que yo, por donde a ratos, sobresalía un pie de oro, tan labrado y repujado desde el seno mismo de mi madre.

Mi pelo también era de organza celeste, más largo que el vestido, pero podía pasar al rosa y aún al pálido topacio.

Desde que llegué, las habitantes se pusieron a rezar y así empezó la novena… la novena empezó así.

Los picaflores colibríes atravesaban las oraciones, entraban a ellas y salían. Su fugaz presencia producía primero desasosiego para dar después otra destreza e intensidad a la sagrada murmuración.

Algunos seres estuvieron de visita afuera y por segundo. Vino la vaca de cara triste, el conejo, la nieve y una mosca.

Mientras estuve, las habitantes rezaron apasionadamente mirando sin cesar mi velo, mi pelo, que en pocos segundos iba del azul al rosa y aún al rubí pálido, con absoluta naturalidad.

 

 

 

 

Al asomarme, vi las antonias azules

 

Al asomarme, vi las antonias azules.

Sobre los pétalos de seda celeste brillaban las pecas violetas, parecían arder y girar como si fueran almas o planetas.

A veces daban un pequeño maullido, se oía bramar a los dibujos azules… así que habían nacido la noche anterior de súbito y un poco antes de tiempo.

A su lado, las otras flores no podían subsistir. Ya habían caído los azahares, la marcela, las rosas desenroscadas.

Fui a esconderme, a encerrarme, a acostarme.

Pensé en mamá en un lejano país, que no me había alertado lo suficiente. Tenía un miedo espantoso, como si un muerto anduviera libre y sin embargo… eran tan hermosas. Me atreví a espiarlas a través de una cortinilla.

Les vi las caras redondas y los cálices estrellados.

Después, todas las cosas parecieron cambiar de lugar. Torné a mi comarca, pero las antonias azules prosiguen su terrible proceso en el pasado y en lo que vendrá.

 

Marosa di Giorgio (Salto, 1932 – Montevideo, 2004). Reconocida poeta uruguaya de ascendencia italiana y vasca. Se radica en Montevideo a partir de 1978. Ent ... LEER MÁS DEL AUTOR