Cuando yo muera, no digas a nadie que fue por ti
Los siguientes poemas pertenecen a la antología:
Una casa con palabras dentro, Huerga y Fierro, Madrid, 2017
(Traducción al español de Verónica Aranda).
PEDRO
Contaban las sirenas que en la tempestad de sus ojos
los barcos adormecían aturdidos, cansados de las mareas;
que sus besos sabían a mar y que en su piel curtida
por el sol estaban los destellos de las olas a mediodía;
que sus hombros hacían pensar en promontorios y que en ellos
las mujeres dejaban naufragar las manos y los labios;
que una noche había tocado la luna con sus dedos-mástiles
y oyó una voz dentro de sí, llegada de muy lejos;
que era tan hábil con las redes, como con las palabras.
Alguien fue a pedirle que abandonase los peces
por los hombres. A cambio, recibiría
un templo eterno, una llave, el privilegio de decidir
todos los lugares de lluvia, un nombre nuevo
para poder negar todo lo que vio antes.
BÁRBAROS
Venían de lejos, empujados por los vientos, y escondían
en las manos un puñado de arena fina para no olvidarse
del olor de los desiertos. Subieron a la montaña y,
con una rama quebrada, se pusieron a trazar el contorno
del lago y los caminos tortuosos de las primeras márgenes.
El agua les fascinaba, como a los caballos que traían
alados y sin crines para llegar siempre más pronto.
Esa noche acamparon en el valle. Asaron un venado. Brindaron por
las mujeres que habrían de tener. Y se durmieron
más lejos del cielo.
Soñaron con el fuego para no tener que cortar el trigo.
Por la mañana, la planicie estaba aún más plana.
Antes de un lugar está su nombre. Y aún antes
el viaje hasta él, que es otro lugar
más discontinuo e innombrable.
Recuerdo
el cuadriculado verde de las colinas,
el sol entretenido por los tejados a lo lejos,
los rebaños empujados en los caminos,
un perro pequeño que se arriesgó en la carretera
¿Íbamos o veníamos?
Los gatos se resguardan de la lluvia.
Alguien dice tu nombre en la ventana,
mientras mira las aves que parten hacia el sur.
Hay una memoria empañada de otro otoño,
cenizas en el patio,
el perfume de algo que muere, pero no duele.
Cuando yo muera, no digas a nadie que fue por ti.
Cubre mi cuerpo frío con una de esas sábanas
que colmamos de besos cuando marcaban otras horas
los relojes del mundo y no había aún quién supiese
de nosotros; y llévalo después junto al mar, donde pueda
ser solo un poema más, como aquellos que escribía
en cuanto la madrugada se apoyaba en las ventanas y yo
tenía miedo de acostarme sola con tu sombra. Luego deja
que en mis brazos se posen las aves (que, como yo,
traen entre las plumas la nostalgia de un verano cargado
de pasiones). Y planta a mi alrededor una sarta de rosas
blancas que llamen a las abejas y una hilera de árboles
que perfumen la noche… porque la muerte debe ser clara
como la sal en la cresta de las olas, y la ceguera siempre
me asustó (y ya me cegué de amor, pero no le cuentes
a nadie que fue por ti). Cuando muera, déjame
viendo el mar desde lo alto de un peñasco, y no llores ni
roces con tus labios mi boca fría. Y prométeme
que rasgarás mis versos en trozos tan pequeños
como pequeños fueron siempre mis odios; y que después
los lanzarás en la soledad de un archipiélago y te irás sin mirar
hacia atrás ninguna vez: si alguien los ve de lejos brillando
en la polvareda, pensará que son flores desvestidas por el viento, estrellas
que se han escapado de las tinieblas, gotas de luz, lágrimas de sol,
o plumas de un ángel que perdió las alas por amor.