María Elena Hernández Caballero

“Daytona Beach” y otros poemas

 

 

 

 

 

El corazón de mi madre

 

Solo por hoy

qué me importan las bombas caídas,

los puentes volados en Ucrania,

si en menos de una hora

el corazón de mi madre

descarriló dos veces.

 

Allá dentro

sobre el acero quirúrgico

están contando los coágulos de sangre.

Como Ucrania, ruedan con olor

a pólvora.

 

De este lado del puente,

hijas sin madre corrían a la deriva.

 

Del otro, madre sin hijas

clavaba los ojos en algún punto fijo.

Observaba de frente al enemigo.

¿Cuánto tiempo nos queda para continuar

siendo nuestro propio enemigo?

 

¿Qué en el mundo hay tristeza, violencia,

trauma, destrucción,

separación?

Demasiado grande

(apenas le cabe en el pecho)

el corazón de mi madre lo aprendió rápido.

Y eso no la hizo buena ni mala.

Solo la proveyó de resistencia bíblica.

 

Ella llora.

Madre la ha rechazado tumbándose delante de un tanque.

Prefiere renunciar a ser levantada

como levantaron a Lázaro.

 

Apoyada contra un pedazo de muro yo,

que no soy ninguna María.

 

Sacudiéndose la nieve,

ya vuelve el doctor.

Nos dice que colocó el titanio.

También que nunca había restaurado

esa clase de arteria, ni sostenido

entre sus manos un corazón

más acorde a su tiempo.

 

 

 

 

Tropecé con Laura

 

Las cenizas de los parques viajan.

Se meten debajo de las uñas.

Entre los dientes.

Por los ojos.

Encima de la lengua.

Entre los cartílagos.

La pequeña cicatriz de la mano,

quiere.

No importa cuánta tierra ingrata.

Las malezas por las que debió cruzar.

Laura nunca para

de sorprender.

 

 

 

 

Laguna de Monte

 

Entre los matorrales

el bote había encallado,

claro que me levanté.

 

Ellas seguían remando:

la meta era Okinawa.

 

Gritaron: no tires el ancla.

Tíralo, gritó la grulla

 

que de Okinawa

venía.

 

(para Susana Dakuyaku)

 

 

 

Daytona Beach

 

Que nos extraviamos

y que entramos por la puerta de atrás, es cierto.

También que arrastras nuestras maletas por el inhóspito pasillo

hasta la habitación del fondo.

 

Parecemos malas.

Pero ni aun así merecemos ese guiño de ojo.

¿Tu madre sabe que guiñas así el ojo?

Deberías contarle que has perdido la inocencia.

 

Nosotras pronto te olvidaremos

detrás de esa ventana

por la que pagamos tres días y tres noches,

 

a menos que también escurras el mar

y te lo lleves.

 

 

 

 

Ocurrió en Chicago

 

Unos le dicen ruta de la muerte.

Otros la llaman ruta 66.

Yo estaba parada en la confluencia

entre Jackson Boulevard y Michigan Avenue,

observándola de lejos.

De lejos también observaba Michigan.

Mi vida posible allí.

Había un lago en el medio

que también prefería Michigan.

Los bancos miraban a Michigan.

Y los árboles se inclinaban en la misma dirección.

A mi espalda estaba Chicago,

la ciudad donde más colillas de cigarros se aplastan.

Tal vez por eso decida mudarme a Chicago

y porque cada baldosa tiene su desesperado.

Para escuchar jazz los ángeles y los demonios

se dan cita en un bar.

La camarera deja caer su máscara.

Bebe de tu cerveza.

Yo le digo Molino Rojo.

Ellos lo llaman Green Mill.

 

 

 

 

Hostalín Barcelona

 

El pordiosero que está a punto de salir

por Gerona a la Gran Vía

pudiera ser Gaudí.

Si Gaudí fuera

pronto lo pisará

un tranvía.

Por la manera

en que mueve las manos

y da los últimos pasos

hacia la moto

parece Gaudí.

La moto no es un tranvía

pero dobla por Bailen

hacia la Gran Vía

como si lo fuera.

Seis metros arriba

(justo sobre la cabeza del pordiosero),

en vano grito.

Lista para el rescate

una vez y otra

me lanzo por las escaleras.

En ningún sitio aterrizo.

Y ya no se si continúo siendo yo

o quedé atrapada en algún agujero negro

y lo que debuta es mi fantasma.

 

 

 

 

Polaris

 

Esa estrella no me sirve para nada.

Me confunde con un ser

de carne y hueso.

Con un viajero.

 

Ya estoy en el norte.

¿Para qué más norte?

Si al menos me cayera

de la tierra.

Pero no, Nunavut.

 

 

 

 

Big bang

 

La tierra es un plato.

Es una manzana.

Un globo.

Es una píldora.

La tierra atrae.

Expulsa.

Con fuerza

la tierra odia.

La tierra ama.

 

Los niños la rayan.

Juegan a lanzar barcos.

Aviones.

De niña devoré bosques.

A ciegas,

una isla tras

otra.

El desierto de Atacama.

De plata, un mar.

 

La tierra vive

dentro de una escopeta.

Cada tanto se dispara.

Los dinosaurios que desaparecieron

luego de habitarla

por más de trescientos siglos

son la prueba.

Y eso que los dinosaurios eran dioses

y que se estiraban,

en lugar de encogerse

como tú.

Como yo.

 

María Elena Hernández Caballero (La Habana, Cuba, 1967). Poeta y narradora. Sus últimos libros publicados son: La noche del erizo (Editorial Casa Vacía, poesía ... LEER MÁS DEL AUTOR