Yo soy el hijo de la noche
A PEDRO LEMEBEL, POETA DE LOS MARGINADOS
Un poeta acaba de morir al sur del adiós.
En la misma premonición.
Ni por simpatía le regalaron un minuto con gran dosis de azúcar.
Murió el poeta y ya.
Se siguen destapando las botellas a veces sin motivo
Y dando recompensa a quien nos traiga de las orejas al narrador
De lo innombrable, a quien desde la ebriedad nos hace oler
Ese montón de sillas apiladas en un rincón del desierto.
Se fue el poeta.
Se murió como un emperador -haciendo bromas-.
Hace tiempo que él era un desconocido y que cambiaba los rumbos
Para que nadie cayera en las garras de quienes hacen promesas de lealtad.
Todos los días alguien muere como un poeta o aprende a morir como un poeta.
No es tan difícil.
Hay que aprender a deducir con mucha presteza dónde
Se hacen los besos más perfectos y dónde la ternura es anacrónica.
Hay que intuir si quien regala premoniciones es un creyente legítimo
O simplemente huye pretextando cumplir ciertas infames tareas de amor.
Ha muerto el poeta y parece que se ha llevado sus precipicios,
Sus manglares, su bandada de loros y el armario donde guardaba su rostro.
Murió en el instante preciso, ahora nunca más pagará impuestos a nadie.
Cuando partió el poeta la incolora tristeza fue carcomida por el salitre
Y en lo más alto de la amargura se dibujó, sin prisa, la espada del azar.
Arequipa, 2015 enero 24
MÁS ALLÁ DE LA MURALLA
La perfección no existe en el universo, la misma nada
es imperfecta. ¿Cuántas veces hemos besado de memoria?
Muchas. ¿Cuántas veces hemos espiado desde una enramada?
Muchas. ¿Cuántas veces hemos chapoteado en un arroyo?
Muchas. ¿Cuántas veces nos hemos prostituido por amor?
Muchas. ¿Cuántos humildes de corazón se yerguen sobre
los escombros del cinismo? Muchos. Es así que la perfección
es una palabra vaga donde ni la tristeza quiere
levantar su morada; ciertos alquimistas la comparan
con las grandes ciudades absurdamente construidas con
rezos y nubes verdosas. La perfección es más grande
que la locura expuesta en una charola incandescente,
mucho más que las piernas dilatadas de la ajena experiencia,
un poco menos que la maldición de los sentidos.
Si alguien deseara ser perfecto primero que experimente
las convulsiones de la luz submarina, que con serenidad
espante los gatos de la noche, que atrape la sombra del
asesino con una mirada fugaz, que descubra una caja fuerte
de cocaína en la caverna del más preferido deseo.
Ni el hambre ni la soledad ni la muerte ni las frutas,
ni el vacío ni las emociones ni los sueños ni los ángeles
ni el cuerpo que busca otro cuerpo en la llanura
ni la tétrica boca llena de enfermizas estrellas,
nada huele a perfección ¿Milagros?, hasta los elefantes
hacen milagros pequeños. Lo único perfecto es el corazón
del espejo peregrino (Eduardo Galeano en sus Venas Abiertas,
página 134, cuenta que «los dioses africanos continuaban
—continúan— vivos entre los esclavos de América»), aquel
espejo venido en medio de una eternidad maldita,
¿son negros los dioses de los negros? ¿De qué color
son los dioses de los Dakota/Sioux/Cheroqui/Hopi? Ni los
dioses tienen la misma piel. El destino de cada dios
es distinto: hay flores que curan la neumonía, otras
que devuelven la virilidad, otras gimen en el centro
de la selva virgen pero sirven para curar el mal de patria.
Hay dioses y hay flores para todos los gustos,
si no tienes gusto te quedas sin dios y sin flor,
es lo mismo que quedarse desnudo y cubierto por un enjambre
de moscas metafísicas. Está escrito: «Quien busca, encuentra».
Está escrito, solamente. A veces se busca y se busca, y
no se encuentra nada. La nada, después de todo, es algo.
La nada tiene una memoria prodigiosa, jamás agoniza,
siempre está clavada en la pared con su ojo inclinado,
dispuesto a la fantasía habitual.
La perfección no comienza con uno mismo ni va galopando
hacia los demás; los demás no existen, están ahí, pero no lo son.
¿Qué decir cuando te hablan en nombre de la utopía?, ¿a qué
perro tirarle un desvanecido hueso?, ¿a qué paisaje quitarle
sus tres sílabas?, ¿a qué muerte regalarle un trineo?
Lo único que nos queda (mi querido viejo) es irnos
a vuelo de pájaro sin el menor propósito de encontrar algo,
entonces —recién— nuestro cuerpo se ensanchará,
a la altura de los omóplatos nos crecerá un par de alas;
ya no importará para nada los libros de etnomusicología
y las piezas de ajedrez destinadas
para otros seres. Por eso (mi querido viejo, otra vez)
no creas ni en el cielo ni en el infierno. Dale una posibilidad
a la piedra en que te sientas, dale un suelo a tu abismo,
dale un beso de última cena a tu madre.
ENTRESUEÑO
Neil Armstrong pisó la luna por vez primera. Nadie salía
de su asombro (de sus casas tampoco). Yo estaba en la bahía
pintando ollas de barro, para alegrarme tocaba
un tambor negro y para entristecerme de modo geométrico
subía hacia el vacío a traer los peces rubicundos.
Mi mundo es de arcilla, el mundo de mis difuntos abuelos
fue hecho de piedra enfurecida y estiércol venerable;
aprendí a salir de los pantanos cubierto de fuego y
aves tenebrosas. El viento detrás de un árbol a ocultas,
con sus pupilas retrospectivas, me miraba.
Esto sucedía todos los miércoles por la tarde, a la hora
del avemaría y del canto de la lechuza. ¡Cuidado¡,
no todos los miércoles Neil Armstrong pisaba la luna:
“Un gran salto para la humanidad”, ¿salto en la niebla?,
¿salto inabarcable e indivisible?, ¿salto fugitivo?,
¿de qué clase de salto se puede hablar cuando ni las
palabras hacen ruido en esta muerte irremplazable?
De nada nos sirve los santos de yeso y de cartón,
de nada nos sirve los espejos de somnolencia.
Desde que el hombre pisó la luna la suerte tiene otra
metamorfosis, de los arroyos la gente extrae absurdos
terrones de sangre. (La tarántula ya no proyecta
su sombra en la espalda de la roca perforada.)
yo sigo pintando mis ollas de barro, los dioses de mis
difuntos abuelos me proveen de reflejos y
arena decapitada. Yo sigo pintando interrogaciones
en la frente de cualquier lejanía. No me importan
aquellas advertencias que la modernidad ha tatuado
con cierta abstracción: “¡Cuidado, aquí la noche relincha!”,
“!No fume, pudiera resucitar la eternidad!”, “!No estacione,
los malos sueños pueden retoñar!”, “!Baje la velocidad,
las mañanas tienen forma de venado!”. Sigo encerrado
en mi tambor negro, en mi bahía, en mi olla rectangular.
He plantado en el centro de mis dominios, se los juro,
un estandarte irónico, para que todo el mundo se ría
hasta mojarse los pantalones o reflexione con el rabo
entre las piernas. Hace millones de años que vago
de rebaño en rebaño, de esperma en esperma,
lo mismo que un dios secuestrado. No tengo fecha de nacimiento,
esta piel pequeñísima y oscura me la dio cierto casto delfín.
Aunque no lo crean, la bahía donde pernocto
tiene la estructura molecular de la reminiscencia.
Desde ahí con facilidad se vislumbra el horizonte innominado,
labios de todo color pueblan la tarde, mi bosque se llena de
huellas, mis ojos se ahogan de melancolía,
mis manos se manchan suavemente con una lástima salomónica
¡Ay!, que aburrido debe ser vivir en perversas evidencias,
ingresar a los vehículos lo mismo que un gusano,
hablar con claves, ingresar a los túneles, dormir la siesta.
Estoy conforme con mi aire y mis orígenes,
con las yerbas que me aman cada tarde, con la sustancia verde
y enana que como antes de soñar con mi pulverizado mamífero.
Mis ollas hablan por mí, la luna no habla por Neil,
mis ollas habrán de salvarme, la luna no salvará a nadie
(por culpa de Neil). Mis ollas son enormes sueños,
las acaricio como si fuesen moléculas nocturnas,
cada una de ellas tiene su edad escondida, su color egipcio,
su embriaguez y su deseo.
Siguen viajando al espacio, ensuciando la intacta idea,
desperfeccionando el círculo sietemesino.
HAZME EL AMOR COMO EN LOS TIEMPOS QUE HABÍA MÁS LUZ
Los muertos ya nunca más contemplarán
ni la belleza de una playa desierta
ni el mortífero color de la pobreza
ni el relámpago que hace arder los linderos
por eso libertino amante mío sigue recorriendo
mis entrañas de Este a Oeste sigue penetrándome
puntual y alevoso y muéstrame tu mundo oriental
hazme el amor como en los tiempos que había más luz
miénteme como se miente a un herido de guerra
deja que mi sexo y tu sexo se honren con amplitud
Los muertos y únicamente los muertos
tienen acceso a la melancolía de los pájaros
cuando dejan de volar sobre los huertos de medianoche
los muertos pueden hablar cualquier idioma
o pueden escribir con la misma caligrafía
o se ríen de quienes creen tener otro panorama del país
por eso mi esquivo y noble amante mi leal y feroz amante
entrégame el verso más caliente y no te detengas
jadea como un granjero suda como un caballo profético
no tengas piedad ni te consternes y déjame resucitar
Los muertos imaginan un mundo también limitado
pero lo vivos que nos reclamamos estar vivos
sigamos entregándonos a la suerte de las cosas
al deleite y a la plasticidad del amor sin reserva
hasta que el clímax nos sepulte con su mercancía.
YO SOY EL HIJO DE LA NOCHE
Soy hijo de la noche,
el único que ama sin ningún pretexto.
Amo cualquier cosa y a cualquier hora.
Amo todo aquello que se ignora.
Amo a la indiferencia que interroga al pasado.
Amo al perro que ladra cuando pasa una nube.
Amo lo que otros dejan de amar, amo los viejos papeles,
amo las alas del tiempo que vuelan y vuelan por sobre los arrecifes.
Soy hijo de la noche,
el único que lava su sombra en las orillas de todos los atardeceres,
el que jamás bosteza, el que dice adiós por decir.
Amo a los que han fracasado en algo,
al que nunca pudo domesticar con amor a las bestias de su destierro.
Amo al inoportuno que se dice amigo – en el fondo es un mercenario -.
Amo a quien cocina zanahorias de un día para otro casi de memoria.
Amo a quien llora su muerte por adelantado
y se siente un héroe.
Amo al que escribe cartas dentro de las iglesias
o a quien envía señales de humo desde otros reinos.
Amo la inestabilidad de esa mujer
en cuyas manos la soledad es imperceptible.
Soy hijo de la noche,
el mismo que vive sin una moneda en el bolsillo,
el único que se burla de quienes padecen el mal de la melancolía,
el único que suele hacer el amor con la destreza de quienes conspiran algo.
El único que se pasa deglutiendo pedacitos de chancaca y abrazando
a quienes no saben nada del futuro.
Amo las blancas fiestas donde la gitana
– toda cubierta con su follaje marino –
baila sobre las mesas lavadas. Allí abrevan los ancestrales caballos.
Ella: desnuda, ebria, sin nuevos ni gastados remordimientos,
oliendo a sexo y a tierra escarchada repite una y otra vez “no sé quién soy”.
Amo a quien no sabe amar.
EL POEMA MÁS FEO DEL MUNDO
Una gran ciudad es un gran desierto
en donde viven con parsimonia cierta clase de astrólogos
y una infinita cantidad de seres sin estrella.
Coligiendo, ella, la gitana a quien amo, no tiene nombre ni rostro.
Por ella aprendí el sabor del trago imaginario y de la locura,
el sabor de las rosas totalmente desmemoriadas,
el sabor de la humedad en plena sequía.
¿Y quién es ella?, ¿de qué clase de granito la hicieron?
no sé quién es, pero viene con su manojo de horas al hombro,
con sus guisos, con su alma llena de risas y toda clase de arácnidos.
Ella huele al cabello del Dios único y joven que vive entre las hierbas
y sus besos saben a un reloj sin párpados en donde se cuentan,
a modo de números, las diminutas e insalvables ropas del espanto.
En esta gran ciudad de conjuros yo la conocí hace millones de años.
Tenía una mesa de hastío en la que se contorsionaba como geisha.
Me acostumbré a morir sobre su mesa hecha con madera salvaje,
un plástico con dibujos de flores y peras rojizas la cubría, mientras que
las moscas iban a donde nadie va y venían como los trenes del rocío.
No sé cómo la comencé a amar. Amar a nadie es muy dramático.
No sé si ella supo – a tiempo – que mi risa siempre vistió el traje de luto.
Creo que en la indiferencia también se ama con la voz del cansancio.
Creo que la felicidad se escribe con llanto, con heridas cubiertas de sal
y, también, con rebaños de estupidez.
Así me perdí en aquella ciudad o en aquel cerro donde las personas
recogen sus rastros para que no sean sujetos de ningún hechizo.
TENGA USTED CUIDADO, NO PISE LOS RECUERDOS
Tenga usted cuidad
o, no pise los recuerdos.
Es cierto que cada recuerdo
Guarda algunos datos indispensables.
Es cierto, también, que cada recuerdo tiene
El mal ejemplo de los clérigos
Cuando hablan del demonio con una intensidad inusitada.
Yo no no tengo recuerdos, por ejemplo, nunca guardé uno.
Apenas tengo ciertas frases poco convencionales
Y ciertas penas ya prescritas.
Dicen que soy tan pobre que no tengo ni zapatos ni recuerdos
Y que solamente tengo dinero y trucha ahumada
Para soportar la próxima sequía.
Si tiene tantos recuerdos, amigo, regáleme uno.
No tengo una idea exacta de cómo un recuerdo puede
Cubrir de polvo 1000 kilómetros en un abrir y cerrar de ojos.
He notado que se me hace difícil vivir espantando la monotonía
De la muerte con un matamoscas a riesgo de quedarme
Convertido en una criatura mezcla de rabia y desolación.
Con un recuerdo podría disipar la incredulidad y, hasta, podría
Elegir cualquier itinerario hacia la resignación,
Aunque los dioses hayan perdido el sentido del humor.
De los muchos que tiene, amigo, regáleme un recuerdo de pelo entrecano.
No importa que tenga el color de la oscuridad,
Pero detesto ser extranjero en esta mañana desdentada.
AQUÍ TE ESPERO HASTA EL ÚLTIMO OCASO
Como fue antes del principio. Aquí te espero.
Manchado con el sueño más lila. Deteniendo el paso
Del viento que acostumbra a desnudarse entre
Las yerbas medievales. Aquí te espero desde nunca.
Desde cuando el amor aprendía a parpadear bajo la
Peregrina lluvia de marzo. Desde cuando el mar aún no
Se agitaba y la estrella más lejana tenía tus ojos.
Y te espero en el recuerdo que todo lo olvida
Y que se pasea por la cotidiana extensión del silencio.
Yo no sé si estás lejos habitando otro cielo anónimo.
Yo no sé si estás cerca recogiendo las hojas castigadas
Por el frío. Yo no sé si a cada instante tu piel muda
De color o si en tus labios todavía arden mis cenizas.
Aquí te espero hasta el último ocaso o hasta cuando
El álgebra se haya ido a vivir en los acantilados.
No creo que de insomnio se pueda morir. No lo creo.
Si así fuese: Ahí en el insomnio también te espero.
En la calle lejana en donde la noche siempre se atasca
Con mi niñez de siglos —adorable mujer— te aguardo.
Ven desde tus reinos diurnos vestida de pálida nostalgia.