Marcelo Pellegrini

Ese que canta un aria frente a mi ventana

            

 

 

 

AMANECER

El bosque arrulla sus cristales. El agua y el viento forman en los arrecifes una cascada. Alba: primer incendio que inunda las estrellas. Más tarde, bajo la henchida furia de la luz oceánica, la sal y el sol respiran buscando un aire que no es de aquí ni tampoco de allá. Rocas y árboles escuchan la conversación del mar, y las gaviotas, suspendidas en el aire, no dejan de mirar el vaivén de la espuma que trata de besarlas con estrépito.

 

 

MEDITACIÓN SOBRE EL MAL

Mueren los abedules de Europa
en la coraza del invierno.
La luna estalló como un volcán y su sonido
llenó de terror el vacío.
Son los cuerpos enterrados vivos
los que hablan del verano,
sus voces una señal de humo que sube
entre los bosques moribundos
después de quemar la carne
en la guarida de la serpiente.
Las nubes, sin moverse,
se desplazan con el viento hacia el sueño
mientras el invierno transforma la tierra
en una roca que respira.
Habrá de nuevo nieve fresca en los caminos.

 

 

ESE QUE CANTA UN ARIA FRENTE A MI VENTANA

Ese que canta un aria frente a mi ventana
a mitad de la calle
está luchando contra la inminencia del invierno.
Sus brazos son dos ramas de árboles peladas
que se mueven con el calor de las cuerdas vocales
mientras su voz se arrastra como las hojas caídas
del otoño que pasó como fantasma.
La canción anuncia selvas blancas,
bosques de hielo, el beso helado
de la noche sobre las copas de los árboles.

Miro su ceremonia musical:
salutaciones a un atardecer de ámbar
a lo lejos, en el bosque, detrás del mar
asentado en un oeste imaginario
que toma la forma del cuenco de su cabeza,
variaciones del oleaje, la forma de la espuma
al caer en la orilla, la resaca
que le enseña el vigor y la fuerza,
los rumores que se acrecientan bajo la arena.
Desde esas orillas vuelve la voz
a esta calle donde, frente a mi ventana,
el aria no es más que viento
cantando sobre la nada.

 

 

LOS DELATORES

En las puertas del templo está el Padre,
las cadenas de Pedro,
el mármol de la estatua,
los recovecos
del ojo y las costillas.

El Padre venera al sol
porque Él es ese sol extinto como un volcán,
la dicha de su quietud
encallada como nave entre los roqueríos,
el resplandor de su silencio
contrario a la muchedumbre
más curiosa que fiel.

Presencia de lo humano,
madre de la percepción,
Padre que todo lo entiende
sin que medien palabras
entre lo que mira y lo que existe.
La paloma vuela sin aire,
Él piensa sin lenguaje.
Cómo será experimentar el fuego
sin que el fuego queme,
cómo será ver claro
el mundo tal cual es,
cómo será ver la idea,
porque el fuego es la idea,
la idea de sí mismo que él
bebe como licor en un banquete.

Designios inmortales
en las columnas del templo,
profundidad y juicio
mientras la certeza invade
los ámbitos más secretos.
Hay un río invisible
que corre por esas columnas,
hay hojas que de los árboles
caen silenciosas
y nos compadecen.

El Padre de ojos delatores
está asomado al vacío. La nube
lo contempla.
La fijeza de su mirada
es la fijeza del pensamiento prístino,
claro como si la transparencia fuera
la manifestación de la cosa misma.

El Padre piensa con indolencia la escena:
la fragilidad de la espuma,
las variaciones del color,
el orden del lenguaje,
fantasmas que en la noche pierden su reino
para recuperarlo en las batallas del amanecer.

Si el río es un pensamiento, el Padre se mueve
con el río, silencio sobre silencio
en los recovecos del ojo y las costillas,
en el interior de las columnas del templo.
Las imágenes se hunden
bajo espesas nubes.

El Padre mide palabra a palabra la magnitud de su soledad.
Ser un delator de todo lo que se ve, piensa.
El espíritu y el espacio están vacíos.

 

 

PIEDRA EXTRAVIADA EN EL ORO

1

No temas el calor que emana de las piedras:
el calor sólo existe en la imaginación
de la calle inclinada repleta de las voces
que los ríos humanos llevan siempre consigo.
Desembocan las voces en lo tibio del aire
cual levedad que brota del centro de la noche,
ella misma una piedra extraviada en el oro.

 

2

Los cuatro ríos hechos piedra de peregrinos
en la plaza ovalada, muy cerca de las cúpulas,
las estatuas que miran absortas la ciudad
sumidas en un grito detenido en el tiempo,
las nubes de ceniza como bosques lejanos,
el eco de los valles que besan las estrellas,
doliente madrugada de un canto ya perdido.

 

3

Los ásperos metales se ciernen sobre el río.
Llegaron con la lluvia de noche y sin aviso
trayendo la tormenta como preñez de nubes.
Viajan sobre el espejo de ese río que lleva
sus voces en sordina cargadas de luciérnagas,
el oro de su curso que se pierde a lo lejos
y se vuelve un tesoro que iremos a buscar.

 

 

LA DISOLUCIÓN DEL SUJETO POÉTICO

El sol es un pecado de juventud
dijo la sombra que se paseaba
por el naranjo visto a través del agua.
Es hora de asestar los cuchillos del calor
de defenderse con un escudo azul como
este cielo de agónica canícula
reventada en el cénit.
El sol no perdona a las piedras
no conversa con las estatuas
ni se sienta a beber en los atrios.
El sol rodea el ocre
de este bosque de espejos sangrientos
con el amor de su ojo sin párpado
que reparte las agujas de sus besos.

El sol me pone de un lírico sudor insoportable
mordida de un corazón adicto
y silencioso como el pájaro en su vuelo.
Pero yo quiero ahora estar mudo
ante la efusión lírica de este momento.

Una paloma llegó al atrio.
Tiene una pata deforme
y cojea entre las lozas
como el mendigo que
pide unas monedas
en la escalinata
que lo conduce a la eternidad.
Paloma y Mendigo es el nombre
de esta iglesia donde el viejo
de mármol mira hacia la puerta
que lo conduce al infierno
con cadenas iluminadas
con monedas
con su barba como impronta.
Viejo musculoso y sabio,
puede tomar al mendigo en sus brazos
y llevárselo con la paloma coja
en su hombro.
Llego a ver el espectáculo, pero es muy tarde:
la iglesia ha cerrado. La
efusión lírica
sólo alcanza para una foto.

No hay tiempo para las tumbas
pero sí para las lápidas:
Aquí yace tal y tal
murió de esto
o destotro,
vivió entre tales y tales años
querido esposo, padre y abuelo
tomó agua, bebió sol,
se meó en la cama
hasta la vejez.
Sus últimas palabras fueron:
“Ah, ese bastardo”.

La locuacidad del agua
me conmueve hasta las lágrimas.
En la catástrofe empírica,
la desdicha bajo el puente
entre las flores y las ratas.
Nada que hacer, salvo contemplar
el discurrir de la espuma
y las gaviotas, esas piedras volantes
que mastican el cielo y lo deshacen
en graznidos.
Las gaviotas echan de menos a los cuervos
mientras el agua y los puentes
piensan que para ellos no hay
orillas sino pura soledad embancada
en la zozobra.

Marcelo Pellegrini (Valparaíso, Chile, 1971). Estudió literatura en la Universidad Católica de Valparaíso y desde 1997 reside en Estados Unidos, en donde e ... LEER MÁS DEL AUTOR