Marosa di Giorgio

Vi un animal forrado de otro animal

 

 

Todos mis libros componen uno solo.
Hay una fervorosa exaltación de lo familiar y de la naturaleza,
enlazada al mundo druídico.
(Marosa di Giorgio)

 

 

Vi un animal forrado de otro animal

Vi un animal forrado de otro animal y por los orificios aún le salían patas de pez y espinas de niño. Y todas sus telas y mallas eran finas y tensas y tersas, muy bien hechas. El color, rosa, perla o gris.

Estaba en el aire y en el suelo.

Yo quise agarrarlo y creí que lo había hecho, pero, nada de eso sucedió. Además, el aire se cerraba con manzanos. Era un círculo perfecto. Las manzanas se precipitaban unas tras otras, blancas o rojas; como bombas o cajas. Y cuando habían caído todas, una nueva floración daba a luz más bombas y cajas. Y la luna entre las hojas, un disco delgadísimo que giraba sin cesar e inmóvil por supuesto: la melodía decía “Nadie toque nada; no intente entrar, ni irse: está bien, así”.

 

 

 

A la noche empezó a soplar viento

A la noche empezó a soplar viento; en verdad, eran jazmines que venían, y eso parecía el viento. A ras de tierra, por el aire, a través de los árboles, puertas y ventanas; semejaron eludirme, pero, uno me golpeó en el pie; varios, seis, se me acomodaban en la cara, tal rápida corona (se deshizo). Yo estaba junto a la mesa, inmóvil, trazada con un lápiz.

Los Jazmines eran grandes y brillantes como hechos con huevos y con lágrimas.

Los familiares parecieron preguntarme silenciosamente y con alguna ira:

Aprendiste tantas cosas y ahora no puedes explicar? Se inició alguna conversación en lo oscuro, varias conversaciones, pero se interrumpían porque todo era inútil y nada podía detener a los jazmines.

 

 

 

Toda la muerte y la vida se colmaron de tul

Toda la muerte y la vida se colmaron de tul.

Y en el altar de los huertos, los cirios humean. Pasan los animales del crepúsculo, con las astas llenas de cirios encendidos y están el abuelo y la abuela, ésta con su vestido de rafia, su corona de pequeñas piñas. La novia está todo cargada de tul, tiene los huesos de tul.

Por los senderos del huerto, andan carruajes extraños, nunca vistos, llenos de niños y de viejos. Están sembrando arroz y confites y huevos de paloma. Mañana habrá palomas y arroz y magnolias por todos lados.

Tienden la mesa; dan preferencia al druida; parten el pastel lleno de dulces, de pajarillos, de perlitas.

Se oye el cuchicheo de los niños, de los viejos.

Los cirios humean.

Los novios abren sus grandes alas blancas; se van volando por el cielo.

 

 

 

Cuando era chica yo daba un silbo a mi amiga Octavia que vivía lejísimos

Cuando era chica yo daba un silbo a mi amiga Octavia que vivía lejísimos, e íbamos juntas a buscar las “larvas”. Por el camino no nos mirábamos porque teníamos vergüenza anticipada.

Con un martillo rompíamos la pared, y ellas aparecían diminutas, la cabeza nítida y el vestidito.

Era menos horrible cazar muchas.

Susurraban en un idioma parecido al nuestro, como en un dialecto que estremecía.

Octavia y yo, llevándolas, buscábamos un banquillo antiquísimo entre las malvas y las azucenas, y allí, comenzábamos a devorarlas.

Pero, ellas todas, tenían una enorme dignidad.

Pues, viéndose perdidas, nunca,

ni una pidió piedad.

 

 

 

El negro caracol de los años tiene el interior de nácar

El negro caracol de los años tiene el interior de nácar; ese claro camino voy a volver; voy a desandar esa espiral blanca; y llegar de nuevo a aquella región. Los monstruos de la niñez intentarán interceptarme el paso; pero, yo descubriré enseguida sus inútiles ardides, su parentesco con las frutillas y las luciérnagas. Y entonces, ya iré por la antigua hierba, por el dorado viento. Y tú surgirás de pronto; en cualquier recodo tu estatura de azucena de noviembre, fino el talle y terso el pétalo.

Y será la hora en que la abuela ambule en torno a la casa palpando con su mano de almíbar, su mano encendida y segura, el perfumado limón, el maíz rojizo, el pequeño monstruo, sabroso y pálido, que devora las violetas, y al que es tan fácil matar y devorar.

Y tú aguardarás a que caiga la madura granada y la explote el sol como una silenciosa bomba de rubíes.

Y los pájaros volarán en tu torno, enloquecidos. El siniestro cuervo y el colibrí -escapado de las trenzas de un ángel- querrán a toda costa tu amor de oro, de fino polvo de oro; querrán desesperadamente posarse cerca de tu pistilo enamorado.

Amada del humo, de los pájaros, del reloj, iniciarás tu viaje por el interior de las habitaciones, por las galerías oscuras y las habitaciones umbrías; transitarás el corazón de los roperos, corazón de encaje y alhucema.

Pequeña, por algún tiempo estarás de pie en el borde de los grandes platos blancos mirando entreabrirse y nacararse los frutos.

Después, tu vuelo irá por días en torno de las lámparas.

Y un día, un día cualquiera, en cualquier minuto, te morirás entre las manos de almíbar de la abuela, riendo y llorando, de súbito, sin darte cuenta. Como aquella vez.

 

Marosa di Giorgio (Salto, 1932 – Montevideo, 2004). Reconocida poeta uruguaya de ascendencia italiana y vasca. Se radica en Montevideo a partir de 1978. Ent ... LEER MÁS DEL AUTOR