El entierro de Stevenson
Palabras de este mundo
Nueva poesía argentina
Selección y edición: Marisa Martínez Pérsico
Algunas palabras de este mundo
Quiere esta antología, junto con difundir las voces de treinta poetas argentinos nacidos entre 1970 y principios del siglo XXI, ser, con su eco preliminar de Árbol de Diana (1962), un homenaje a Alejandra, de cuya muerte se cumple medio siglo.
Celebrar, desde el guiño de su título, esos pequeños artefactos poéticos perfectos, esas piezas muchas veces brevísimas que dan cuenta de una subjetividad quebrada, de una orfandad metafísica, con unas dislocaciones pronominales que potencian el característico tono de tipo liminar pizarnikeano, siempre al borde, en el umbral o límite entre posibilidad e imposibilidad del decir. Poesía que es desamparo y morada. Claridad y oscuridad a la vez.
Las páginas que siguen son un intento de visibilizar y divulgar un repertorio de voces que se inscriben en distintas tradiciones líricas nacionales: hay derivas de la poesía conversacional, propuestas en clave realista, programas de carácter hermético, de indagación ontológica o continuadores de la tradición de la ruptura, estéticas herederas del neobarroco/neobarroso y de la poesía experimental, del riesgo, que se institucionalizaron en países como Argentina o México, especialmente durante la década del ’90. Poemas en prosa y otros que buscan el diálogo intergenérico o transmedial (lírica, narrativa, teatro). Poemas que no exceden una página (¿una pantalla?) y poemas largos memorables.
Esta muestra responde, además, a una vocación federal y extraterritorial. Incluye autores que nacieron y viven en distintas provincias argentinas –desde Salta hasta Tierra del Fuego– y otros radicados en el extranjero (Holanda, Francia, España), que encarnan una argentinidad poética ‘extraterritorial’ (George Steiner), ‘glocal’ (Vicente Luis Mora) y ‘posnacional’ (Bernat Castany).
Marisa Martínez Pérsico
Roma, octubre de 2022
Poemas de Mariano Rolando Andrade
Janis
Yo conocí a Janis, sí.
Fue en Nueva York, o antes, bastante antes, en París quizás.
No lo sé con certeza; hay cosas que uno no quiere recordar.
Y además, las ciudades se parecen tanto.
Sí estoy seguro de dos cosas: no fue en el Chelsea y no se llamaba Janis.
Estaba sentada en la barra de un bar del Village,
Sola de madrugada pidiendo jacks con coca.
Afuera, por la Sexta Avenida,
desfilaban jaurías de taxis vacíos.
No hablaba mucho, Janis.
No le hacía falta.
Tenía penas oscuras que no eran negras
pero brillaban como si lo fuesen.
Eso
y una inquietante sonrisa de media luna.
Yo conocí a Janis, sí.
Fue en Nueva York, o después, un poco después, en Buenos Aires.
Quién sabe; hay cosas que uno no quiere recordar.
Y además, qué importan los lugares.
Caminaba de madrugada por el empedrado de San Telmo
Y de repente se detuvo en una esquina y se quedó ahí.
Buscaba o esperaba algo, vaya uno a saber qué.
Tan intensa y quieta que daba pavor.
Ella, que en un segundo estallaba como una supernova.
No hablaba mucho, Janis.
O hablaba en una lengua indescifrable.
Un idioma de uñas pintadas de negro recorriendo el vidrio.
Una lengua de pies jugando con las patas de la banqueta.
Nunca sabías qué estaba pensando.
“Cosas mías”, decía, y callaba.
Yo conocí a Janis, sí.
Fue en Nueva York, o en París, o en Buenos Aires.
Pudo haber sido en otra ciudad; hay cosas que uno no quiere recordar.
Además, los lugares se confunden en la memoria.
Manejaba como una condenada por una avenida
que se metía sin esperanza en el sur de una ciudad.
Ahí donde la civilización cede al arrabal y se gesta el suburbio.
Parecía una rockstar cansada de ser leyenda, Janis.
La sonrisa de media luna, las uñas negras firmes en el volante.
Había tomado cinco, seis, siete jacks con coca.
No sé cómo hacía, tan menuda y tan exquisita.
Escuchaba música y miraba de reojo el sol
asomando entre los escombros y los edificios desparejos.
El pelo se le acomodaba sin artificios sobre los hombros.
Los músculos se contraían en las piernas desnudas.
El sur no tiene límites; me hubiese ido lejos con Janis.
Pasamos estaciones de trenes vacías y fábricas cerradas,
puentes mutilados, largos paredones con grafitis.
Recorrimos kilómetros ficticios planeando huidas.
El viento de la mañana nos resbalaba por la frente.
Y en un semáforo en rojo, después de mirarme y cerrar los ojos,
Ella, la que nunca hablaba o hablaba en otros idiomas,
se puso a recordar en el alba inmaculada del suburbio.
Habló de su primer trabajo, atendiendo en un locutorio de Constitución.
Tenía 19 años, dijo, y acababa de terminar la secundaria.
El negocio era del padre de una amiga, el barrio era filoso
y ella una chica bien de Adrogué, una chica rebelde de Adrogué.
Los chicos nos querían, comentó, y pisó el acelerador.
Al final de cada día, un rato antes de irnos,
poníamos la música alta mientras limpiábamos el lugar.
Los Stones, Janis, los Doors… Otras cosas también.
Mientras la escuchaba, traté de imaginarla a esa edad,
metida en un caos de cumbia y vendedores ambulantes,
putas, vagabundos, laburantes, travestis,
dealers, policías, colectiveros, pibitos solos.
No sin cierta vanidad —porque ella también era vanidosa—,
recordó entonces a un chico en particular,
Un chico que se cruzó una vez en el tren a Glew.
“Vos sos Janis, la del locutorio”, le dijo él, y se le declaró.
Yo conocí a Janis, sí.
No importa demasiado en qué ciudad ni en qué circunstancias.
Sí estoy seguro de dos cosas: no fue en el Chelsea y no se llamaba Janis.
Pero lo entendí al chico aquel.
Lo entendí perfectamente y lo envidié.
Lautréamont vuelve
Habla sentado a la mesa de cara
a la cuesta de Villiers de L’Isle-Adam.
Lo había encontrado en una esquina lejana,
Corrientes y Rodríguez Peña,
una noche después del Círculo.
Tenía 19, 20 años.
La tapa roja de Pellegrini,
la primera lectura en el 12 hasta Constitución,
y después en el Roca hasta Temperley.
Las noches en la pieza.
La novelita.
Ducasse, el endemoniado.
Al poco tiempo lo fue a buscar a París
al Faubourg Montmartre.
Todavía estaba la placa en la cour:
“¿Quién abre la puerta de mi cámara funeraria?
Había dicho que nadie entrase.
Sea quien sea, aléjese”.
Letras doradas gastadas con fondo negro.
Después siguió camino a Charleville.
Se creía Rimbaldiano.
Pasaron unos años y volvió a estar
meses y meses enfrente de ese número 7.
Tendría que haber reconocido la voz.
Pero se habían perdido de vista.
O él se había perdido. Como su fe.
Tanto tiempo en los caminos polvorientos
del desencanto y el abandono.
Llegó a pensar que Maeterlinck tenía razón
y la belleza indecible de fulgores cegadores
eran ahora ilegible demencia voluntaria.
Se fue de París y regresó. Dos veces.
No sintió ninguna mano en el hombro.
Había vuelto del destierro del polvo, sí,
pero difícilmente diría que había vuelto a creer.
Alguien le entregó un libro de tapas verdes,
la primera Pléiade para un tipo de cincuenta.
Pensó en Maeterlinck; abrió la cámara.
Entonces, ahí, en la cuesta de Villiers,
estaba de pie el endemoniado
esperando bajo los focos pálidos de otro siglo.
El entierro de Stevenson
De pie ante tu tumba blanca,
veo el océano que te trajo
y la jungla que te amparó,
las montañas que quizás
te llevaron a Escocia.
Veo a los jefes samoanos
recibir la noticia
“Ha muerto Tusitala”,
que partió de la casa en Vailima
una noche de diciembre.
De pie ante tu tumba blanca,
comprendo tus dos deseos:
llevar las botas puestas
y ser enterrado
en lo alto del monte Vaea.
Pocos son los papalagi
que han merecido lágrimas
en estas islas y mares
saqueados sin descanso
por las plagas de Occidente.
De pie ante tu tumba blanca,
gran Tusitala del norte,
veo las antorchas y escucho
los brazos de doscientos
surcando la tierra cuesta arriba.
El resto de Samoa se pregunta
“qué desgracia nos ha caído”,
y en la morada de Vailima
alguien prepara tu mortaja
y viste tus pies desnudos.
Llega la temida mañana ya,
tus anfitriones te acompañan
y los más fuertes cargan
el ataúd a lo alto de Vaea,
la cima de la tumba blanca.
Apia.