María Victoria Atencia

Certeza de la luz

 

 

 

 

Cuando las estaciones

Para Antonio Gamoneda

Cuando las estaciones o los años,

cuando el viento, cuando –puede ocurrir-

se trate de tu vida y se disponga

un beso aún en el borde de tus labios,

ya residuo final, testimonial de otros

tiempos con no menos disposición que ésta,

acógete en el espléndido otoño, a sus hacinas

de bárbaro fulgor –como decía Hopkins-

y apresta entonces tu deslustrado corazón:

la vida empieza ahora.

 

 

 

 

Certeza de la luz

 

Nada sé de este abrirse la luz de cada día

sobre la siempre mar y su orilla de siempre,

atenta sólo a sus modos usuales:

transige el sol penumbras que deciden por mí.

 

La paz os doy y déjoos

la paz cuando esa luz se afirme en la ribera,

la certidumbre de horas devueltas a mis lindes

que aguardan de la mar su secreto trasvase.

 

 

 

 

La Casa

 

Su natural tendencia a deshacerse se agrava cada noche:

aparadores, mantas, armarios se dislocan.

A veces me desvelo en la cruz de la araucaria

con la mano acogiendo una ardilla incisiva.

 

Vendrán la aurora y, luego, el mar perseverantemente roto,

y yo con él.  Está ya todo a punto: la casa se deshace.

Se me erizan escamas.  La resina.  La crema limpiadora.

La araucaria.  La ardilla.  Mi sueño insoportable.

 

 

 

 

El pájaro caudal

 

El pájaro que vuela sabe de un dios menor que sabe

-aunque a tientas- de un vuelo

que se proyecta a punta de lápiz en las cartas

frente a la infinitud de una noche o su número.

 

El pájaro solitario y caudal.  Quien a solas se alza

-San Juan no lo ha advertido- a solas

desabridamente cae.

 

 

 

 

Los tigres

 

No pruebes a entender la razón de los tigres

porque tu amor se asienta en un rugido

infinitesimal.  Paso los dedos

sobre este gato persa de Bengala, sobre

un solo su recuerdo que en cada noche cunde:

lo asedio con caricias que le debía aún

y él, ella cesa con su maullido cuando cerco

su cuello levemente y se le desorbitan

fijamente sus ópalos y me sigue mirando sin ademán arisco,

y la libero y quedo a esperas de su vuelta.

 

 

 

 

El puerto

Para Irene Guillén

Mi tapiado armazón o seno o suerte,

mi recto cuello sobre el desnivel

de un agua submarina, prosigue

sin otro abatimiento sobre el mar y sus olas

en la hora adecuada del deseo

en este puerto que a la luz se abre

sin otro afán que recobrar su nácar.

 

 

 

 

El triciclo

 

Dejaba atrás los blancos muros adultos.  Ronda

se iba perdiendo mientras yo daba vueltas

en el triciclo, ajena a sus paisajes.  Mi verano

de niña se agotaba igualmente en sus giros.

 

Algún hombre

pasó cejando atrás, con su carro, y entonces,

sólo entonces, tuve una clara percepción

de mis limitaciones y de mi desconsuelo.

Debía

haberme anticipado a un desencanto así.

 

 

 

 

Los castaños

 

Son demasiados ya los que me aguardan

tras la puerta encajada, me intentan

enviar sus continuas urgencias por los quicios

incluso del papel que ahora me ocupa,

o mientras friego

mis manos con activos ungüentos herbolarios:

penden

sus historias de las ramas ya ocres

de los castaños, itinerariamente de un octubre a otro.

 

 

 

 

El ángel

 

Llevaba sin saberlo en su garganta un ángel

que decía no haberlo consentido.

Un ángel

era para ella

un rostro amable suficientemente,

suspenderse en los últimos semitonos de Bach

o estarse luego habitadora en sitios

nunca conocidos.   Eso fuera

-a su manera, claro-un ángel verdadero.

 

 

 

 

Los helechos

 

Bajo el helecho un roedor sestea

y yo duermo también.   Son las plácidas horas

de la solar culminación del día.  Nada importan

ahora las demás, regladas por su uso.

 

Pediré en duermevela, casi desperezada luego,

despertarme –sin que ello me importe demasiado-,

para poder llegarme al quicio de las estaciones

y a su presunta belleza desmedida.

 

Se van a abrir las lilas de un momento a otro

y huele el aire a hace veinte años.  Me acojo

a su íntimo rincón.  La verdad

es siempre adolescente, a su pesar, e ingenua.

 

 

 

 

Las nubes

 

Alguien pone su pie sobre mi frente o vientre

y un animal se queja, extenso, en mi ribazo.  ¿De qué nubes,

de qué nubes se queja o qué despojo

del sol que me ensombrece ese pie que no sabe

cuándo llega el verano al ribazo y me llega

atosigadamente hasta el centro del alma?

 

 

 

 

Fango

Para José Bento

No es bastante, Victoria, que dejes en el fango

la pulcra huella de una desolación,

la aterida señal de tantas noches,

su incitación dudosa.

 

No será suficiente, aunque la iguana aúlle

durante todo un siglo desolado

en que fuiste dejando huellas de tacones,

y bien sabemos todos que la iguana no aúlla.

 

 

María Victoria Atencia Nace en Málaga, el 28 de noviembre de 1931. Desde muy joven estuvo ligada a los poetas integrantes del grupo Caracola. Es una de las expone ... LEER MÁS DEL AUTOR