María Mercedes Carranza

Dolencias de una casa

 

 Por Santiago Espinosa

 

La palabra arrastra un cortejo de fantasmas insatisfechos, es el poeta, atento a su pulso, quien debe lidiar con ellos si quiere encontrarse un tono. Para jugar con la vieja distinción de Ferdinand de Saussure, cada signo divide su hazaña entre dos regiones: el habla y la lengua. Hay poetas de la lengua, intentan devolverle a los vocablos un sentido, creando un mundo alternativo desde la distancia. Otros, es el caso de María Mercedes Carranza, escogen en el habla de todos los días su territorio de conflictos. Van hacia el centro de la escena y en ella perseveran, tratando de rastrear en las rutinas nuestros hilos rotos.

Nadie como ella, podríamos decir ahora que no está, supo nombrar el desasosiego en su violencia y dolor: “Así me fue entregado el mundo./ Esas cosas de horror, música y alma/ han cifrado mis días y mi sueños”, y esto por sus poemas como por el liderazgo ejercido desde la Casa de poesía Silva, la que podría ser la aventura poética más importante que haya tenido el país desde la revista Mito.

Incluso en los espacios de lo íntimo, de donde nace buena parte de esta poesía, logró una conexión con los tiempos que hacen de esta obra, breve pero continua, uno de esos momentos singulares donde lo público y lo privado se toman de la mano en el poema. Y es la historia una autobiografía y la autobiografía una iluminación de la historia.

María Mercedes, cercana desde la infancia a los centros del poder, con su padre “El poeta” y su partido conservador, las tentativas políticas con el liberalismo y la Unión Patriótica -a contramarcha del padre en este caso-, su papel en los periódicos más prestigiosos, a menudo confundía el país con la imagen de la casa. De esta mirada hegemónica que habla y se duele desde el centro, reconociéndose ella misma como ruina y complicidad, nace la más devastadora de todas sus metáforas:

 “LA PATRIA

Esta casa de espesas paredes coloniales
y un patio de azaleas muy decimonónico
hace varios siglos que se viene abajo.
Como si nada las personas van y vienen
por las habitaciones en ruina,
hacen el amor, bailan, escriben cartas.
A menudo silban balas o es tal vez el viento
que silba a través del techo desfondado.
En esta casa los vivos duermen con los muertos,
imitan sus costumbres, repiten sus gestos
y cuando cantan, cantan sus fracasos.
Todo es ruina en esta casa,
están en ruina el abrazo y la música,
el destino, cada mañana, la risa son ruina;
las lágrimas, el silencio, los sueños.
Las ventanas muestran paisajes destruidos,
carne y ceniza se confunden en las caras,
en las bocas las palabras se revuelven con miedo.
En esta casa todos estamos enterrados vivos”.

A sabiendas de que hablar sin conciencia era ser cómplice de un orden mentiroso, escogió el siglo que le tocó en suerte como objetivo y espejo. “Soy un dechado del siglo XX”, dice su poema “Patas arriba con la vida”. Hacia él se lanzó desde lo alto para encontrar algo de aquella vida que le había sido negada. Basta una breve enumeración para rastrear este desgarramiento: los tiempos de La Violencia partidista con sus matanzas anónimas. Palabrería de funcionarios y negocios, las Dictaduras. Luego los años del Frente nacional, la mentira vuelta repartición y ecuación fácil. Las desapariciones, las torturas, el exterminio de la Unión Periótica; televisores cada vez más envilecidos por la cultura mafiosa. Y las masacres paramilitares con la complicidad del estado y de las elites, una guerrilla que secuestraría a su hermano.

Cuántas desilusiones para un mismo cuerpo, cualquier casa se habría venido abajo. María Mercedes, que desde muy temprano intuiría que la historia anidaría en ella, de lo exterior a lo interior. Que de niña veía que aquellas calles de “Ledesma”, España, donde “…la vida era aún los desastres de la guerra…”, habrían de convertirse en el emblema de sus días -“…una niña, por las calles,/ hacía ya sus primeros recuerdos/ y algunas de sus futuras desolaciones”- quizás también sospecharía que la relación encontraría su reciprocidad, de adentro hacia y afuera. Y ella misma, cuidando en sus palabras la enfermedad de un siglo, habría de convertirse en una víctima colateral de sus dinámicas.

 

El habla contra sí misma

María Mercedes Carranza encontraría sus comienzos poéticos en una reflexión que parte del habla para darle la vuelta y que por aquellos años comenzaba a irradiar con sus sospechas la escritura latinoamericana:

“….Si las palabras no se arrugaran, si
fuera posible ponérselas cada mañana…
…Si no
se cansaran, si fuera normal y corriente
someterlas a chequeo médico cada año…”.

Hay que decir que los versos de Vainas y otros poemas, publicados en el 72, por sí solos no lograrían un acontecimiento verbal. La actitud con que enfrenta estos asuntos, sus temas, en principio no hace sino traer a Colombia el espíritu retador de la Anti-poesía de Nicanor Parra, algo tardío en el país quizás por el deslumbramiento frente a los Nadaístas: aquella vuelta a la “escoria” de lo trivial como el que habla de la vida sin mayúsculas ni guantes. Una palabra autocrítica, consciente de que una estética sin ética que la ironice y la sitúe, la vuelva mundo, es cómplice o artífice de una reinante estupidez.

Y sin embargo, puestos en contexto, los poemas de Vainas significan una complejísima respuesta a las lógicas de su tiempo, como lo advertía desde las páginas de la Revista Eco Ernesto Volkening. Y no sólo por su supuesta novedad, no, sino por el carácter personal que estas temáticas adquieren en la pluma de María Mercedes. Esto ocurre en buena medida porque estos actos de habla, aparentemente aislados, nacen o se contraen desde un escenario como Bogotá: ciudad que en las constantes migraciones y el heteróclito de sus barrios, nunca se había permitido una genuina reflexión sobre sus vocablos, al menos no una distinta a la gramática y los catálogos folclóricos. En Bogotá, creen sus habitantes, se habla un tono neutro e idóneo, cuando lo que se esconde es la negativa política para entender la situación de un habla, enrarecida por la violencia y los cruces forzados, particularmente vulnerable a la chatarra importada. Un modelo de poder central nunca ajeno al control de los lenguajes, y que pareciera no querer descansar hasta borrar los matices verbales del resto del país.

Que una poeta –mujer para más escándalo- tome el habla de las calles y le mida el pulso, significa entender las dolencias de una ciudad sitiada, amenazada desde sus expresiones más básicas. En esta palabra aparentemente descuidada y simple es donde irrumpe la inequidad de los órdenes. Se pone en evidencia la trivialidad y los respetos serviles, las “palabras correctas para las damas” y los dobles sentidos, una verdad anestesiada por las “Academias”. Para decirlo brevemente, son los silencios cómplices de una ciudad los que se nombran e ironizan desde este libro, sacados de lo profundo hacia la superficie.

El drama con el lenguaje es personal desde un comienzo. Su desafío a las palabras también es la incapacidad amenazante del que no puede encontrarse un rostro en ellas: “…si no me pongo el sombrero al/ entrar ni me lo quito al salir, todo es porque no veo/ el sitio para reconocerme,/ para recordarme, para parecerme, no lo veo”. Acaso lo que oculte este heredar parodiando, poesía que critica la poesía, sea la respuesta de una mujer que le ha tocado escribir en los espacios donde su padre escribió, que debe hacer de esta palabra tornasolada hábito y crítica, sacudirla de su afán lastimero para que pueda adentrarse nuevamente en la aspereza de una vida en comunidad: “…Si/ es cierto que alguien/ dijo hágase/ la Palabra y usted se hizo/ mentirosa, puta, terca, es hora/ de que se quite el maquillaje y/ empiece a nombrar, no lo que es/ de Dios ni lo que es/ del César, sino lo que es nuestro/ de cada día”.

Lo que para otros fue moda o salida, grito político, en la poesía de María Mercedes adquiere un dolor que la reclama en el lenguaje. Un afán de retratarse o encontrarse tras el afán iconoclasta, y de ahí la abundancia de memorias y retratos incluidos en el libro. Ella arremete contra los símbolos patrios como la que de veras quiere un país y no una pancarta inútil. Se mofa de los modales de la clase alta, sus hábitos y costumbres.

Como en su poema a Bolívar, acaso el momento más logrado del libro, esta crítica a un país de estatuarias con “paja en la boca”, mortuorio como sus bronces, lo que pretende es que el gesto se “sacuda de la lluvia, los laureles y tanto polvo” para volver a moverse desde una nueva espontaneidad. Es aquí cuando esta poesía del “Anti” se vuelve afirmadora de la vida en su reverso.

El humor de este libro es un astringente retórico contra la proliferación de las retóricas. Tiene razón Fernando Garavito cuando señala: “Esta es la cruzada en la que ella se empeña. Devolverle a las palabras su sentido auténtico del expresar, que han perdido a lo largo de siglos dañinos, de prevenciones sin cuento, de mentiras conscientes, de fastidios. Su obra entera –la de María Mercedes Carranza– es una lucha constante contra el engaño, contra el disimulo, contra el doble sentido”. En este esfuerzo porque las palabras expresen, desnudas de maquillaje, el intento de una mujer que trata de hallarse un camino en una ciudad fracturada, que poco a poco los ha ido cerrando.

 

Dialéctica de las puertas

Como prueba de que estos lenguajes liberados de sí mismos querían volverse comunidad. Abrir el diálogo hacia una comprensión abierta del sinsentido, para recordar la expresión de Hannah Arendt, María Mercedes Carranza, en textos de prensa y conferencias, iría ampliando estas búsquedas de un habla personal hacia la necesidad de que las palabras de los otros se escuchen y hagan eco.

Antes que una renuncia a los sentimientos y al misterio, riesgo de una poética desacralizadora, lo que buscaba era un poema abierto, que regresara a la calle y a la vida para volver a emocionar, recuperar la expresión de una sociedad amordazada por el miedo. O como lo diría ella misma años después de publicar su primer libro: “poesía que nos incite a llorar, a perdernos en un loco amor, a reírnos, a inquietarnos a no caer en la indiferencia frente a nuestra vida y la vida del vecino, trampa que nos tiende una realidad saturada de malas noticias”.

Con frecuencia se olvida, entre las malas noticias de hoy y las malas noticias de mañana, que los principales estragos de un país violento podrían residir en las esferas del lenguaje. Los tiros silencian las visiones de mundo de quienes advierten la herida, hace que reinen en lugar de sus palabras un cortejo de fantasmas y promesas irresueltas. Pueblan de silencios cómplices la vida de quienes sobreviven, “matando a la muerte” en sus rutinas diarias, levantan un velo de amenazas o recelos entre pueblos y vecinos.

La violencia indigesta de odio el testimonio, obnubilando la posibilidad de la evidencia. Llena de esquirlas y metrallas las relaciones, pues una vez declarada la rivalidad, sus paranoias, las palabras van afilándose lentamente como cuchillos perversos, desconfiadas del diálogo serio y de sus alcances expresivos.

Todas estas reflexiones llevarán a esta joven poeta, entonces periodista de la revista Nueva Frontera, a la necesidad de plantear una casa de poesía para los tiempos de violencia. En el año 85 publica una denuncia sobre el estado lamentable en que se encontraba la residencia en que murió José Asunción Silva. Desde entonces proponía que en este mismo sitio se fundara un Centro de la cultura que planteara disyuntivas, una Casa reflexiva.

Fundar una casa de poesía donde Silva se mató, con sus talleres y su biblioteca, su librería de poesía y su revista, no sólo supone un homenaje al poeta colombiano desde el que comenzaron tantas cosas. Supone reconocer la singularidad de una muerte específica en medio de un país de masacres, habituado a la masificación de las estadísticas cuando no a la completa indiferencia. Una protesta contra la sordera –ésta también violenta–, que llevó a la sensibilidad a dispararse un tiro de gracia. Escribía María Mercedes Carranza en la primera edición de la Revista Casa Silva, y que apareció algo después de la fundación, en 1987:

“El país hoy necesita diálogo, es decir, necesita de la poesía. No se crea, como tantos proclaman con sorna y desprecio, que la poesía elude la realidad, que es un anestesiante o un medio de distracción de los verdaderos problemas. Nada de eso: la poesía, en un discurso diferente al discurso político, toca los problemas esenciales del hombre…pero además, en momentos como este, en el que se han degradado los valores básicos de una colectividad y especialmente el respeto a la vida y los términos elementales en medio de los cuales debe desarrollarse la convivencia dentro de una sociedad, la poesía reitera y afirma hasta desgañitarse esos valores: otra razón para usar y abusar de ella”.

Esto decía la poeta desde las puertas de la Casa. Y de algún modo lo logró durante más de quince años. Pero de puertas para adentro, en la intimidad de su escritura, ocurría una búsqueda paralela tan significativa y dramática como la de la vida pública. María Mercedes hablaba afuera de una poesía que exaltara la vida de los otros y la propia. Adentro, al regresar a la soledad de sus habitaciones, “la trampa” la esperaba abreviando los relojes: “…y de súbito el deseo demente/ de llegar a la trampa, hundirte entre sus paredes…”

La poeta criticaba las máscaras de la costumbre, esas palabras que habría que “asesinar” por “mentirosas”. Sólo que alguien estaba detrás de estas máscaras. La presencia de un alma lacerada que volvía hasta sus asuntos, y que tenía miedo:

“Miradme: en mí habita el miedo.
Tras estos ojos serenos, en este cuerpo que ama: el miedo.
El miedo al amanecer porque inevitable el sol saldrá y he de verlo,
cuando atardece porque puede no salir mañana
Vigilo los ruidos misteriosos de esta casa que se derrumba,
ya los fantasmas, las sombras me cercan y tengo miedo…”

Ni siquiera esa palabra necesaria, que tanto imploraba desde sus columnas de opinión, podía ser bálsamo suficiente para reconciliar los días: “…Nada me calma ni sosiega:/ni esta palabra inútil, ni esta pasión de amor,/ ni el espejo donde veo ya mi rostro muerto…” Son estos los tiempos de Tengo miedo, libro publicado en 1983 –tres años antes de haberse fundado oficialmente la casa–, y que junto con los poemas de Hola soledad (1987) considero como el mayor legado de esta obra.

Con las páginas de Tengo miedo asistimos al encuentro de una palabra franca, que pasa cómodamente de lo privado a lo público. Son una suerte de arqueología lograda desde el encierro. Cosas y recuerdos, despedidas. También hay un cuerpo que es erotismo, franca desnudez, pero ante todo una memoria orgánica que nunca miente y en la que el siglo ha introyectado espasmos profundos: “Si a tu ventana llega el siglo veinte trátalo con cariño que es mi persona”.

En todo lo que mira o toca esta palabra es personal y necesaria. Se busca un espejo para entrar en el dolor de los demás, tanteándose en los cuartos, o simplemente urde  un retrato de los otros para volver a sus asuntos una vez más, admirada y confundida. Esto último ocurre en la segunda sección de libro, “Espejos y retratos”, breve colección de lecturas y fantasmas: “Artaud entre palabras”, “Paulo Uccello”, “Una roda para Dylan Thomas” y esa “…dosis exacta de alcohol/ para morir como mueren los grandes:/ por un sueño que sólo ellos se atreven a soñar.”

Al interior de la poeta, como en las calles de la Capital colombiana, siempre parece que hay algo a medio hacer o que se está derrumbando. Hablo de la ciudad donde esta poeta nació escogió la muerte, la Bogotá de 1982 que encuentra en estas palabras cotidianas el acto reflejo de sus encrucijadas: “La ciudad que amo se parece demasiado a mi vida; nos unen el cansancio y el tedio de la convivencia/ pero también la costumbre irremplazable y el viento”, nos dice.

Como si hablar con franqueza no fuera un precio demasiado alto para tener una vida sincera, lo privado abrió sus defensas para alojar los dolores de lo público. Tal es el espíritu de Hola soledad (1987), tercero de sus libros. Rastrear en lo interior aquello que en nosotros se despide: “…la vida es esto que muere:/ una mano alzándose que ya es polvo y raíces,/ la palabra que se venga del desamor y la derrota,/ el olor de un jabón frotado a los 10 años/ esta tierra herida que contiene huesos y naufragios”.

Adentro un holocausto de palabras, heridas por el uso y la violencia. Afuera de las ventanas un “paisaje destruido”. Entre dos aguas o dos ruinas, derribadas las puertas, la poeta comienza a entender la marcha fúnebre de los poemas de su padre, y desde ellos escribe in memoriam: “En mis palabras busco oír el sonido/ de las aguas estancadas, turbias/ de raíces y fango, que llevo adentro”.

 

La casa en ruinas

No tiene demasiados poemas a la violencia, pero su poesía podría ser leída desde ella o hacia ella. Aquello que proclamaba en actos públicos: “poetas alzados en almas”, “poesía contra la violencia”, tenía un correlato en su escritura, así fuera por la decisión ética de no nombrar en el poema estos horrores.

Cuando fue asesinado su amigo Luis Carlos Galán, aquel “18 de agosto de 1989”, candidato a la Consulta liberal y seguro el ganador de la contienda presidencial, la misma violencia iría sitiando sus lenguajes, completando los síntomas de un habla que se enferma. Dice María Mercedes Carranza en un poema que tiene el mismo nombre de esta fecha imborrable:

Este hombre va a morir
hoy es el último día de sus años.
Amanece tras los cerros un sol frío:
el amanecer nunca más alumbrará su carne…

En su corazón de piedra
el asesino afila sus cuchillos…”

Aquel contrapunto entre la intimidad del candidato asesinado y la llegada trágica del “tiempo de los asesinos” (el epígrafe del poema es de Rimbaud) también es la demolición de un refugio, marca la entrada de esta poesía de cuartos en la intemperie de la historia.

En adelante, lo sospechamos, se trata de una hazaña que no tiene regreso. Al leer las Maneras del desamor, publicado en 1992, su colección de poemas más desprendida de los hechos políticos, más personal y desenfadada, en principio se pensaría que esta poesía nace de un desencuentro amoroso digno de los mejores boleros, algo parecido a lo ya hecho por Darío Jaramillo en sus Poemas de amor y de los que este libro es heredero en más de un sentido. Pero a diferencia de los poemas de Jaramillo, los de María Mercedes parecerían ser muy sensibles a los tiempos de penumbra que se estaban viviendo, al margen del amor o el desamor de los directamente implicados. El trasfondo de los sucesos parecería rondar a estos amantes como una sombra.

Si en “18 de Agosto de 1989” se nos cuenta de la  intimidad de Galán a través de las voces del país, en muchos de estos poemas es el país convulsionado el que habla a través de la intimidad. Como si el amor y el desamor, más que finalidades, fueran pretextos para hablar de los estragos que ha dejado la violencia en nuestras relaciones afectivas: “Ambos, podría jurarlo,/ tuvimos la certeza/ de habernos sobrevivido”. La situación de una mujer específica, sitiada violentamente dentro y fuera de casa, y que ahora se despide desde todas sus intimidades: “No más amaneceres ni costumbres,/ no más luz, no más oficios, no más instantes. /Sólo tierra, tierra en los ojos/ entre la boca y los oídos…”

Arrinconada en una violencia trágica, que mata a los amigos y sus promesas. Sometida a una violencia épica que deja sus pequeños estragos sobre la intimidad, vuelve las palabras cotidianas afiladas lancetas, María Mercedes Carranza escribe El canto de las moscas (1998). Libro que transita dolorosamente, sin esperanza, en las regiones de una masacre donde ya no hay afuera ni adentro, personas ni sucesos. Sólo la puesta fantasmal de unas palabras sin memoria:

“URIBIA

Cae un cuerpo
y otro cuerpo
Toda la tierra
sobre ellos pesa”.

En una migración a la inversa de la del país, el centro se desplaza hacia la periferia de un país muerto, se duele en lo lejano de sus nombres que son humo. La palabra se ha vuelto ceniza y hueso, escombro de otras palabras que ahora son cáscaras rotas. O como lo describía el mexicano José Emilio Pacheco en el prólogo que abre el volumen de las Poesía Completa (2004) de María Mercedes, publicada un año después de su muerte: “El canto de las moscas permanecerá como la elegía más sobria y también más doliente a las muertes plurales y a las víctimas anónimas… los nombres -Necoclí, Dabeiva, Humadea, Ituango, Taraira, Cumbal, Soacha- forman la letanía de la sangre, la música de nuestra interminable danza macabra. Y los poemas son epitafios colectivos rodeados de silencio por todas partes, un silencio que se opone al estruendo de las armas y al clamor de los gritos”.

 

Una cita con las sombras

Tras el secuestro de su hermano, la Casa Silva lideró en 2003 una gigantesca demostración de la poesía contra la violencia colombiana: Descanse en paz la guerra. De todos los rincones del país llegaron poemas y epitafios, testimonios. En la Plaza de Toros de la Santa María, a contramarcha de los violentos, la poesía volvió a mover con sus palabras a un país anestesiado por las balas. Pero algo andaba mal, un título fúnebre, de su poesía íntima y suicida, se abría camino en el mundo de lo público. Se habían caído todas las máscaras. Sólo quedaba esperar por el desenlace.

Sus poemas póstumos, entre el “Martini” y las “Sobras del arroz”, la negativa a ir al trabajo, nombran esos pequeños placeres de la vida. Alguien podría pensar que aquello era una derrota “del enemigo”; “la vida que lucha consigo mismo para subsistir”, como bellamente define Cortázar la esperanza.

“Todo es posible para el poeta, excepto la vida” lo recordaba Cioran. Cuando María Mercedes se estaba convirtiendo en un símbolo mundial de la paz y la resistencia, llegó a su casa la noche del 10 de Julio del año 2003. No atendió los mensajes en el contestador, las cartas. Y olvidándose de los asuntos pendientes, “…para morir como mueren los grandes/ por un sueño que sólo ellos se atreven a soñar”, abrió el frasco de pastillas que jamás cerraría.

Al mismo tiempo, al otro lado de la ciudad, un joven de 18 años trabajaba sus primeros poemas. Conocería en pocos días a la directora de La Casa Silva y esperaba una respuesta que lo impulsara a seguir con la escritura o a abandonarse del todo. Hoy, varios años después, soy el que sigue esperando para que me devuelvan esa cita. Y escribo estos párrafos dispersos en un intento por conciliar, comprender. Dejar que estas sombras se marchen hacia el lugar del que partieron.

 

 

-Santiago Espinosa
Escribir en la niebla
14 poetas colombianos
Colección: Estudios literarios
Valparaíso ediciones, 2015

 

escribir-en-la-niebla-14-poetas-colombianos

 

 

Santiago Espinosa (Bogotá, 1985). Poeta, ensayista y traductor. Profesor de la Universidad de Central y del Gimnasio Moderno, donde dirige la Escuela de Maestros. Egresado en Literatura y Filosofía en la Universidad de los Andes, con una Maestría en Filosofía de la misma institución. Es autor de Escribir en la niebla, compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos, y de los libros de poesía Los ecos (2010), Lo lejano (2015), El movimiento de la tierra (2017), ganador del Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2016, y de las antologías Luz distinta (México, 2017) y Para llegar a este silencio (2017), publicada por la Universidad Externado. La editorial Planeta publicó El libro de los animales, poemas para niños de todas las edades, de la que fue compilador. Este año se publicó en Italia Detrás de lo que escribo siempre hay lluvia, antología de sus poemas traducida por Emilio Coco.

María Mercedes Carranza (Bogotá, 1945 – 2003).  Poeta y fundadora de la Casa de Poesía Silva. Una de las voces más representativas de la poesía colombiana. E ... LEER MÁS DEL AUTOR