“Daytona Beach” y otros poemas
El corazón de mi madre
Solo por hoy
qué me importan las bombas caídas,
los puentes volados en Ucrania,
si en menos de una hora
el corazón de mi madre
descarriló dos veces.
Allá dentro
sobre el acero quirúrgico
están contando los coágulos de sangre.
Como Ucrania, ruedan con olor
a pólvora.
De este lado del puente,
hijas sin madre corrían a la deriva.
Del otro, madre sin hijas
clavaba los ojos en algún punto fijo.
Observaba de frente al enemigo.
¿Cuánto tiempo nos queda para continuar
siendo nuestro propio enemigo?
¿Qué en el mundo hay tristeza, violencia,
trauma, destrucción,
separación?
Demasiado grande
(apenas le cabe en el pecho)
el corazón de mi madre lo aprendió rápido.
Y eso no la hizo buena ni mala.
Solo la proveyó de resistencia bíblica.
Ella llora.
Madre la ha rechazado tumbándose delante de un tanque.
Prefiere renunciar a ser levantada
como levantaron a Lázaro.
Apoyada contra un pedazo de muro yo,
que no soy ninguna María.
Sacudiéndose la nieve,
ya vuelve el doctor.
Nos dice que colocó el titanio.
También que nunca había restaurado
esa clase de arteria, ni sostenido
entre sus manos un corazón
más acorde a su tiempo.
Tropecé con Laura
Las cenizas de los parques viajan.
Se meten debajo de las uñas.
Entre los dientes.
Por los ojos.
Encima de la lengua.
Entre los cartílagos.
La pequeña cicatriz de la mano,
quiere.
No importa cuánta tierra ingrata.
Las malezas por las que debió cruzar.
Laura nunca para
de sorprender.
Laguna de Monte
Entre los matorrales
el bote había encallado,
claro que me levanté.
Ellas seguían remando:
la meta era Okinawa.
Gritaron: no tires el ancla.
Tíralo, gritó la grulla
que de Okinawa
venía.
(para Susana Dakuyaku)
Daytona Beach
Que nos extraviamos
y que entramos por la puerta de atrás, es cierto.
También que arrastras nuestras maletas por el inhóspito pasillo
hasta la habitación del fondo.
Parecemos malas.
Pero ni aun así merecemos ese guiño de ojo.
¿Tu madre sabe que guiñas así el ojo?
Deberías contarle que has perdido la inocencia.
Nosotras pronto te olvidaremos
detrás de esa ventana
por la que pagamos tres días y tres noches,
a menos que también escurras el mar
y te lo lleves.
Ocurrió en Chicago
Unos le dicen ruta de la muerte.
Otros la llaman ruta 66.
Yo estaba parada en la confluencia
entre Jackson Boulevard y Michigan Avenue,
observándola de lejos.
De lejos también observaba Michigan.
Mi vida posible allí.
Había un lago en el medio
que también prefería Michigan.
Los bancos miraban a Michigan.
Y los árboles se inclinaban en la misma dirección.
A mi espalda estaba Chicago,
la ciudad donde más colillas de cigarros se aplastan.
Tal vez por eso decida mudarme a Chicago
y porque cada baldosa tiene su desesperado.
Para escuchar jazz los ángeles y los demonios
se dan cita en un bar.
La camarera deja caer su máscara.
Bebe de tu cerveza.
Yo le digo Molino Rojo.
Ellos lo llaman Green Mill.
Hostalín Barcelona
El pordiosero que está a punto de salir
por Gerona a la Gran Vía
pudiera ser Gaudí.
Si Gaudí fuera
pronto lo pisará
un tranvía.
Por la manera
en que mueve las manos
y da los últimos pasos
hacia la moto
parece Gaudí.
La moto no es un tranvía
pero dobla por Bailen
hacia la Gran Vía
como si lo fuera.
Seis metros arriba
(justo sobre la cabeza del pordiosero),
en vano grito.
Lista para el rescate
una vez y otra
me lanzo por las escaleras.
En ningún sitio aterrizo.
Y ya no se si continúo siendo yo
o quedé atrapada en algún agujero negro
y lo que debuta es mi fantasma.
Polaris
Esa estrella no me sirve para nada.
Me confunde con un ser
de carne y hueso.
Con un viajero.
Ya estoy en el norte.
¿Para qué más norte?
Si al menos me cayera
de la tierra.
Pero no, Nunavut.
Big bang
La tierra es un plato.
Es una manzana.
Un globo.
Es una píldora.
La tierra atrae.
Expulsa.
Con fuerza
la tierra odia.
La tierra ama.
Los niños la rayan.
Juegan a lanzar barcos.
Aviones.
De niña devoré bosques.
A ciegas,
una isla tras
otra.
El desierto de Atacama.
De plata, un mar.
La tierra vive
dentro de una escopeta.
Cada tanto se dispara.
Los dinosaurios que desaparecieron
luego de habitarla
por más de trescientos siglos
son la prueba.
Y eso que los dinosaurios eran dioses
y que se estiraban,
en lugar de encogerse
como tú.
Como yo.