Lucía Estrada

Katábasis

 

 

Abejas

El día se alarga. Minuto a minuto se hace más denso. Imposible sostenerlo sólo con las manos. Exige movimientos y palabras coherentes, imágenes limpias a la luz del sol.

Reúno lo disperso, fragmentos que no se corresponden, piezas de relojería oxidadas, todo cuanto la noche ha puesto en pie.

Trabajo sin descanso para seguir el curso de una verdad improbable. Pero también aquello que se resiste a permanecer en vilo esperando una señal, trabaja dentro de mí, diluye oscuras cartografías, paisajes inciertos que inhalo en pequeñas dosis.

Dentro, hierven sus abejas. Nadie las ha puesto allí. No viene de otros este obsequio inquietante, lo sé.

El aguijón se advierte en la calma que intento besar después de cada tormenta.

Más próximas que mis huesos, su rumor sube hasta nublar el ruido de las batallas comunes.

Me acerco peligrosamente, un poco más, para saber hasta qué punto son voraces.

La jornada apenas comienza.

 

 

Mare Nostrum

Atraviesan una extensión de sal, un desierto líquido, una palabra que todos conocen. Atraviesan su propio temor a perder, a no encontrar lo que buscaban, a no reconocer lo que antes les pertenecía y ahora rueda disperso bajo el mar. Al fondo, cada vez más inabarcable. Lejos, cerca del temblor que arde en los ojos y condena la mirada.

Ninguna huella por seguir. El rastro de un animal sangrante ha sido devorado por el viento, por las olas que espesan la incertidumbre. Nadie recogerá las súplicas, las manos devastadas, el cielo rojo del atardecer que nunca volverá a repetirse.

Mecidos por la memoria, sus párpados niegan la noche. Todo es sol y silencio cortante, apenas un murmullo de lo que fue la vida.

Nada delante de ellos. Renunciaron a la tierra y la tierra no los reclama.

Cientos de ojos hunden sus riquezas, la tibia luz de la infancia que se descuelga por entre las grietas de las embarcaciones.  El agua ha perdido el sentido de su búsqueda y pronto desatará los nudos del corazón. Cada lágrima suspende la trayectoria del día. Ya no cuentan los minutos, sólo la sed de llegar a un puerto desconocido y clemente. La sed de tragarse las visiones, la sed de no pensar.

Una masa de cuerpos que no heredaron más que la huida. ¿Quién les dirá que este mar a nadie pertenece, que no conduce, que ciego de horas y tiempo revuelto, nunca vuelve sobre sus pasos?

 

 

Imprecación

Saber con certeza lo que esconde el juego del prestidigitador, y continuar con los ojos vendados, eligiendo las cartas que ya conoces, vueltas siempre al revés, oscuras y desdeñosas. ¿Acaso no era este tu tiempo en el jardín? ¿No tendrías que haber cabalgado hacia la noche, abrir el pozo de las palabras, reunir la fuerza suficiente para escapar del sombrero de copa y resistir la tentación de los espejos? ¿Acaso no eras tú quien desertó una vez del paraíso?

Arriba los astros siguen su curso, indiferentes. No hablarán esta vez. Te han dado trampas en lugar de oídos.

 

 

Alfabeto del tiempo

A Eugenio Montejo

Imposible saber la hora del polvo que se acumula y va tomando cuerpo en lo que no miramos con fijeza. Solo y amargo, como un presentimiento, tiembla un instante a contraluz mientras se extinguen los minutos, las palabras, los pasos que acercan su verdad.

Bocas abiertas al hastío, puertas cerradas para siempre. Pequeñas sílabas de un alfabeto anterior que se diluye en oscuras imágenes que no logro entender. Tiempo, ¿qué haremos con el horizonte? Muda de un silencio antiguo, extiendo mi mano para que no pasen, para poder mirarlas un poco más, para que el no saber me acerque a ellas, para hundirme en su no aspiración y desaparecer secretamente como un enigma, como una sombra, o como el pájaro muerto al que ningún aire reclama.

 

 

Memoria de polvo y hueso

Mi temor por descubrir lo que respira agitadamente tras el muro. No una palabra, ni siquiera una pregunta; acaso un animal extraño y sediento. Habito los mismos lugares, la misma tierra removida por los años, el mismo aire húmedo, la luz empozada de millones de soles que pronto desaparecerán por completo.

Las mismas sombras proyectadas por la luna sobre la madriguera de Alicia. Cuerpos que se alejan perseguidos por un mal presentimiento.

A veces advierto señales inciertas en un cuenco de agua. Las bebo hasta el fondo, hasta comprender que el hastío tiene la forma de una oscura necesidad.

Mi amor palidece bajo el peso invisible de un destino que no busca, pero tampoco encuentra. Mi amor como el deseo de ser gato, trapecio, algo tangible que pueda sucumbir como lo hacen tantas cosas en el mundo.

Hace tiempo el mar que ondea en mi oído devora los puentes que construí en sueños; la sal muerde la raíz de mi lengua, el techo de la casa, los tréboles del jardín, los rincones por los que huye la liebre.

Hay una salida, pero es necesario cavar hasta encontrarla, romperse las manos hasta hallar la cerradura. Cavar hasta volver al principio, hasta no recordar nada, hasta ser sólo un hueso, una piedra, un fragmento de algo que una vez fue, y ya no importa…

 

 

Del tiempo de este reino

Siempre habrá paredes detrás de las paredes, y más allá, otros muros escalando su altura. Siempre habrá falsas historias, lecciones, oscuros presagios, señales que limiten tu natural inclinación a huir antes de que la jauría te dé alcance. Pero sólo allí, en ese laberinto seco y mezquino, advertirás el solitario tránsito de lo que pudo ser una ceremonia compartida.

Tantos cuerpos vacíos buscando un norte; tantas manos incapaces de palpar nada nuevo bajo el sol.

Sin rostro, sabes que bastará un pequeño argumento de la muerte.

Más solitarias que tus pasos, las hojas de hierba crecen hacia la nube de polvo. Más desvaídas que tus gestos, las piedras rehacen una y otra vez el camino.

Cada cosa parece dispuesta para ser arrebatada, entorpecida, humillada. Cada cosa, sin embargo, está siempre a la altura de tus ojos, y de los ojos que resistan esperando del mundo sus absurdas apariciones.

Nada respira contradiciendo el tiempo de este reino, que sigue en línea recta hacia adelante, hacia el abismo. Pero la noche, más generosa que tus manos, y mucho más honda que el pozo sediento de tu corazón, apacigua el deseo de levantar nuevos muros en torno a fantasmas sin nombre.

Allí donde todo sucumbe, algo o alguien – acaso- logre saltar el impedimento; alguien o algo avance por fin contra la corriente.

 

 

Mar de Barents

Hemos llegado a este punto. El menos posible, pero también el más cierto. Una montaña que escalamos en sentido contrario, pacientemente, desde nuestros mejores días. Nos esforzamos en ello, sin norte, como si alguien más guiara nuestro destino. Una mano perversa y obstinada, al fin. Ahora lo vemos. Se advierte su trazo impecable en esta página sin margen, en este sordo descenso que aprieta la garganta y obstruye la luz. Pero aún queda algo de nosotros. Un poco de aire reservado, una imagen, una palabra dura como piedra. Una palabra que atraviese el metal o sirva como ancla. Una palabra que encierre todo, que lo libere todo.

De algo estaremos a salvo. Aquí adentro nada que no esté desde antes con nosotros puede herirnos. Todo riesgo evita molestias menores. No hay intemperie. Ni siquiera un cielo cerrado. Las voces ahogadas de la memoria ya nada recuerdan. Un amargo sabor de musgo donde antes hubo lenguaje. Sensaciones como abismos. Un silencio incomprensible. Un silencio que no es ausencia de otros. Un golpe seco que ofusca el oído. Una sílaba ciega. Escribo en la oscuridad

 

 

De luna y tenebrario

“Tú duermes. Y tu aureola se enciende como nunca y me incluye como si yo también tuviese aureola”.
Marosa Di Giorgio

A mi madre

Toda la noche lidiamos con las aguas. Yo sostenía de este lado las paredes y los techos, tú preservabas el oro de los tigres. Ningún abismo se interponía entre nosotras, envueltas como estábamos en la misma crisálida de invierno. Pero tú parecías más fuerte. Al tiempo en que restablecías el rostro deshecho de tus hijos, tejías gasas y delicados mantos de seda que cubrían todo el paisaje. Más allá del sueño, más allá de mi propio y estrecho laberinto. Al menor soplo del viento, oficiabas pequeñas ceremonias para alejar la tormenta. Yo te miraba desde mi estatua de sal, incapaz de mover los labios, devorada por la sombra desde el vientre hasta los ojos, enferma, como el destino que no acaba de cumplirse. Atenta a los designios de un dios tan solitario como las aguas que empiezan a retirarse, conjuras una vez más el árbol que se extiende desde tu corazón hasta mi boca y aguarda otro día, otra noche en el jardín ¿Acaso las viejas canciones de cuna conducían a este momento? ¿Acaso eran fórmulas para acercar la vida, envueltas en la misma crisálida, tú y yo, absortas en lo que vendría después, como dos hermanas unidas tibiamente por el silencio?

 

 

A una sombra

Sueño teñido por la locura: noticias de barcos perdiéndose en la lejanía, dolor de sal que habla a través de las bocas de las mujeres. En las manos de alguien leo su desamparo.
Noticias ahora fragmentadas como antes lo estuvieron sus cuerpos.

Reaparecen, nos miran. Todas las posibilidades del horror reunidas en el espasmo de saberlos vivos en algún lugar respirando un aire de ceniza que los lleva lejos, más lejos que la muerte.

Alguien grita sus nombres, pero es a nosotros a quienes llaman.

 

 

Peldaño III

La luz rueda silenciosa sobre la piedra y alcanza una ventana. En ella funda su reino, sin importar quién, desde algún rincón, pueda celebrar su epifanía. Dentro, alguien intenta una fórmula, una aritmética de lo que apenas intuye, y obliga a su cuerpo a corresponder ese abrazo de arcilla inquietante. Nada de lo que ocurre en el secreto de las cosas podría ser invocado por el azar. Así las acepta y las ofrece al ritmo vertiginoso del tiempo.

Bajo el techo que ningún cielo sostiene, todo transcurre de otra manera. Un río subterráneo de formas voluptuosas, un río que apenas sí se advierte en la penumbra. Cuanto resplandece adentro, cal y arena, suaves curvas que acogen como un vientre el sueño y los misterios de la carne, alimenta el rabioso mediodía de las terrazas; el mar rutilante que va y vuelve allí abajo, las constantes e invisibles precipitaciones del afuera. Dentro, seguirán hasta el fin las mediciones, las largas esperas entre números y pequeños dioses chispeantes.

Los ojos no han perdido de vista ni un instante los cambios geométricos de la luz, como el cazador a su presa, como el zahorí el llamado insistente del agua. Así, oscuramente, la noche, el oído atento. La luz es apenas un fantasma en la rugosidad del muro. Pronto se llevará la ventana, la redondez de un vaso, el ángulo exacto de la mesa. Quedará el mar, su música galopando en el espacio negro. Un mar imaginario como las cosas que empiezan a desaparecer, como el brillo opaco del compás, como las manos… Sí, al final sólo quedan las manos, su quietud de hueso, prueba de que hubo algo, ni grande ni pequeño, abriéndose a la noche, sucediendo sin testigos, sucediendo –sencillamente- como la luz, o el peldaño que no continúa la escalera, y que muere, perfecto y distante, ante tus ojos que se apagan.

 

(De Katábasis, Tragaluz Editores, 2018)

Lucía Estrada (Medellín, Colombia, 1980). Poeta. Ha publicado los poemarios Maiastra (2003), Las hijas del espino (2006, 2008), la anto ... LEER MÁS DEL AUTOR