O la insurrección de la palabra
Por José Luis Díaz-Granados
Cuanto más grito más fuerte es el viento
La puerta se abre
Arrastra la piel y las plumas
Y el papel que vuela.
Corro por el camino tras las hojas
Que echan a volar
El techo se rebela
Hace calor
El sol es un imán
Que nos sostiene…
PIERRE REVERDY
En 1926, en medio de un inicial desarrollo capitalista que trataba de romper la dura costra feudal de una gran aldea estancada en el más atroz oscurantismo clerical, Colombia entró de manera definitiva en siglo XX con dos décadas de retraso.
En el ámbito político se vivía la conmoción histórica producida por el triunfo de los bolcheviques en la Revolución de Octubre, liderada por Lenin en Rusia y la antípoda aparición del fascismo en Italia con Mussolini. Los intelectuales y artistas asimilaron con rapidez las películas cinematográficas de Chaplin, Buster Keaton y Sergei Einsestein, las novedosas composiciones musicales de Strawinsky, Alban Berg y Arnold Schönberg, las innovaciones narrativas de Joyce, Proust y Kafka, las expresiones cubistas de Picasso, Matisse y Braque, las esculturas insólitas de Brancusi y Calder, los poemas de avant-gard de futuristas, dadaístas, surrealistas como Bretón, Aragon y Paul Eluard, o los poemas de audaz arquitectura hermética como los de William Butler Yeats, Ezra Pound y T. S. Eliot, además de las revelaciones científicas de la Teoría de la Relatividad de Einstein y el psicoanálisis de Freud, Jung y Adler.
Bogotá era el centro del país donde se llevaban a cabo o se tomaban las más importantes decisiones en los diversos ámbitos y los poetas, artistas y creadores de la época se reunían en el principal espacio bohemio de la capital, llamado el Café “Windsor”.
En su texto autobiográfico “Cómo nos hicimos comunistas” (publicado en el semanario Sábado, 10 de noviembre de 1942), Luis Vidales escribió:
En aquel ambiente del Windsor, al lado de los hacendados y los negociantes comenzó a aparecer un nuevo tipo de hombres. Empezaron a ocupar diariamente las mesitas, sin acuerdo previo, sin una reunión anterior por medio de la cual se declarara fundada con estatutos y reglamento, la nueva generación colombiana. Iban apareciendo allí nuevas caras, trayendo el aporte de su propio mensaje, y sin saberse cómo ni cuándo quedó establecida una nueva generación colombiana, sin mensajes ni manifiesto al país, movida indudablemente por la misma fuerza espontánea que le quitaba al país su cáscara del siglo XIX y lo incorporaba, al transformarlo en el XX, que llegaba retrasado a Colombia, en todos los órdenes.
En esos años 20, mientras la poesía colombiana se quedaba anquilosada en los esdrújulos rubendarianos, los artificios eufónicos de Chocano y la arquitectura parnasiana de Guillermo Valencia, en otros países de Nuestra América aparecían libros que contenían textos poéticos llenos de frescura lírica, atrevidas expresiones verbales y asombrosos experimentos, con caligramas incluidos, como Poemas árticos, Tour Eiffel y Finis Britania, del chileno Vicente Huidobro, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, del argentino Oliverio Girondo, Trilce, del peruano César Vallejo, Tentativa del hombre infinito, del chileno Pablo Neruda y los textos iniciales de los mexicanos Xavier Villaurrutia, Salvador Novo y Jaime Torres Bodet, entre otros.
Fue entonces, en febrero de 1926, cuando ocurrió un suceso literario inesperado: apareció el libro titulado Suenan timbres, firmado por Luis Vidales, un joven de 22 años, nacido en Calarcá (Quindío) —la zona cafetera más rica de los Andes—, el 26 de julio de 1904, quien acababa de terminar su bachillerato en Bogotá, y que vivía de manera solitaria una insólita ambigüedad vital: en horas hábiles trabajaba en un banco y cuando culminaba sus labores allí se internaba en el bullicio bohemio de los cafés literarios o recorría las calles del centro de la capital con un sombrero de ala ancha de fieltro, llevando en su diestra un bastón con empuñadura de plata —que utilizó en diversas ocasiones para defenderse de “las iras eróticas de la primavera”— y calzando zapatones de charol negro, mientras sostenía entre sus dientes una larga pipa de fabricación inglesa.
“Era una especie de hippie, yo solo, en esa Bogotá aldeana de 1926”, solía decir de sí mismo años después. Las compañeras del colegio religioso donde estudiaban sus hermanas oscilaban entre el terror y la burla cuando lo veían acercarse al plantel. Entonces lo llamaban “el abominable hombre de Las Nieves”, en alusión al barrio donde habitaba el iconoclasta. Su único maestro y principal influencia ideológica y estética en ese momento era Luis Tejada (1897-1924), un cronista local, lúcido y festivo, fundador del primer grupo marxista en Colombia, quien una noche se apareció en el “Windsor” con Vidales, y estimulado por el aguardiente, ante un auditorio repleto de políticos y aprendices de todas las artes, se subió en una mesa del café y al tiempo que señalaba a su compañero adolescente, gritó a todo pulmón:
— ¡Carajo! ¡Todo el mundo a quitarse el sombrero porque acaba de nacer un poeta de verdad!
Suenan timbres contenía un poco de toda esa delirante circunstancia cotidiana, que recreaba el pensamiento de cada día con la ironía y el sarcasmo, y hacía de la realidad una caricatura antagónica. El libro anulaba de una vez por todas la rima y la métrica tradicionales y desafiaba las estéticas predominantes en el resto del continente. “Era un libro de demolición”, decía el propio Vidales. Por ello no fue recibido por la crítica como un libro de avant-garde, sino como una pieza escandalosa y exótica, una fanfarronería atonal ligada a una irrespetuosa provocación a los valores establecidos, una rara mezcla de versos donde se aunaba la audacia irreverente de los anarquistas con las ingeniosas greguerías de Ramón Gómez de la Serna.
A los pocos días de su publicación, no solo se agotó la edición de Suenan timbres sino que se convirtió en motivo de burlas, discusiones y hasta de peleas entre trompadachines en las tertulias literarias.
Muchos años después, el 26 de julio de 1984, cuando Vidales cumplió sus 80 años y fue objeto de un solemne festejo por parte del Concejo de Bogotá, Eduardo Carranza, (1913-1985), uno de los más notables poetas de Colombia, expresó como oferente del homenaje:
“Es necesario decir que Luis Vidales fue entre sus contemporáneos el único que escribió a la altura de su tiempo. El único que se plantó con un libro extraordinario en la vanguardia. El único que incorporó a la poesía las nuevas criaturas lucientes de la técnica. La inquietud revolucionaria que insurgía con las primeras victorias del socialismo y los tesoros oníricos que venían de la inmersión freudiana en el subconsciente”.
Hay que poner de presente que en 1926 apareció en Buenos Aires una antología de poesía de vanguardia titulada Índice de la nueva poesía americana, compilada por Alberto Hidalgo, y el único colombiano allí incluido es Luis Vidales, con cuatro poemas de Suenan timbres: “En el parque”, “El hueco”, “Cinematografía nacional” y “Cuadrito de movimiento”.
Además, no son pocos, los poetas, críticos y profesores de literatura en Hispanoamérica, que han visto la huella de la poesía graciosa y ondulante de Suenan timbres, en obras tan representativas de diferentes momentos literarios, como Paroles (1946), de Jacques Prevert o Poemas y antipoemas (1954), de Nicanor Parra. O hay efectivamente alguna influencia directa o indirecta de aquel sobre estos, o es que “en poesía las ideas están en el aire”, como solía afirmar el propio Vidales, refiriéndose a la coincidencia de las formas y las temáticas, especialmente cuando alguien le señalaba un posible influjo de las Gotas amargas de José Asunción Silva en la fundación de una poesía urbana, específicamente bogotana, tres décadas antes de la publicación de Suenan timbres.
Ese mismo año 1926, el precoz geniecillo de la literatura colombiana partió para París, a cursar Economía y Sociología en el Instituto de Altos Estudios. Estando en la Ciudad Luz, en medio de la efervescencia de las nuevas expresiones del arte y la literatura que aportaban continuamente “chispas y llamaradas a la cultura universal” —en expresión del propio Vidales—, sufrió una repentina crisis creadora, cuando repasaba una y otra vez el único ejemplar que había llevado de su libro, haciendo comentarios y notas críticas al margen de cada poema, buscando influjos y magisterios que no lograba encontrar aparte de Tejada, y de los poetas que éste le enseñaba —Aloysius Bertrand, Rimbaud, Pierre Reverdy, incluso Whitman—, sin encontrar una paternidad cercana a la confección de Suenan timbres. Meses después, ya integrado al ambiente intelectual de París, intensificó sus estudios sobre marxismo, historia del arte y psicoanálisis, entabló amistad con Tristán Tzará, con algunos poetas surrealistas como Max Jacob, Paul Eluard y Louis Aragon y con Pablo Picasso, a quien conoció gracias a un amigo común de ambos, el pintor colombiano Roberto Salgado.
En 1928 fue nombrado canciller del Consulado en Génova, Italia, cargo al que renunció a principios de 1929, cuando tuvo noticias de que la huelga de los trabajadores de la United Fruit Company, en la zona bananera del norte de Colombia, había sido reprimida de manera cruenta por el Ejército nacional (episodio que está magistralmente recreado por Gabriel García Márquez en Cien años de soledad), de Gabriel García Márquez). Entonces regresó a París y preparó su retorno a Colombia para formar parte del grupo que habría de fundar el Partido Comunista de su país al año siguiente.
* * *
Durante la década del 30, Vidales priorizó la política entre las variadas actividades de su quehacer vital. De manera intensa realizó tareas proselitistas en favor de las ideas comunistas. Recorrió el país en toda su geografía, lanzó violentos improperios contra la burguesía nacional y sufrió prisión durante 38 ocasiones. (Su prisión número 39 ocurrió a finales de 1979, cuando su casa fue allanada por militares en plena madrugada y el poeta fue llevado con los ojos vendados a las Caballerizas de Usaquén. En esta ocasión, la protesta internacional —encabezada por Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir—, y las marchas populares en Bogotá. hicieron que fuera puesto en libertad horas más tarde. No deja de ser irónico que en la segunda década del siglo XXI, el poema dedicado a la palma de cera del Quindío por parte de este enemigo declarado del capitalismo, haya quedado impreso para siempre en el billete de más alta denominación en la historia de Colombia: el billete de cien mil pesos).
En esos años 30, Vidales escribía esporádicamente poesía de temática política y social, los que en su momento, tuvieron amplia acogida popular, principalmente en los sindicatos de trabajadores y obreros. Poemas como “La costurera”, aún lo recitan de memoria algunos veteranos luchadores sociales. Ejerció la Secretaría General del PCC entre 1932 y 1936. En este último año, el poeta se retiró de la política activa y se vinculó a la Contraloría General de la República donde ejerció su profesión de sociólogo y estadístico durante muchos años, actividad que compartió con la de profesor de Historia del Arte en la Universidad Nacional de Colombia. Hacia finales de la década del 40, colaboró asiduamente en el diario Jornada, periódico del caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán, hasta el asesinato de éste en Bogotá, el 9 de abril de 1948, tragedia que es conocida en el continente americano como “El Bogotazo”.
La poesía social escrita por Vidales en esa época, al igual que sus sonetos con temática de arte —los cuales agrupó en un libro nonato titulado Espejo de la pintura—, y otros de materia sarcástica a la manera de algunos poetas clásicos del idioma —Las nuevas moradas, Libro de malamor y otras huevonaditas, firmados por el “Arcipreste de Chita”— y los escritos durante su exilio en Chile, ocurrido entre 1954 y 1960 —titulados La patria ausente, Dimensiones de la patria y Regreso de la patria. Poemas del destierro—, no fueron nunca publicados en forma de libros sino que se conocieron de manera dispersa y en años diversos de las décadas del 30 hasta la del 70, a través de revistas y suplementos literarios. Entre ese sinnúmero de textos descuellan de manera singular “Presencia del ritmo”, “Yo digo Calarcá”, “Música de cámara para la aldea perdida” y “En el velador, un vaso de agua”, indistintamente, por su transparencia, su riqueza verbal y su esencia misteriosa.
Solo hasta 1976, al cumplirse 50 años de la publicación de Suenan timbres, volvió a aparecer un libro suyo de poesía: la edición conmemorativa de su libro estelar, al cuidado de Juan Gustavo Cobo Borda, con textos escritos por Vidales en los años 20 y con los principales ensayos, reseñas y artículos aparecidos con respecto a dicha obra.
En 1978, Casa de las Américas de La Habana, Cuba, publicó su segundo libro de poemas: La obreríada, edición preparada por Isaías Peña Gutiérrez, en donde se agrupan los principales textos de tipo social y político, escritos entre 1930 y 1976. Recorre allí Vidales la historia de las luchas sociales en Colombia, la Violencia bipartidista y los alzamientos guerrilleros de los años 50 y 60, a los que agrega poemas de temática internacional en donde discurre en poemas de variada estructura (incluyendo el prosaísmo deliberado) acerca del conflicto chino-soviético, la liberación de las colonias africanas, la Revolución Cubana, la guerra de Vietnam, el escándalo Watergate y las dictaduras del Cono Sur. No obstante, la magnitud que Vidales otorga a cada uno de sus temas y el ingenio sarcástico de su libro inicial, permanecen allí presentes.
En la década del 50 de tremenda represión por parte de los gobiernos conservadores, Vidales, al igual que otros intelectuales y dirigentes políticos de izquierda de Colombia, se vio obligado a abandonar el país con su familia. Y buscó refugio en Chile donde encontró la amistad y la solidaridad de Pablo Neruda. Durante su estancia en el país austral, Vidales retornó a armazones líricos más tradicionales, sin dejar de lado los versos de anchas avenidas whitmanianas, sobre todo para satirizar lo que se le pasara por la cabeza. Es entonces cuando escribe sonetos de inusitada belleza como los del Espejo de la pintura y los de evocación de la patria ausente, entre otros. En Cuadernos de Filosofía y Letras (vol. V, núm. 3, Bogotá, julio-septiembre de 1982), publicación de la Universidad de los Andes, y bajo el título de Obra inédita, se recogió parte de la producción vidaliana no publicada en libro.
Tanto en Poemas del abominable hombre del barrio de Las Nieves como en El libro de los fantasmas, no existieron para Vidales esquinas desconocidas en el género. El poeta exploró y dominó todos los registros líricos como un alquimista en su cueva de milagros, y experimentó formas novedosas de la expresión literaria, trasmutando sueños por palabras y encontrando en ciertos vocablos de ayer ecos jubilosos del mañana.
Es por eso por lo que los lectores de los libros citados, hallarán sonetos de impecables endecasílabos al lado de poemas de versos libérrimos en los que recrea lo invisible de la cotidianidad o fustiga la injusticia social. Para Vidales, en su original armonía —fue siempre un sincero defensor del orden goethiano—, el coro universal de la poesía es un espejo que irradia, traspone o multiplica el sueño o el sentimiento de cada día, la motivación de cada instante de manera que de la mano del poeta recorremos los caminos de su infancia en Calarcá (“aldea perdida” en el llamado eje cafetero de su país), nos ahondamos en Honda (puerto a orillas del río Magdalena), nos duele Vietnam, vivimos el intenso tráfago bogotano, cantamos villancicos antibélicos, demolemos el romanticismo, levantamos el mástil del sexo, vamos a vespertina con la novia, ensalzamos a sus dioses particulares y sobre todo, nos encendemos del más puro, arterial e inmarchitable amor por Colombia.
No se ha visto en la historia de la poesía colombiana un caso más vehemente de libertad creadora y al mismo tiempo de fecundidad literaria —con la sola excepción, quizás, de Rafael Pombo o de León de Greiff, poetas muy reconocidos en Hispanoamérica—, que el de este niño de 90 años llamado Luis Vidales. Bien hubiera podido él repetir con su colega y camarada Rafael Alberti estas palabras: “Tengo que expresar mi horror por las clasificaciones, mi amor, por el contrario, a la independencia más absoluta, a la variedad, a la aventura permanente por selvas y mares inexplorados”.
* * *
Luis Vidales era un lector consumado. Como buen renacentista que era, se solazaba en los más diversos temas: desde la escultura griega y romana hasta las teorías evolucionistas de Darwin, pasando por los experimentos de los esposos Kirlian, científicos soviéticos, acerca de la existencia de un cuerpo energético (o aura) en torno de los seres vivos. Pero además de voraz lector y de hábil observador del comportamiento humano, era un escritor prolífico que ejercía su oficio creador con voraz complacencia, con un incomparable goce íntimo.
Proyectó a lo largo de vida (casi 90 años) muchísimos libros y hasta les ponía títulos (Cantaletas no más, Versilandia, Nocturnos de turno, Ratos de la vida buena, Demolición del romanticismo, Demolición del soneto, Demolición de Colombia, Poemas nacionales y El palomar de los gavilanes, este último, un extenso poema crítico sobre la Checoslovaquia socialista), y publicaba muestras de todos ellos. Pero luego se despreocupaba de sus ediciones en forma de libro. Hasta pensó publicar la totalidad de su obra poética bajo el título de ¡Alto ahí!, tarea harto difícil, por no decir, imposible, dada la dispersión de su producción a lo largo de 60 años de fecunda labor.
También, dejó libros inéditos en prosa, como Chile entre parpadeos, Juan Antonio Ríos (biografía de un presidente chileno), Argos va al oculista, Diario suyo y mío, Puntos sobre las íes en la literatura colombiana y Memorias.
En vida, aparte de los libros de poesía ya citados, Vidales publicó: Tratado de estética (1945), La insurrección desplomada. El 9 de abril: su teoría y su praxis (ensayos políticos, 1948), La circunstancia social en el arte (ensayos, 1973), Los derechos humanos en los Estados Unidos y en la Unión Soviética (ensayo, 1976) e Historia de la estadística en Colombia (1978).
En 1982 la Universidad de Antioquia le otorgó el Premio Nacional de Poesía en reconocimiento a su vida y obra, y en mayo de 1985, la Unión Soviética le concedió el Premio Lenin de la Paz, “por su contribución a la causa de la paz entre los pueblos”. Vidales falleció en Bogotá el 14 de junio de 1990.
* * *
Luis Vidales —el hombre y su obra—, equivale a una docena de poetas, ya que amó por igual la estadística y los equívocos, la Edad Media y la Revolución de Octubre, a Carlos Marx y a Lenin, a los relatos sobre remotas galaxias y al cine de Charlot, a su generación de Los Nuevos y a los centauros de las batallas bolivarianas, al hombre que pintó las cuevas de Altamira y al lejano y misterioso vuelo del cielo de Calarcá junto a ese algo que se construye y se desploma.
Ese gran colombiano erudito e irreverente que se autorretrató con un corazón como un bolsillo para guardar a la novia, habita desde hace muchísimos tiempos en el territorio del corazón de millares de lectores en su patria que lo han venido reconociendo, en consenso cada vez mayor, como su cantor, su intérprete y su poeta nacional, como aquel que detectó sus alegrías, emociones y dolores y convirtió toda esa insurrección de la palabra en un innumerable panal de sentimientos donde conviven los más bellos, cáusticos, delicados y prodigiosos poemas.
Poemas de Luis Vidales
EN EL CAFÉ
El piano
que gruñe metido en un rincón
le muestra la dentadura
a los que le pasan junto.
La bomba eléctrica
evoluciona su luz
en el espejismo de mis uñas
y desde la mesa
donde una copita
vacía
finge
burbuja
de aire
solo -a grandes sorbos-
bebo música.
En neblinas de vapor
van pasando ante mis ojos
los sopores de Asia…
Siento que anda por mi sangre
el espíritu de las uvas
del Mediodía…
y cuando los alambiques de la orquesta
dejan de filtrar
el alma ebria
-que le da por tornasolarse
en el azul de los sueños-
se interna por la callejuela tortuosa
de un cuadrito
colgado a la pared.
LA MÚSICA
En el rincón
oscuro del café
la orquesta
es un extraño surtidor.
La música se riega
sobre las cabelleras.
Pasa largamente
por la nuca
de los borrachos dormidos.
Recorre las aristas de los cuadros
ambula por las patas
de los asientos
y de las mesas
y gesticulante
y quebrada
va pasando a rachas
por el aire turbio.
En mi plato
sube por el pastel desamparado
y lo recorre
como lo recorrería
una mosca.
Intonsamente
da vueltas en un botón
de mi d’orsey.
Luego -desbordada-
se expande en el ambiente.
Entonces todo es más amplio
y como sin orillas.
Por fin
desciende la marea
y quedan
cada vez más lejanas
más lejanas
unas islas de temblor
en el aire.
LOS PARAGUAS
El palo de los paraguas
sopla sus globos de seda
para que el cielo los insulte.
Pero los paraguas son cínicos
y se alejan bajo la lluvia
en una panorámica desbandada
de cupulitas negras.
Y cuando los días claros
vengan dándole vuelcos
a los cielos infantiles
los paraguas se quedarán en casa
y mirarán por la ventana
pasar las nubes
y acaso se pregunten
quién los ha desterrado
de su patria azul.
ORACIÓN DE LOS BOSTEZADORES
Dedicado a Leo Le Gris – Bostezador
Señor
Estamos cansados de tus días
y tus noches.
Tu luz es demasiado barata
y se va con lamentable frecuencia.
Los mundos nocturnales
producen un pésimo alumbrado
y en nuestros pueblos
nos hemos visto precisados a sembrarle a la noche
un cosmos de globitas eléctricas.
Señor.
Nos aburren tus auroras
y nos tienen fastidiados
tus escandalosos crepúsculos.
¿Por qué un mismo espectáculo todos los días
desde que le diste cuerda al mundo?
Señor.
Deja que ahora
el mundo gire al revés
para que las tardes sean por la mañana
y las mañanas sean por la tarde.
O por lo menos
-Señor-
si no puedes complacernos
entonces
-Señor-
te suplicamos todos los bostezadores
que transfieras tus crepúsculos
para las 12 del día.
Amén.
CUADRITO DE MOVIMIENTO
Estoy en la ventana.
Pequeñito
el paisaje soporta encima
todo el enorme peso de la lejanía.
¡Oh! si dan ganas
de domesticar el paisaje
y amaestrarlo con docilidad
hasta que se le pueda poner un marco
y así
-completamente civilizado-
tenerlo colgado en la biblioteca.
Y entonces
-mientras yo leyera el libro nuevo
sentado en el sillón giratorio-
resultaría sumamente agradable
alzar la vista de improviso
y ver que en el cuadrito llovía-
o hacía sol -o hacía viento-
o empezaban a salir las primeras estrellas.
LA COSTURERA
Vida y lino lo mismo ata la hebra.
Une noche y aurora el pedal, de tope a tope.
Miseria, son las ocho, grita el reloj
a los tristes de la tierra.
Una mujer en el silencio cose, cose, cose,
cumple mil años al volver la rueda.
Por el telégrafo del carrete
los telegramas del cansancio, se detienen.
Mujer obrera, hecha de carne y llanto;
hecha de hambre, luz y manos,
y de sudor, rocío del hierro.
Corre el trabajo, ferrocarril sin panorama;
hay hambre en el vientre y hay hambre en los ojos;
por el sudor el cuerpo llora en el silencio.
Kilómetros, en bloques y paquetes van las horas,
trenes monótonos y ciegos;
va el pedal al galope;
describe tu existencia la polea de cuero;
la traza el brillo de la vida en la rueda que gira.
La máquina de coser es un vampiro
y de tu corazón toma su fuerza.
Monotonía, monotonía, chirría la polea,
oyendo coser el ruido ya es recuerdo.
Tú tienes el cansancio, tienes la miseria,
el dolor cada día renovado,
el dolor antiguo que es un morado en tu vida.
Mujer obrera, la que aplancha,
la que remienda, la que cose; tres mujeres
y una sola. Remienda, cose, aplancha y canta,
canta la canción:
Mañana nueva del planeta;
la insurrección ya incendia el cielo;
hay una nueva estación…
Cinco son las estaciones de la tierra:
Verano, invierno, otoño, primavera, revolución.
PRESENCIA DEL RITMO
No era un recuerdo era un perenne ritmo
cayendo, pálido, entre la voz y el sueño.
Interesando a las cosas o dándoles su color,
manso cayendo, fluyendo, con su olvido
persistente de días lejanos, cielos claros,
noches de amor, otras vidas vividas.
No. Era solo limpia, insinuantemente, un ritmo.
Era un ritmo, no más, entre la palabra y el silencio.
Actuante, tenaz, indicativo, hablando acaso
de mil presencias muertas, un grito sin saliva,
un apretón de manos ¿en qué planeta?, un cruce de caminos,
¡qué se yo!, la cadencia del llanto o sangre blanca.
Pero no. No era llanto o grito, era solamente un ritmo.
Era tan solo un ritmo, algo sin valor o casi nada.
Sin oficio en la razón o en la fecha de algún gozo.
Lejos de cuanto está aquí y al tocarlo ya no es.
La nube, el paso, el agua, el gran periódico del Cosmos.
Ninguna de esas minucias. Era un ritmo tan solo.
No era una orden de triunfo o derrota. Era un gozoso
manso ritmo cayendo sobre el nocturno vigilante de la sangre,
sin el tropiezo de la noche verdadera del pie ciego.
No era un azar, nada aleatorio ni inseguro.
Era un ritmo, era tan solo un ritmo limpio y generoso.
No era una música adormecida o despierta de otro tiempo.
Ningún recuerdo en mi de viejas marchas crecidas.
No era odio o amor, interés o abandono o el saber llevar el nombre
como una inscripción o anticipo de lápida a la manera de todos.
No. Era un ritmo, un dulce ritmo visitante, solo un ritmo.
No era voz de hambre o hartazgo ni esa alusión premonitoria
de llevar tierra en las plantas y cielo en nuestros ojos.
No era modestia, no era tolerancia de nuestra condición de presos
ni siquiera el estar solo en ese punto del ser donde alguien aúlla.
Era sencillamente un ritmo, sin dolor ni hambre ni sed.
Digo, repito, me ha llegado un ritmo esta mañana.
Un ritmo sin congoja que ignora el afán, ni exige lucha ni trabajo
ni la tristeza de abotonarse y desabotonarse en una vida
ni si es condición del ser humano morder con la palabra.
No es dulce ni es amargo, violento o suave, alegre o triste.
Es un ritmo, un ritmo, y ahora ha venido a mi compañía.
RONDELILLO QUINDIANO
A la palma del Quindío
Le conté mi sueño un día.
Era la palma, era,
Era la palma de cera,
La palmera,
La palma del sueño mío.
Cohete que sube al cielo
Y estalla en el estrellío.
Y cuando pasan los vientos
La palma se vuelve río…
Oíd el río del aire,
El río…, la palma del niño mío.
Aquí la palpo guardada,
Aquí en el pecho,
Al lado izquierdo del alma
En donde llevo al Quindío.