Los papeles salvajes
Por Omar Castillo*
Llegar a Los papeles salvajes (2008), libro que reúne la obra poética de Marosa di Giorgio, es encontrarse con una escritura que surge de los calderos del habla donde las palabras se cuecen para la magia de su decir, de su significar el misterio producido por una realidad que arde en la memoria y obliga al encuentro con lo fabuloso, con lo instintivo, hasta descubrir lo inaudito de sus formas prendiendo, representándose en el poema. Tal sucede en “Carros fúnebres cargados de sandías”, texto donde Marosa di Giorgio nos muestra su característica manera de penetrar y ser penetrada por la realidad, como si esta fuese la sustancia vegetal de un ritual concentrándose en su escritura:
Al mediodía, las ásperas magnolias y las peras, los topacios con patas y con alas; azucenones, claros, rojos, semiabiertos; la casa de siempre, el patio familiar, parecían el paraíso, por el brillo de las ramas, los racimos, las estrellas en las hojas, cuyas figuras de cinco picos se reflejaban por los suelos.
En esta representación, las palabras quedan iluminadas y enrarecidas por las formas, las atmósferas y las sensaciones que capta quien, en el poema, es testigo narrador de tales instantes, como si le hubiese sido dado el don de ver como: “En el aire brillante, negro, empezaban, otra vez, todas las cosas”.
Si en Lezama Lima, Gilberto Owen, Gastón Baquero, Fernando Charry Lara y Saúl Yurkievich, las palabras son ofrendas reflejadas en la luz, en una ceremonia escritural que convoca, reúne y dispersa el aliento humano cuando pugna por la vida, en Marosa di Giorgio, las palabras en su escritura surgen en contrita exuberancia verbal, dadas para rasgar y penetrar lo penumbroso, son intensidad que alcanza el misterio vueltas semillas, prendiendo y abriéndose en frutos extraños y sensuales. Carnosos gajos en un día incierto, tuquio de sensaciones en la piel, revelando en lo recóndito de sus sentidos el germinar de la realidad:
El deseo estuvo, allí, servido.
Era eso, exactamente.
Tocaron las campanas a rebato. Cuando el asesinato, la violación del bebé; la devoración, la consunción. Sonaron las campanas a rebato, cuando la visitación al bebé, y todo lo demás.
Son palabras que descubren el umbral donde se inicia el espejo, y en él, la imagen cuando la realidad se transforma en el crepitar de sus pasiones entre lo invisible de lo visible, labrando pliegues inauditos para regocijo del habla, que así alcanza lo innombrable de lo nombrado:
Mientras, proseguía el lagarto cazando huevos de gallina, calientes golosinas; cruzaban las víboras azules como el fuego, subían claveles labrados y rizados, iguales a copas de arroz y de frutilla.
El mundo, por todas partes, acuciante, encantador.
Las suyas son palabras labrándose en las imágenes que se ven salir de las cenizas de metáforas resurgiendo en las formas visibles e invisibles que cunden en la naturaleza. Imágenes que nos permiten participar de una resurrección escrita, dada en una embriaguez onírica que seduce el misterio, los ecos ocultos de una prístina luz devoradora, una luz igual a un estigma devorándose en sus visiones y ofrendas, en sus sensaciones ancestrales. Imágenes en trance, persiguiendo lo innombrable, la piel de lo invisible exacerbado, los mágicos miedos de una antigua infancia:
Las estrellas extendieron sus ramos, para que trepara y huyera con ellas.
Pero empezó la aurora a pintar.
Y se vio el sacrificio en el matorral.
Las de Marosa di Giorgio son imágenes penetradas por una extática danza. En ritmos y semblantes que conmueven y perturban el recorrido de sus versos, la caída y la fuerza de su decir. El imaginario que habita la sustancia memoriosa de su vida y de su obra.
El ímpetu que restalla en su escritura, nos recuerda los asedios de los antiguos cuando intentaban penetrar las murallas de sus miedos, los silencios y las oquedades de sus sueños, las tramas acurrucadas en los laberintos de su infancia, lo perturbador de sus huellas. La poeta Marosa di Giorgio parece extraer sus poemas de piedras florecidas, piedras donde raras especies habitan, labrando las palabras como amuletos para un exorcismo, para un decir inesperado. Las sombras y formas de quienes suceden en sus poemas, sus gestos y transformaciones, quedan en una región que al parecer, no fue tocada por el Dante en los cantos de su Divina Comedia. Su obra nos abre otras sensaciones, aquellas que fluyen entre la luz y las penumbras libidinosas de la vida, entre el bien y el mal que la permiten posible.
Marosa di Giorgio
De CARROS FÚNEBRES CARGADOS DE SANDÍAS
Al mediodía, las ásperas magnolias y las peras, los topacios con patas y con alas; azucenones, claros, rojos, semiabiertos; la casa de siempre, el patio familiar, parecían el paraíso, por el brillo de las ramas, los racimos, las estrellas en las hojas, cuyas figuras de cinco picos se reflejaban por los suelos.
Y el bebé con sus plumas. No se sabía si era niño o era niña. El bebé entre las cremas. Blanco, celeste, color rosa. Si era mujer o era hombre. El bebé entre sus tules, sus claras y sus yemas, las “coronas de novia”.
El deseo estuvo, allí, servido.
Era eso, exactamente.
Tocaron las campanas a rebato. Cuando el asesinato, la violación del bebé; la devoración, la consunción. Sonaron las campanas a rebato, cuando la visitación al bebé, y todo lo demás.
Las frutas desaparecieron. La casa quedó gris, chiquitita. Como antes, más que antes.
Pasó un minuto.
No sé si pasó un día, pasaron años.
Y Dios perdonó. Se sintió el rumor de sus alas bajando por las uvas.
Dios quemó el pecado,
lo borró,
lo quemó,
lo dejó blanco, como nieve, como espuma.
……
Qué especie misteriosa la de los ángeles. Cuando nací oí decían “Ángel”, “Ángeles”, u otros nombres “Nardo”, “Lirio”. Espuma que crece sobre las ramas, cerámica finísima aumentando sola. Nardo. Lirio.
Y en los ojos de los perros, también, hay ángeles.
O eran altos, vestidos de pluma y gasa, alas larguísimas, ojos grises.
Nos acompañaban a la escuela (cada uno disponía de uno), al baile de las niñas, a mis bodas sucesivas, paralelas, que ya conté.
Cuando los novios eran lagartos, eucaliptos o claveles.
Y a la boda mayor con el Gato Montes; mi madre tenía miedo y me llevaba de la mano, y papá no se atrevió a ir.
Ellos sobrevolaban cerca. La entrada al bosque, la cocina, la hornacina donde había pequeñas calaveras, palomas cazadas.
Presenciaron el ceremonial y el rito.
Y con su silencioso poderío me salvaron.
……
Qué noche extraña cuando murió el abuelo. Caían gotas, piedras blancas, de los limones y el rosal. Desde el aparador salían ratas; las tacitas en docena, siempre doce, las cepitas; los licores de todos los colores, quedaron negros.
La tía Joseph dio un grito cerca del cadáver. Nosotras, las niñas, también gritábamos. De improviso, aparecieron tías más remotas, primas de primas, súbitamente, en un minuto, como si hubiesen viajado a caballo o en mariposa. Y vecinos de las más lejanas chacras, y hasta de las chacras de subtierra, vinieron en sus carros fúnebres, cargados de sandías.
Vi alguien, rarísimo, adentro del espejo; me fijé bien por si era un reflejo; pero no había nadie que correspondiera a él.
Mas, al amanecer, los extraños partieron. Todos. Y nos acostamos. Cada uno fue a su lecho. Y dormimos, algunas horas, profundamente.
Y entre nosotros estaba el abuelo, muerto.
……
Cuando tenía seis años, ocho años, la abuela dictaminó vestido de liebre, que me librase de todo mal. Y, entonces, hizo un sacón de piel de liebre y lo ajustó, y, adentro, puso lápices y libros.
Al alba, antes, en la noche, yo iba para la escuela, vestida así, y en cuatro pies, entre las hierbas parpadeantes y las dalias. Cientos de metros; a ratos, me detenía y preparaba café en un pequeño frasco, y proseguía.
Mas, una vez, los niños feroces me descubrieron.
Gritaban: ¡Ahí, va Rosa la liebre! ¡Va la liebre, la liebre! ¡Va la liebre! Y me cercaban.
Las estrellas extendieron sus ramos, para que trepase y huyera con ellas.
Pero empezó la aurora a pintar.
Y se vio el sacrificio en el matorral.
……
Las avispas eran finísimas. Como los ángeles, cabían muchas en un punto. Todas parecían señoritas, maestras de baile. Imité su murmullo bastante bien. Rondaron sobre las flores blancas del manzano, las ocres del membrillo, las duras rosas rojas del granado. O en las fuentecitas, donde mi prima, mi hermana y yo las mirábamos con la mano en el mentón. Ante ellas fuimos gigantes, monstruos. Pero lo más pasmoso era los cartones que fabricaban; casi de golpe, aparecían sus palacios de grueso papel gris, entre las hojas, y, adentro, platos de miel.
Mientras, proseguía el lagarto cazando huevos de gallina, calientes golosinas; cruzaban las víboras azules como el fuego, subían claveles labrados y rizados, iguales a copas de arroz y de frutilla.
El mundo, por todas partes, acuciante, encantador.
Y una cara, separada, sólo pintada, iba entre las hojas, ojos bajos, boca abierta y roja.
Y cuando ya había pasado,
pasaba una vez más.
……
Anoche, llegaron murciélagos.
Si no los llamo, ellos, igual, vienen.
Venían con las alas negras y el racimo.
Cayeron adentro de mi vestido blanco. De todas las rosas y camelias que he reunido en estos años. Y en la canasta de claveles y de fresias. La Virgen María dio un grito y atravesó todas las salas; con el pelo hasta el suelo y las dalias.
Las perlas, almendras y pastillas, las frutas de cristal y almíbar, que vivían en fruteras y cajas de porcelana, quedaron negras, y volvieron a ser claras, pero como muertas.
Yo me erguí. Goteaban sangre mi pañuelo blanco y mi garganta.
……
De nuevo, empezó la guerra, dijo saltando de las magnolias a la sala, a la cocina, negra, donde se transformaban tantas cosas. Uno iba con un racimo; otro, no sé qué; otro, con una gallina y su huevo. En el aire brillante, negro, empezaban, otra vez, todas las cosas. Pero yo, ¿qué hice?, dije.
Y se oía el rumor de lejanos armamentos. Estaba desnuda, como siempre, vestida sólo con el collar de coral, una muñeca fina en el altar. Mas, por la ventana, que había quedado abierta, ya se vio al rix, las trenzas alrededor de la frente, y, también, desnudo; entonces, salí al jardín; había un gran tumulto. El vino iba por sobre todo. Con su aroma a rosa. Su aroma a fresa. Su aroma a alma. Yo sobrevolaba como una libélula, vestida con las alhajas marinas, animales, rosadas, finas. Un gran silencio; y al rato, saltaba de entre los árboles, una explosión de astros. Hasta que, al fin, terminó eso. El rey se fue, nos dio la espalda. Quedaron muchos cadáveres sobre la puerta, a través de los cuales, ya comenzaban a nacer plantas.
Uno iba con no sé qué.
Otro, con una oca.
Otro, con la tijera para cortar la madreselva y los viejos muérdagos de las fiestas.
Volví a la sala, la cocina; en el aire brillante, negro, empezaban, otra vez, todas las cosas.
……
Papá, tengo fiebre, calor, frío; cuida las cosas de la casa, los animalillos, ratones (negros, blancos, marrones, grises), déjales alimento, pan, almíbar, papel picado.
.. .Pero, tú sigues cavando en el jardín de los naranjos.
Te miro a través de la inmensa ventana.
Sigues y sigues en el impresionante jardín de las naranjas.
No vienes a ver si duermo, mejoro, me caso, me muero, caigo de la cama.
Pasan días, meses, años.
Las cometas cuelgan del techo, finas y celestes, colas de gasa, ojos dorados.
Y hay diamelas en el altar. (Un canastito). Mamá está hablando cosas muy extrañas acerca de ellas.
Y tú no dices nada,
¿No vienes a escuchar?
……
En los alambrados, telarañas radiantes y siniestras. Esas hilanderas responden al mundo con su trabajo de plata. Y la Suerte pone brillantes y perlas con absoluta certeza; sólo donde deben ir.
En los alambrados quedan restos de comadrejas y picaflores (que han venido a parar ahí, en las huidas nocturnas).
Y baja una nube, diligente y tranquila, como una mujer, un ser; roba algunas cosas, algunos restos. Deja algunas cosas. Caracoles (desaparecen, velozmente, por el pasto). Y una ángela diminuta, que llevamos a la casa y ponemos, de nombre, Lílam. Es como una muñeca fina, con alitas de oro y pelo igual. Está, inmóvil, por horas, sobre los muebles. O vuela en el aire de las habitaciones, ante nuestras miradas deslumbradas.
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*Omar Castillo, Medellín, Colombia 1958. Poeta, ensayista y narrador. Algunos de sus libros de poemas publicados son: Huella estampida, obra poética 2012-1980 (2012), Tres peras en la planicie desierta (2018), Limaduras del sol y otros poemas, Antología (2018) y Jarchas & Escrituras (2020). Su obra también incluye el libro Relatos instantáneos (2010) y los libros de ensayos: En la escritura de otros, ensayos sobre poesía hispanoamericana (2014 y 2018), Al filo del ojo (2018) y Asedios, nueve poetas colombianos (2019). De 1984 a 1988 dirigió la Revista de poesía, cuento y ensayo otras palabras, de la que se publicaron 12 números. De 1989 a 1993 dirigió la colección Cuadernos de otras palabras, de los que se publicaron 10 títulos. Y de 1991 a 2010, dirigió la Revista de poesía Interregno, de la que se publicaron 20 números. En 1985 fundó y dirigió, hasta 2010, Ediciones otras palabras. Poemas, ensayos, narraciones y artículos suyos son publicados en libros, revistas y periódicos impresos y digitales de Colombia y de otros países.
Contacto: om.castillo58@gmail.com