Marcelo Rioseco

La vida doméstica y otros textos

 

 

 

La poesía es una forma de valentía

“La poesía es una forma de valentía”, afirma Bolaño
pero yo he conocido tantos cobardes
que escribían buena poesía.
La poesía no es nada, Roberto
en el mejor de los casos es un salto al vacío,
una danza de leopardos drogados
en la imaginación febril de algún loco,
como los poemas de Mario Santiago,
como tú mismo Roberto y tus amigos
los puñetas mexicanos,
los jóvenes poetas de Chile,
los infamados que entienden la ternura
como una forma magnífica de la bondad
y son habituales de los hospitales
siquiátricos y las casas de huéspedes,
como Leopoldo María Panero
quien creía que al Paraíso
también van los que dan asco.
La poesía tampoco es la música
porque la mejor música nadie la conoce.
La poesía no es asunto de valientes,
a las ratas también les gustan
los poemas bien escritos.
Pero tal vez sí tengas razón, Roberto
y la poesía sea una forma de valentía
porque la poesía también es
para los que no pueden más,
los que abandonan, los inconformistas,
los que ven cosas luminosas
detrás de los cristales sucios de la conciencia
y aun así perduran contra todo pronóstico.

 

 

 

La vida doméstica

La vida doméstica
es la manera más rápida de matar la locura de un poeta
y también es la manera más rápida de matar al poeta.

Le leo mi poema sobre Roberto Bolaño a Claudia.
Claudia me mira y después de una pausa
pregunta: “¿Quieres comer? Los filetes de salmón
todavía están en el refrigerador.”
Bolaño desde los desiertos de la muerte
donde está ahora, me guiña un ojo y dice:
“No sabía que te gustaban
los filetes de salmón, Mauricio.”
Claudia se ha ido, pero al rato regresa,
como Cristo cuando andaba aburrido.
Mientras tanto yo trato de comprender
cuál es el problema con el salmón
y si debo o no escribir este poema.
“No derrames más la leche en la cocina”, exclama.
Busco a Bolaño, pero esta vez su imagen
se ha evaporado entre mis libros
y los platos sucios con comida.
Quizás ya estamos todos muertos
como los peces inmóviles que arrastra el río.

 

 

  

Un mundo de falsa madurez

Todos mis hijos están muertos,
murieron cuando les negué la semilla
con la cual habrían arribado a este mundo.
Murieron cuando renuncié a la madre de ellos
para que no pudieran encontrar en la matriz
la otra parte de la vida que les faltaba.
“Nadie nos espera”, me dijeron.
“Es cierto. No vengan, nadie los espera.”
Y desistieron sin decir nada, con abundancia
para que yo nunca tuviera una edad precisa
y pudiera habitar un mundo de falsa madurez.
¿Cómo puedo ser alguien si solo he sido yo,
si no encuentro mi rostro en otro rostro,
si mis palabras no han moldeado a mis hijos
en la comprensión de un amor sin límites?
Así hablo, sin lograr comprender
cómo se prolonga la sangre en el mundo
y se reparte como si fuera un don invisible
porque no lo es, porque no es necesario
creer en dones para construir una casa
donde los hijos puedan dormir en paz.
¿Qué hacer entonces con la esperma
que se derrama sobre una tierra estéril
y se seca al primer contacto con el calor?
¿Qué hacer con un rostro como el mío
el cual no puede prolongarse en el tiempo
sin alcanzar una monstruosa deformación?
Pienso en un túnel desmantelado, en semillas
jóvenes y secas, en la supresión de mi propia sangre
y no encuentro sino al hijo que yo mismo soy.
Nunca alcancé la edad del padre (ni al padre mismo)—
demasiados años me demoré en un sueño
cuyo mundo era de una falsa madurez.

 

 

 

Y también lo hicimos ayer

Escribe sobre dunas blancas
bajo tormentas rojas,
sobre mujeres solas en el metro
que deambulan como perdidas en un sueño,
sobre aquellos que se doblegan
ante la fuerza de las probabilidades
—y son como santos desconocidos
en ciudades cercanas al mar—;
sobre los fracasados
y los que no pueden retornar a sus países,
sobre la locura del poder
y los despojados por la policía
(bastante tenemos en Sudamérica
con los hijos impuros de la violencia).
“Hay una ventaja en observar
el mundo de esta manera”, me dice.
“El abismo también se puede ver
en el fondo de una taza de café.”
Hoy nos agitamos demasiado.
Como flores sacudidas
por los intermitentes impulsos de la indolencia
hemos perdido la visión prematuramente
y ya no sabemos cómo contenernos.
Pero hoy —y también lo hicimos ayer—
(a pesar de las tormentas
y las nuevas velocidades)
regresamos a casa,
otra vez,
sanos y salvos.

 

 

 

Mi país

Si Fitzgerald hubiese nacido en mi país
lo habrían acusado de frívolo.
Si Truman Capote hubiese nacido en mi país
lo habrían acusado de aprovechador y arribista.
Si Hemingway hubiese nacido en mi país
lo habrían acusado de arrogante,
atropellador o cerdo chovinista.
Si T.S. Eliot hubiese nacido en mi país
lo hubiesen acusado de desclasado y académico.
Pero ellos no nacieron en mi país
(afortunadamente)
porque en mi país el gran Gatsby, old sport,
se hubiese muerto del aburrimiento.
Truman Capote se habría ido a vivir a New York
donde al menos alguien hubiese leído sus libros.
Hemingway se hubiese suicidado a los 25 años
y Eliot sería indudablemente argentino.
Mi país, como una gran tierra baldía
está librado a su suerte y a la locura de sus dioses.
Mi país, como un páramo desolado
sacudido por una oscura tormenta roja,
también significa muerte, tiempo y olvido.

 

De La vida doméstica se dice…

Marcelo Rioseco (Concepción-Chile). Ha publicado Ludovicos o la aristocracia del universo (1995), libro con el cual ganó en 1994 el Primer premio ... LEER MÁS DEL AUTOR