Maria do Rosário Pedreira

Arte poética

 

 

(Traducción al español de Jerónimo Pizarro y Nicolás Barbosa López)

 

 

 

De Una casa con palabras dentro

 

 

Arte poética

 

En una novela, una taza es tan sólo

una taza, que puede derramar

café sobre un poema, si el poeta,

entiéndase bien, es el personaje.

 

En un poema, así esté manchado

de café, la taza es con seguridad el

puño de una mano; por donde yo

bebo el mundo, en éxtasis, si tú,

entiéndase bien, eres el poeta.

 

En nuestra novela, yo no soy siempre

quien debe llevar las tazas a la mesa

donde nos sentamos cada noche, enlazando

las manos, para comentar que la lata del café

se terminó, pero pensando que es la vida

la que ya se ha adelantado mucho para los

libros que todavía quisiéramos leer.

 

En mi poema no necesitamos café

para mantenernos despiertos: mi

boca está siempre en el borde de tu mano,

todos los días hay páginas en tus ojos,

la vida se escribe y nunca envejecemos.

 

 

 

 

Menos mal

que no morí de los momentos en que

quise morir; que no salté del puente,

ni cubrí las muñecas de sangre, ni

me acosté en los rieles, allá lejos. Menos mal

 

que no até la cuerda a la viga del techo, ni

compré en la farmacia, con una receta falsa,

una dosis de sueño eterno. Menos mal

 

que tuve miedo: de los cuchillos, de las alturas, pero

sobre todo de no morir completamente

y quedarme por ahí —aún más perdida que

antes— escrutando sin ver. Menos mal

 

que el techo fue siempre demasiado alto y

yo ridículamente pequeña para la muerte.

 

 

 

 

Si yo hubiera muerto de uno de esos momentos,

no oiría ahora tu voz, que me llama

mientras escribo este poema, que acaso

no parece, pero es un poema de amor.

 

Escogieron ser otras personas. Y, cuando dicen mar,

tienen ojos súbitamente azules y hacen gestos

que evocan la oscilación de las olas junto al puerto.

 

Gritan todas las noches lo que no osarían murmurar

por la mañana en la intimidad del cuarto; porque en su boca

remueven dos lenguas y sólo una de ellas reconocen

del espejo donde ya vieron desfilar todos los rostros.

 

Se dejan coronar por un halo de luz blanca

que los persigue y ya los ha traicionado otras veces.

Y se comportan como pequeños dioses efímeros, sujetos

a las conspiraciones de unos pocos hombres que pueden,

con la misma mano, ofrecerles la copa y el veneno;

se doblegan para merecer su aplauso o su compasión.

 

Después cae el telón. Se van a casa. Y son otras personas.

 

 

 

 

El gato te recuerda en los intervalos. Espera

con ojos encendidos las historias que nos cuentas.

Se pasea inquieto sobre mi parapeto y eriza

el pelo, cómplice, cuando presiente que regresas.

 

Siempre llegas de noche. Sé quién eres y a lo que vienes

y te ofrezco el silencio de un pequeño cuarto apartado,

la sombra trasera en mi piel, el tiempo

de repetir un gesto inevitable. Te oigo contar

la misma leyenda con labios siempre nuevos. La aprendo

y la olvido. Nunca la sabremos de memoria, ni el gato ni yo.

 

Luego partes. Te llevas contigo tu voz, pero la música

se queda. Cierro los portones lentamente. El gato maúlla bajo

la ventana. Nadie gesticula: guardamos con los otros

el secreto de tus visitas. Ambos. El gato y yo.

 

 

 

 

Ven a verme antes de que muera de amor: la sangre

se enfría dentro de mi cuerpo y las rosas desfallecen

en mis manos. Desde mi cama oigo la tempestad

en los continentes; y ya he querido partir, dejar que el viento

se llevara mi maleta por ahí; hice planes de recorrer el mundo

para olvidarte… pero nunca llegaba a abrir la puerta.

 

Ven a verme mientras no me muero, pero ven de noche:

la luz subraya la agonía de un rostro y quiero que me recuerdes

como yo podría haber sido. Desde mi cama veo el sol

tatuando las costas de mi país; y ya soñé que lo perseguía,

que dibujaba tu nombre en el terciopelo de la arena y sentía

la vida latiendo en esa palabra como un músculo tenso

escondido bajo la piel… pero después me despertaba y no iba.

 

Ven a verme antes de que me muera, pero ven deprisa:

los libros se me caen del regazo y el moho avanza

sobre la ropa. Desde mi cama siento el perfume de las hojas

caídas en los caminos. El otoño ha llegado. Y el cuarto

está frío de repente. Y tú sin venir. Ahora

quiero acostarme en la alfombra de musgo del jardín y oír

cómo late en mi pecho el corazón de la tierra. Los gusanos

se alimentan de los sueños del que muere. Y tú no vienes.

 

 

 

 

Mi mundo ha estado esperándote; pero

no hay flores en las jarras, ni velas sobre la mesa,

ni retratos escondidos al fondo de los cajones. Sé

 

que un poema se escribiría entre nosotros dos; pero

no compré el vino, no cambié las sábanas,

no perfumé el escote del vestido.

 

Si oigo hablar de ti, me conmueve tu nombre

(pero ni pensar en suspirarlo a tu oído);

si me dicen que vienes, el cuerpo es una hoguera:

crepitan brasas en mi pecho, airadas, y respiro

con la violencia de un incendio; pero parto

antes de saber cómo sería. No me preguntes

 

por qué el sol se mata en el filo de los días

y mi mundo continúa esperándote:

siempre hubo cosas de soslayo en los paisajes

y amores imperfectos; Dios tiene las manos grandes.

 

 

 

 

Madre, quiero irme: la vida no es nada

de lo que me dijiste cuando mis senos empezaron

a crecer. El amor fue tan parco, la soledad tan grande,

se marchitaron tan deprisa las rosas que me dieron…

si es que me dieron flores, que ya no estoy segura, pero tú

debes recordarlo porque dijiste que eso ocurriría.

 

Madre, quiero irme: mis sueños están

llenos de piedras y de tierra; y, cuando cierro los ojos,

sólo veo unos ojos parados en mi rostro y nada más

que la oscuridad por encima. Aún por encima, maté todos

los sueños que tuviste para mí: tengo la casa vacía,

me acosté con más hombres que cuantos amé

y el que amé de verdad nunca se despertó a mi lado.

 

Madre, quiero irme: ninguna sonrisa se abre

camino en mi rostro y los besos se acedan en mi boca.

Sabes que no me gusta dejarte sola, pero esta vez

no me llames por mi nombre, no me pidas que me quede…

las lágrimas me impiden caminar y tengo que irme,

tú lo sabes, la tinta con la que escribo es la sangre

de una herida que se fue apoyando en mi pecho como

una cama se encariña con el cuerpo que va viendo crecer.

 

Madre, me voy: esperé toda la vida por quien

nunca me amó y lo perdí todo, hasta el miedo a morir. A estas

horas las calles están desiertas y las ventanas invitan al viaje.

Para quedarme, bastaría una voz que me llamara, pero

esa voz, tú lo sabes, no es la tuya… la última canción sobre

mi cuerpo hace ya mucho que sonó y desde entonces los días

fueron siempre tan largos, y el amor tan parco, y la soledad

tan grande, y las rosas que dijiste que un día llegarían

vendrán ya mañana, pero esta vez, tú lo sabes, no las veré marchitarse.

 

 

 

 

Si yo pudiera morirme hoy como tú te me moriste esa noche,

y tumbarme en la tierra; y tener una cama de piedra blanca y

una manta de estrellas; y no oír sino el rumor de las hierbas

que brotan de noche, y los pasos diminutos de los insectos,

y el canto del viento en los cipreses; y no temer a las sombras,

ni a los pájaros negros en mis brazos de mármol,

ni a haberte perdido: no tener miedo a nada. Si yo pudiera

 

cerrar los ojos en este instante y olvidarme de todo:

de tus manos tan frías cuando extendí las mías esa noche;

de que no hayas dicho la última palabra que me haría salvarte, dejando

incluso que yo lo preguntara todo; de que hayas insultado a la vida

y llamado a la muerte para enseñarme que tu cuerpo

se había rendido, que ibas a matarte en mí y que era tarde

para que yo pensara en devolverte los días que robé. Si pudiera

 

caer en un sueño helado como el tuyo y dejar de sentir el dolor,

el dolor incomparable de verte despierto en todo cuanto he escrito,

porque fue por el poema que me amaste, el poema fue siempre

lo que valió la pena (el resto eran los gestos que no cabían

en las manos, las fresas que el verano impuso); y si yo pudiera

 

dejar de escribirte esta mañana, el día tiembla en la línea

de los tejados, la vida duda tanto, y si yo pudiera morir,

pero te oigo respirar en mi poema.

 

 

 

 

Al llegar los vientos los caballos comenzaron

©Índigo–2014 (Nuria P. Serrano)

 

Al llegar los vientos los caballos comenzaron

a relinchar con sed y ansias por partir.

Ella los observó todos, muy agitados,

desde la ventana sin vidrios.

 

Abandonó entonces su templo de brumas

y escogió el más joven, aquel que el sol

aún podría dorar – y que era también el único

que conocía los desiertos de la vida,

las arenas donde se hieren los ojos y los pasos.

 

Le dio de beber con sus propias manos en concha

y, durante muchos días, le alisó el pelo

en la misma dirección en que los vientos soplaban.

Lo montó una noche sin recelos ni sillas

y partió hacia el norte, donde le habían dicho

que los sueños adoptan colores y formas fascinantes.

 

Poco se cuenta, no obstante, de ese viaje que los diablos

interrumpieron por razones que el destino no conoce.

A medida que ambos se alejaban, el caballo iba decidiendo

los rumbos y ganando alas – alas que ella misma

le había dado sin saber que así lo liberaba.

 

Cuando se quedó sentada en el suelo

entre guijarros y cardos

y lo vio proseguir solo, levantando polvaredas

que los vientos traían hasta sí, se lavó los ojos

en el agua límpida del lago y se miró en él.

Entonces, tuvo la certeza de que fue el caballo

quien la había escogido, y no al contrario.

Maria do Rosário Pedreira La escritora portuguesa Maria do Rosário Pedreira nació en 1959, en Lisboa. Completó sus estudios superiores en la Universidad Clásica d ... LEER MÁS DEL AUTOR