Marosa di Giorgio

Deja tu comarca entre las fieras y los lirios

 

 

 

A veces, en el trecho de huerta que va desde el hogar a la alcoba…

A veces, en el trecho de huerta que va desde el hogar a la alcoba, se me aparecían los ángeles.

Alguno, quedaba allí de pie, en el aire, como un gallo blanco -oh, su alarido-, como una llamarada de azucenas blancas como la nieve o color rosa.

A veces, por los senderos de la huerta, algún ángel me seguía casi rozándome; su sonrisa y su traje, cotidianos; se parecía a algún pariente, a algún vecino (pero, aquel plumaje gris, siniestro, cayéndole por la espalda  hasta los suelos…).

Otros eran como mariposas negras pintadas a la lámpara, a los techos, hasta que un día se daban vuelta y les ardía el envés del ala, el pelo, un número increíble.

Otros eran diminutos como moscas y violetas e iban todo el día de aquí para allá y ésos no nos infundían miedo, hasta les dejábamos un vasito de miel en el altar.

 

 

Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio…

Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio; otros, con un breve alarido, un leve trueno. Unos son blancos, otros rosados, ése es gris y parece una paloma,  la estatua de una paloma; otros son dorados o morados.

Cada uno trae –y eso es lo terrible– la inicial del muerto de donde procede. Yo no me atrevo a devorarlos; esa carne levísima es pariente nuestra.

Pero, aparece en la tarde el comprador de hongos y empieza la siega. Mi madre da permiso. Él elige como un águila. Ese blanco como el azúcar, uno rosado, uno gris.

Mamá no se da cuenta de que vende a su raza.

 

 

Así que ése era el jardín de mandrágoras

Así que ése era el jardín de mandrágoras. Estaba allí y no me había dado cuenta.

Ése es el jardín de los ahorcados. Tironeé una mata, y sí, vi la raíz en forma de hombre.

Corrí, loca de terror, al interior de las habitaciones, de donde por cierto, nunca me había movido.

Así que ése era el jardín de los ahorcados.

Por cada ahorcado, una mata. Pero, hurgué en mi memoria y no había señas.

Busqué papel y pluma, mas los parientes demoraban tres años en contestar.

Di un grito y fue inútil. Corrí hasta el fichero, el armario, y sólo había cajas de dulce y quesos de color rosa, o celestes, cada uno con un ratón en el interior.

¿Los periódicos? Nunca trajeron nada verdadero.

Entonces, llamé a las empleadas: —Aline. Todas se llamaban Aline y tenían un par de alas minúsculas cerca del hombro.

Les dije: —Díganme, ¿es verdad que los ahorcaron?

Ellas se cubrieron el rostro, volaban, se deslizaban, sigilosamente, a ras del suelo.

 

 

Para cazar insectos y aderezarlos…

Para cazar insectos y aderezarlos, mi abuela era especial, les mantenía la vida por mayor deleite y mayor asombro de los clientes o convidados.

A la noche íbamos a las mesitas del jardín con platitos y saleros, en torno estaban los rosales, las rosas únicas, inmóviles y nevadas.

Se oía el rum rum de los insectos debidamente atados y mareados, los clientes llegaban como escondiéndose, algunos pedían luciérnagas, que era lo más caro, ay! aquellas luces, otros mariposas gruesas color crema con una hoja de menta y un minúsculo caracolillo.

… Y recuerdo cuando servimos aquella gran mariposa negra, que parecía de terciopelo, que parecía una mujer.

 

 

Rossana, Rossana y Rossana volvían del baile…

Rossana, Rossana y Rossana volvían del baile en el aire oscuro de la noche de antes del alba.

El pelo suelto, las enaguas de raso hasta el suelo, cayeron unas agujas largas como espinas de grandes pescados.

El contorno de las peras era brillante, parecían  docenas de dibujos colgantes de las ramas.

Un pájaro gritó como si no estuviese acostumbrado a la enorme soledad.

Una oveja se levantó y se fue…

Los trabajadores nocturnos seguían ordeñando leche, aceite, y licor de las perennes vacas.

Las tres Rossanas llegaron a la casa…

Soltaron sus rizos, las peinetas con coral en las esquinas, las enaguas reñían por los novios, se durmieron con la cándida mano en la almohada.

En el corazón de los aparadores, las tacitas volaban quietas como vuelan los ángeles y una rata puso un huevo blanco, almendrado, celeste… que nadie vio.

 

 

Por esos años muchos fueron crucificados

Por esos años muchos fueron crucificados. En la tormenta se veían las cruces negras y delgadas. Llegaban aullidos en el viento; otros morían delicadamente. En casa me previnieron contra los crucificados, que después desgajaba el viento.

Al ir a la escuela yo sentía temor, miraba hacia todas partes y me detenía para ver hacia atrás. Los jardines de lechugas se encendieron sin pausa, y los de repollos, grises y celestes como el humo, y también rosas incendiantes, estrelitzias de oro. Y a lo lejos estaban los crucificados.

Al trabajar bajo la mirada de la maestra, mi corazón quedaba chico como el de un cordero y grande como el de papá.

En medio de números, letras, yo veía a través de las ventanas, el bosque remoto. Y el pálido horizonte con los crucificados.

 

 

Qué noche extraña cuando murió el abuelo

Qué noche extraña cuando murió el abuelo. Caían gotas, piedras blancas, de los limones y el rosal. Desde el aparador salían ratas; las tacitas en docena, siempre doce, las copitas, los licores de todos los colores, quedaron negros.

La tía Joseph dio un grito cerca del cadáver. Nosotras, las niñas, también gritábamos. De improviso, aparecieron tías más remotas, primas de primas, súbitamente, en un minuto, como si hubiesen viajado a caballo o en mariposa. Y vecinos de las más lejanas chacras, y hasta de las chacras de subtierra, vinieron en sus carros fúnebres, cargados de sandías.

Vi alguien, rarísimo, adentro del espejo, me fijé bien por si era un reflejo; pero no había nadie que correspondiera a él.

Mas, al amanecer, los extraños partieron. Todos. Y nos acostamos. Cada uno fue a su lecho. Y dormimos, algunas horas profundamente.

Y entre nosotros estaba el abuelo, muerto.

 

 

Mis padres resolvieron irse

Mis padres resolvieron irse.

Al volver de la escuela encontré una carta debajo de una piedra; decía: Nos vamos por mucho tiempo; arréglate sola.

Estuve un largo rato inmóvil; luego, penetré en la cocina desierta donde quedaban restos de las últimas palomas y ratas asadas, y un huevo de pavo, celeste como el cielo, que no me atrevía a quebrar y comer; y con él entre los dedos. ―Nos vamos por muchos años― me recosté en la pared como buscando una protección.

En todos los días y días y días siguientes, sólo di vueltas en torno a la casa.

Debajo de los malvones creció un pueblo de gente diminuta; las mujeres parecían hortensias, rosadas y lisas, y encajes en bucles.

Pero, eran pueblos nevadísimos como el azúcar. Alcancé a divisar funerales y bodas.

Siempre algunos de ellos me miraban con alegre sorpresa.

Pero, yo les retiré todo interés.

Sigo fija junto a la puerta. Y mis desolados ojos taladran el horizonte.

 

 

Deja tu comarca entre las fieras y los lirios

Deja tu comarca entre las fieras y los lirios. Y ven a mí esta noche oh, mi amado, monstruo de almíbar, novio de tulipán, asesino de hojas dulces. Así, aquella noche lo clamaba yo, de portal en portal, junto a la pared pálida como un hueso, todo llena de un miedo irisado y de un oscuro amor. Ya era la edad en que las abuelas habían retrocedido a moradas de subtierra y sólo sus almas perduraban encadenadas a las lámparas estremeciendo mariposas verdes y amarillas a la hora de los fuegos y los rezos. ¡Oh, mi amor!— lo clamaba yo, de puerta en puerta, de muro en muro- perdí mis trenzas, estoy desnuda, se cayó el sándalo de los medallones, la luna paró sobre las chimeneas su trineo de coral. Y no vienes, hombre, rosa, crimen, corazón. Voy a quebrar las almendras, a comer alabastro amargo. Voy a matar los panales. Me has hecho imaginar inútilmente tus médulas de sándalo, tu corazón de fuego. Ahora, reirán de mí las muertas que se acuerdan de tu amor. Así mentía yo, abrazada a su melena de oro, a su terrible miel. Él hablaba una lengua casi inteligible; pero, un rocío voraz, una lepra de flores, le terminaba el rostro. Y dentro estaban el azúcar y las cruces y los espejos con olor a jacintos. Nos acercamos a la mesa. Las abuelas renacieron en las lámparas. Le dije que iba a guardarlo, que iba a besarlo, que iba a guardar su corazón entre las piñas y los licores y las medallas. Otra vez jardín y sombras y columnas rotas y los cisnes serios como hombres. Empecé a matarlo. Porque no digas mi amor a nadie—a entreabrirle los pétalos del pecho, a sacarle el corazón. Él se apoyó en mi brazo, le latía con locura el almíbar de los dedos. Empezó a morir. Cerca del bosque empezó a morir. Rompí a llorar. Voy a matar los panales; voy a quebrar las almendras, a comer alabastro amargo. Su muerte siguió a lo largo del bosque. Quise recogerla en mi saya, reunirla en mis brazos, abrazarla. Voy a tener hijos de almíbar y de pétalos y no podrán besarte, oh, mi novio de miel, mi tulipán. Lloraba desesperadamente. Quería juntar los pétalos, reconstruir la miel, sacarlo de la muerte, ganarlo para siempre, que no tuviera fin este poema.

 

Marosa di Giorgio (Salto, 1932 – Montevideo, 2004). Reconocida poeta uruguaya de ascendencia italiana y vasca. Se radica en Montevideo a partir de 1978. Ent ... LEER MÁS DEL AUTOR