Disparos al aire
Canto a nosotros
A nosotros mismos
los desterrados, los desheredados,
los abandonados, los abatidos,
los vencidos, los esperanzados,
los suicidas, los alegremente tontos,
los tiernos ingenuos, los valientes reventados,
los cobardes arrepentidos, los héroes del próximo día.
A nosotros mismos necesariamente va este canto.
Cualquiera que sea el motivo por el que salimos
dejando allá a la muerte por olvido,
a la cruz del sur agónico que nos seguía llamando.
Añoramos la puerta cerrada de la historia,
desgarramos los brazos,
cargamos sacos, fardos, toneladas,
recuerdos que escupimos cada día
en todas las aduanas.
Para nosotros mismos es el canto.
A los parias.
A los últimos que siempre hacen fila
en cualquier aeropuerto,
a los que tienen que pasar dos y tres veces
bajo los detectores,
a los que viajan con su fotografía
como único bagaje,
con el traje gastado y los zapatos
inútilmente optimistas.
A todos los que tienen que contar las monedas
al entrar al hotel.
A aquellos que trashuman por sus habitaciones
vacías, tenebrosas,
y han de elegir el pan o el pantalón planchado.
A los que van surcando los ríos con los dedos
mientras miran los mapas
y aún se sienten capaces de aspirar
el aire de la patria cuando leen el nombre de una calle,
en la tranquila soledad de un parque,
en los pequeños pasos de algún niño.
Para nosotros mismos va este canto.
A aquellos que dejaron lecho tibio y vernáculo,
mujer de piernas suaves, senos crepusculares,
boca ansiosa, y canjearon todo
por este pasaporte hacia el olvido.
Y también para los que dijeron:
Solo será cuestión de un par de meses
y enseguida te mando los pasajes.
A ese mismo que ahora camina por Corrientes
y se pierde en los subtes calurosos
o se emborracha en Montevideo.
Al que se deja llevar hasta Asunción
para mirar desde ahí hacia el pasado
o suda al mediodía en la avenida Caballero
y muere hasta mil veces debajo de la elipse
de un ventilador degollador de estrellas.
Al que golpea con los nudillos sangrantes
en las puertas de todas las fronteras
y recuerda que tuvo aquel sueño lejano
de una América unida.
Ve a Bolívar muerto, lapidado
con la mano de un triste pordiosero.
Suplica un día más, una hora más,
mientras tiembla en sus dedos
un nuevo pasaporte
y se pierde en los trenes inconclusos
que llevan a La Paz.
Entre el llanto de cholas despojadas
por los aduaneros,
entre meados del indio que se está emborrachando
para ver si así olvida
su eterna condición de dios cesante.
Al que llega a ciudades cementerios,
a tiritar helado en el jirón Huancavelica,
a caminar sin hora, sin rumbo al otro lado
del Rímac buscando a alguien del que no sabe el nombre,
ni la edad, la estatura…
Para todos nosotros este canto
porque somos ahora los judíos errantes
proscritos de la tierra prometida.
A nosotros mismos, tan necesariamente, va este canto,
al que piensa y descubre
que lo único que busca es el retorno,
al que siempre preguntan quién es, de dónde viene y solo encuentra
cinco letras pegadas en su lengua:
PARIA
NADIE
VENGO
DESDE
CHILE.
Cinco letras, cinco sones, cinco dedos marchitos
tan lejos de la pala y del estuco, de la Underwood,
de la regla, del lápiz, del pincel y el martillo,
de la escuela, el andamio,
del pámpano de marzo y de la uva,
del viento de septiembre,
del volantín que muere en otro aire.
A aquellos que se pierden
en los desaguaderos del recuerdo,
las cartas que no llegan pero cruzan
como palomas torpes y se estrellan
contra el timbre: «devuélvase al remitente».
Al que es cegado por la luz certera
o recorre La Ronda y Herrerías, la 24
y piensa voy contigo.
A quien cualquier mañana lo sacan
sin decirle una palabra
y solo le dan dos horas para salir del país
ahora que ya empezaba a dejar de ser un errabundo.
Ahora que había colgado la foto de su hijo,
y así, al avión, sin un centavo,
de nuevo hacia el verdugo, y sin poder siquiera
coger la fotografía ni el pañuelo de su madre.
¡Al avión! ¡Adelante!
Allá donde acepten parias
con ese corazón marino-agrario
y un fracaso tan grande,
y una traición tan grande en las espaldas.
¡Adelante! Desparramando patria.
Habrá en alguna parte una bandera
que no le haga preguntas. Un lugar
donde no importen ya esas cinco letras.
¡Adelante!
Y cantando.
A tragarse los mocos y a cantar
porque por algo digo, tan necesariamente,
para nosotros mismos va este canto.
(Ecuador, exilio, marzo de 1978)
Póker
Que cada uno saque de su manga
sus naipes de recuerdos y los tire
sobre la negra mesa del exilio.
Ya está. Listo.
Que se enciendan las luces del estadio
y empiece la partida.
Se corta la baraja y cae la sangre
con ese olor a óxido vencido.
—¿Qué tienes?
Tengo un monte y un hijo, un río y un aroma
y un caracol de playa que me nombra.
—Pierdes.
—¿Qué tienes?
Tengo un sauce que cuelga de una acequia,
un fusil enterrado, tengo un vaso de vino aún inconcluso
con un amigo a quien ya he olvidado.
—Pierdes.
—¿Qué tienes?
Tengo un zorzal que canta en cada paso
que se grabó en la arena y borró el agua,
un marzo de vendimia sin el último
suspiro de mi padre.
—Pierdes.
—¿Qué tienes?
Una mujer que tiene pechos amplios,
tengo un barco fantasma
anclado en los erizos de la luna nueva, y una cueca
colgada del pañuelo funerario,
un farol de carbón que aún me llama.
—Pierdes.
—¿Qué tienes?
Un volantín
que dejé sobre el aire de septiembre,
una quemada tengo esperando la lienza.
—Pierdes.
—¿Qué tienes?
Yo tengo una palabra
que tragué a culatazos,
y tengo un diente enterrado
en la arena de Carahue,
un día de sol con mi hermano,
una higuera endemoniada.
—Pierdes.
—¿Qué tienes?
¿Qué tienes?
¿Qué tienes?
No importa lo que tengas, perderás.
Las cartas ya no sirven. Están marcadas.
Los jugadores no sirven. Están marcados.
Que se apaguen las luces nuevamente.
Que cada uno tome su baraja y la guarde.
Que cada uno tome su baraja y la guarde.
Que cada uno tome su baraja y la guarde.
(Quito, exilio, diciembre de 1977)
Un día más…
Va muriendo un día más, ya no sé cuántos.
Pero es el día preciso para cerrar los ojos
y terminar las horas con una frase tonta.
Un día más. No sé cuántos.
Apenas si preciso y necesario para este pensamiento,
aquella silla que dejé vacía,
los folios que no pude terminar,
la enloquecida sombra que me busca
y me reclama huérfana y furtiva
en los zaguanes.
Un día más. No sé cuántos.
En pocas horas escribiré una carta
y diré que estoy bien,
diré sin novedad, deben creerme.
Repartiré de nuevo mis frases en postales:
Estoy en un país que es muy hermoso y me rodea la gente.
Y quizá con un poco de talento, si me diese la gana,
te hablaré de una calle y, tontamente,
con palabras más largas
sabrás una vez más
de todo lo que duele.
Un día más. No sé cuántos.
Ya no marco con x todos los calendarios,
ya no miro el reloj
y ya casi no escucho
las voces que me gritan desde el sur.
Muchas veces camino,
sabes que siempre fue mi desvarío,
pero al alzar los ojos
descubro un día más, ya no sé cuántos.
Y me obligo a pensar
que es un día que termina
para que el de mañana no sea una metáfora.
Debo ser más amable,
que mis amigos sepan que estoy bien,
muy bien, deben creerlo.
Esto solo es un viaje, ya verán,
voy a volver cargado de tantos versos nuevos…
Pero no te preocupes,
esto es solo un paréntesis abierto a la alegría.
Apenas unos puntos suspensivos…
Un día más. Ni siquiera sé cuántos.
Pensarás que estoy triste
cuando te escribo esto, no lo hagas.
Toma un pan de esa mesa que tengo tan lejana
y contempla su miga amable y espumada,
ahí verás que sigo siendo el mismo
en este día más,
en este día más…
Ya no sé cuántos.
Tengo nuevos amigos que me llaman «Chileno».
(Quito, exilio, mayo de 1978)
Crepúsculos de Europa
A esta hora de nadie
que confunde los saludos,
un hombre mira los barcos
que pasan entre la niebla.
Y no logra evitarlo.
Y aunque sabe que para todo el mundo
estos hechos carecen de importancia,
sueña que ve los barcos
y que sueña.
Entiende que no tiene la menor importancia,
que será repudiado por perturbar el orden,
que será sospechoso
de insistir en los mismos argumentos
y que será acusado de ser intrascendente,
de subvertir el frío
de estos duros inviernos que detesta.
Pero sueña que los barcos lo miran
y que sueñan.
A esta hora tus ojos
descomponen la escarcha que los años
ya empiezan a formar como una costra
en el amplio horizonte de mis manos.
A esta hora de nadie,
hora tonta, indecisa, de luz tenue,
de pipa o sopa, de burgués descanso.
A esta hora hay un hombre
que contempla los barcos
y te espera.
Resulta que ahí estaba ese país
Resulta que ahí estaba ese país
tanto tiempo perdido entre la sangre,
bajo y a flor de piel como una costra.
Pero ahí estaba, junto a ese mar viejo
y los montes gastados de añoranza,
disperso como el polen de los álamos
esperando la chispa de un fuego conocido.
Estaba ahí sin mayores pretensiones
que ser la risa de los amigos,
la alegría saliendo del horno de barro,
un vino bueno y bebido entre hermanos
que se amamantaron del dolor un día
y por eso brindan para no olvidarlo.
Estaba ahí nomás, medio avergonzado
y sin embargo con voz todavía
para decirnos que jamás cayeron los cimientos,
que la casa existe, sin muros, sin ventanas,
pero el farol sigue encendido
tal como acostumbraba en las noches del exilio.
Estaba ahí nomás con su banderita de harapos,
su viento de guitarra antigua,
su calor de cenizas que esperan un soplido
para ser brasa y luego llama imprescindible
en el invierno final de la patria.
Estaba ahí nomás entre temblores
que dicen este suelo es para que bailes,
y la melodía tranquila de las espigas
reclama tus versos para que todos canten.
Estaba ahí nomás, como un amigo
que a la hora de los fuertes reculó, tuvo miedo,
nos falló, nos dejó solos frente al lobo,
y espera un abrazo, y un beso, y una lágrima
para tomarnos de la mano y seguir andando.
-Luis Sepúlveda
Disparos al aire
Colección Visor de Poesía
España, 2023