Mario Murgia

El mundo perdone

 

 

Reseña de: MURGIA, Mario. El mundo perdone. México:
Aliosventos, 2018, 77 pp.

 

 

Por Oswaldo Gallo Serratos

 

Con la publicación de su primer poemario, El mundo perdone, Mario Murgia toma distancia de su labor como traductor —le precede un listado considerable de traducciones y estudios críticos publicados por la UNAM, de donde es académico, que incluye a autores de la talla de Dylan Thomas, William Collins, Thomas Gray, Edward Young, Wallace Stevens, Ben Mazer, Eavan Boland y Adrianne Rich, o de clásicos como Shakespeare, Chaucer, Dickens, Coleridge, Joyce, Hopkins, Holl y Woolf, sin olvidar a quien más textos y años ha dedicado su estudio: John Milton— y nos muestra su veta, si no más íntima, sí más personal. Su libro lo inscribe en la tradición de los poetas que se forjaron lentamente como traductores, como quien entrevé que, pasados los treinta, “uno ya no es uno sino / muchos, esparcidos como / mieses doradas al alba / de Cantabria…”.

Varios poemas son homenajes a escritores o académicos cuya impronta encontramos a lo largo del libro: lo mismo aparecen Gabriel Zaid que Alfred Corn y Colin White, figura fundamental para tantas generaciones que pasaron por Letras Inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras. A este último le dedica una suerte de réquiem que suple, con lo conmovedor, su carácter ateo: “Habías de avisar que te nos ibas / y que tus encuentros raros se esparcían / entre ánimas hambrientas de haberte conocido” —versos que recuerdan la elegía escrita por Hernán Lara Zavala días después de la muerte de White, en la cual lo describe como “un atleta de la docencia, un maestro nato”—. Sus años como docente marcan no sólo el pensamiento, sino la pluma de Murgia, quien construye nuevos puentes hacia clásicos como Poe: “Cría cuervos” es un poema lúdico que puede leerse como una introducción hispanoparlante al genio autor de “The Raven”, al mismo tiempo que como un guiño de reconocimiento y admiración a las traducciones publicadas por Enrique González Martínez y Ana Elena González Treviño, en quienes se cumple el principio de que cada época ha de traducir a sus clásicos. Este tipo de menciones resultan oportunas para difuminar los límites entre lo poético y lo académico; Murgia incluso aventura una tesis al respecto: “Es gran pena que un poeta, bien al menos quien se asume, / nunca encuentre voz más cierta que la de sus traductores, / aunque sea tal vez la muestra de que el traductor, poeta, / cuando es bueno siempre encuentra la veta de arte hasta en las brechas / de una mente contrariada donde la locura acecha, / como en cuento de terror”.

Aludir a la memoria es una de las constantes de El mundo perdone. Este proceso de captación y apropiación —llamémosle con mayor propiedad custodia— se manifiesta en primer lugar en los homenajes póstumos ya mencionados, pero también en los versos que legan la impasible, y por ello terrible, simplicidad del verano más caluroso del que tenemos registro (“El verano cae a chorros / como miel caliente y especiada / sobre el seno blanco y único / de la cúpula de Pablo”), o del poder develador del andar (“No, jamás se vio tal cosa: / que lo bello a cada paso / se descalza en el ocaso / y la calle lo destroza”). Lo importante, parece indicarnos el autor, es mantener el registro del acontecer cotidiano, del lento devenir heracliteano —fue Hopkins quien describió la naturaleza, y dentro de ella todo este mundo, como un fuego heracliteano—, y qué mejor manera de lograrlo que elevando lo cotidiano a la inmortalidad del verso, que se fija en la memoria sin la pretensión de mantenerse impávido, sino de dinamizarse por medio de la repetición: (“El problema o el regalo / es el olvido de los versos”).

No es, por lo anterior, fortuito que con los gatos, la dicha facultad de la memoria sea un recurso, para el autor, paradigmático del ejercicio poético que sirve lo mismo para cristalizar un presente aparentemente insignificante (como el del verano inglés que atestigua el calentamiento global, los apretujamientos del metro de Ciudad de México, el soliloquio del David de Río de Janeiro o una reflexión desde Bruselas a partir de una pintura de Brueghel) como para señalar el último bastión del amor propio: “Capaz que no te acuerdas. / Capaz que sí, que memorioso / te imploré mendrugos de recuerdo […]. La ventaja de las penas absolutas / es que, propias, sustituyen / el deseo y la memoria”.

Se nota en Murgia la impronta de la tradición anglosajona en la arbitrariedad de los acentos y la primacía de la musicalidad sobre la métrica, en la creación de sustantivos a partir de otros injertados y en la oscuridad de ciertos versos que sólo destellan por la melodía de que son eco. Si los consideramos por sus manifestaciones poéticas, es claro que los versos del poemario se nutren de la misma cultura que nutrió los de Christina Rossetti, W. H. Auden o T. S. Eliot. Incluso podemos intuir la influencia de poetas escoceses como Tom Leonard: es muy probable que, desde la gestación de este poemario, su autor ya estuviera trabajando en la edición de Cardos y lluvia (2019), una bellísima selección de poesía escocesa contemporánea en la que participaron traductoras de la talla de Pura López Colomé, Flora Bottón-Burlá y Mónica Mansour, por mencionar algunas del Seminario Permanente de Traducción Literaria de la UNAM.

Las dos vetas que convergen en El mundo perdone, la del docente y la del traductor, se funden en un yo poético quizá más solemne que el académico pero no menos sesudo, original y, sobre todo —y en esto fiel a la escuela de Colin White— detonador de una escuela de lectores formados en la lectura atenta con miras a la objetividad del género poético. Quien lee los versos de que hablan estas líneas no puede sino suscribir el juicio de Sara García-Peláez en la presentación del libro: “El mundo no sé si perdone, pero sí que lo agradece”.

 

 

 

 

Poemas de Mario Murgia

 

 

 

EL BAR 

La falta de luz despierta
las pupilas: señal corpórea
de la noche convertida en alba nueva.
Es un mar de tactos líquidos y fieras.

Los labios palpan las mareas de sudores,
las sales de las pieles se diluyen
en el rancio alcohol de los perfumes.

Hay lenguas que, con papilas como escamas,
nadan por el vaho sólido del hielo,
mientras, en las zonas abisales por debajo
de las mesas, fermentan los despojos
de lánguidos amores sin agallas.

El barullo afirma aquello que la marea
De los cuerpos niega: el dolor acecha aquí
bajo atmósferas etílicas de profundidades
y de atisbos. Hay que ahogarlo, como a los
gatos indeseables.

Las penas tienen más de siete vidas
y al menos veinte dagas, retráctiles y agudas.

 

 

A LOS TREINTA 

Entreveo que a los treinta
uno ya no es uno sino

muchos, esparcidos como
mieses doradas al alba

de Cantabria. Al saberse
plurietéreo, el que uno era

vuélvese inconforme, pinto,
se extasía de colores:

se hace verano y otoño,
deja para necios otros

el amor primaveral
y el hastío del invierno.

Cuán gustosas las acciones
tras algunas nimias décadas

que quitan nada y nada aprietan.
Propongo lidiar con ellas

con manos y pies de seda,
acariciarlas dóciles

para evitar desencuentros
y a la unidad el regreso

solitario, nimio, ralo.
Son gozosos los plurales

en palabras y en las gentes
que se abrazan de los años

al igual que las parvadas
de gorriones a sus notas

o al madero del manzano.
Se me antoja conveniente

que los treinta den alivio
y tradúzcanse en simiente.

Mario Murgia Es catedrático de Letras Inglesas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Como académico, resaltan sus estudios sobre la obra de ... LEER MÁS DEL AUTOR