Las sobras de arroz frío
POEMA DE LOS HADOS
Soy hija de Benito Mussolini
y de alguna actriz de los años 40
que cantaba la «Giovinezza».
Hiroshima encendió el cielo
el día de mi nacimiento y a mi cuna
llegaron, Hados implacables,
un hombre con muchas páginas acariciadas
donde yacían versos de amor y de muerte;
la voz furiosa de Pablo Neruda;
bajo su corona de ceniza, Wilde
bello y maldito,
habló del esplendor de la Vida
y de la seducción fatal de la Derrota;
alguien grito «muera la inteligencia»,
pero en ese mismo instante Albert Camus
decía palabras
que eran de acero y de luz;
la Pasión ardía en la frente de Mishima;
una desconocida sombra o máscara,
puso en mi corazón el Paraíso Perdido
y un verso;
«par delicatesse j’ai perdu ma vie».
Caía la lluvia triste de Vallejo
se apagaba en el viento la llama de Porfirio;
en el aire el furor de las balas
que iban de Cúcuta a Leticia, se cruzaban
con los cañones de «Casablanca»
y las palabras de su canción melancólica:
«El tiempo pasa,
un beso no es más que un beso…»
Así me fue entregado el mundo.
Esas cosas de horror, música y alma
han cifrado mis días y mis sueños.
LA PATRIA
Esta casa de espesas paredes coloniales
y un patio de azaleas muy decimonónico
hace varios siglos que se viene abajo.
Como si nada las personas van y vienen
por las habitaciones en ruina,
hacen el amor, bailan, escriben cartas.
A menudo silban balas o es tal vez el viento
que silba a través del techo desfondado.
En esta casa los vivos duermen con los muertos,
imitan sus costumbres, repiten sus gestos
y cuando cantan, cantan sus fracasos.
Todo es ruina en esta casa,
están en ruina el abrazo y la música,
el destino, cada mañana, la risa son ruina;
las lágrimas, el silencio, los sueños.
Las ventanas muestran paisajes destruidos,
carne y ceniza se confunden en las caras,
en las bocas las palabras se revuelven con miedo.
En esta casa todos estamos enterrados vivos.
UNA ROSA PARA DYLAN THOMAS
Murió tan extraña y trágicamente
como había vivido, preso de un caos
de palabras y pasiones sin freno… no
consiguió ser grande, pero fracasó
genialmente….
Dylan Thomas
Se dice: «no quiero salvarme»
y sus palabras tienen la insolencia
del que decide que todo está perdido.
Como guiado por una certeza deslumbrante
camina sin eludir su abismo;
de nada le sirven ya los engaños
para sobrevivir una o dos mañana más:
conocer otro cuerpo entre las sábanas destendidas
y derretirse pálido sobre él
o reencontrarse con las palabras
y hacerlas decir para mentirse
o ser el otro por el tiempo que dura
la lucidez del alcohol en la sangre.
En la oscuridad apretada de su corazón
allí donde todo llega ya sin piel, voz, ni fecha
decide jugar a ser su propio héroe:
nada tocará sus pasiones y sus sueños;
no envejecerá entre cuatro paredes
dócil a las prohibiciones y a los ritos.
Ni el poder ni el dinero ni la gloria
merecen un instante de la inocencia que lo consume;
no cortará la cuerda que lleva atada al cuello.
Le bastó la dosis exacta de alcohol
para morir como mueren los grandes:
por un sueño que sólo ellos se atreven a soñar.
BABEL Y USTED
Si las palabras no se arrugarán, si
fuera posible ponérselas cada mañana,
como una blusa o una falda, previo
uso del quitamanchas, el cepillo y la plancha.
Si no se pudieran pronunciar ya más
por lo brilladas y rodillonas.
Si, después de un largo viaje, se
botaran como la maleta, tan descosida,
tan llena de letreros y de mugre. Si no se
cansaran, si fuera normal y corriente
someterlas a chequeo médico cada año,
con diagnósticos y exámenes de laboratorio,
vitaminas y reconstituyentes y hasta
menjurjes para la anemia. Si las
palabras hicieran sindicato en defensa
de sus fueros más legítimos y reclamaran
indemnizaciones por abuso de confianza
a aquellos que las tratan como a violín
prestado. Si algún día hicieran huelga,
¿qué opina usted, García?
LAS SOBRAS DE ARROZ FRÍO
Amo la tierna berenjena
de carne amarga y suave
y color de las grandes penas.
El curry me llevó a esos mundos
populosos, de gentes, de olores y de dioses.
La alcachofa, mi flor preferida,
se desviste, hoja a hoja,
sobre el plato y me ofrece su
corazón
que es dulce y se derrite.
Deliro con el cordero,
el recién nacido y cocinado en sus jugos,
aromas y sustancias del campo
de Castilla.
Un sushi de mariscos misteriosos
me reveló los sofisticados ritos
de un pueblo que suspira con
las flores del almendro.
Mas es en mi ciudad, en mi casa,
en mi cocina y sin platos ni manteles
donde he conocido el placer verdadero.
Ya de noche y en silencio el mundo,
tomé de la nevera arroz blanco,
sobras de otros días,
apenas hervido con agua y aceite:
ahora perlas deslucidas, duras y secas,
heladas.
Y así pasaron de mi mano a la boca.
Y así gocé del simple,
vergonzante y oculto placer
que todas las cocinas guardan.