Louise Glück

Premio Nobel de Literatura 2020

 

 

 

(Traducción al Adalber Salas Hernández)

 

 

 

Tributarios

 

Todos los caminos del pueblo coinciden en la fuente.

Avenida de la Libertad, Avenida de las Acacias

–la fuente se levanta en el centro de la plaza;

en los días soleados, arco iris en la orina del querubín.

 

En el verano, las parejas se sientan al borde de la alberca.

Hay espacio para muchos reflejos

–la plaza está casi vacía, las acacias no llegan hasta aquí.

Y la Avenida de la Libertad está yerma y austera; su imagen

no puebla el agua.

 

Entremezcladas con las parejas, madres con sus hijos pequeños.

Vienen aquí a hablar entre sí, quizás

encontrarse algún joven, ver si resta algo de su belleza.

Es un momento triste cuando miran hacia abajo: el agua no las anima.

 

Los esposos están trabajando, pero por algún milagro

todos los jóvenes amorosos están siempre libres –

se sientan al borde de la fuente, salpicando a sus queridas

con el agua.

 

Alrededor de la fuente, hay racimos de mesas metálicas.

Es allí donde te sientas cuando estás viejo,

más allá de las intensidades de la fuente.

La fuente es para los jóvenes que aún quieren verse a sí mismos.

O para las madres que necesitan mantener distraídos a sus niños.

 

Cuando hay buen clima, algunos ancianos merodean entre las mesas.

La vida es simple ahora: coñac un día, café y cigarrillo otro.

Para las parejas, está claro quién está en las afueras de la vida, quién en el centro.

 

Los niños lloran, a veces pelean por juguetes.

Pero allí está el agua, para recordar a las madres que aman a esos niños;

que ahogarse sería terrible para ellos.

 

Las madres están cansadas todo el tiempo, los niños siempre pelean,

los esposos en el trabajo o rabiosos. No viene ningún joven.

Las parejas son como una imagen de algún tiempo lejano, un eco

que llega, vago, desde las montañas.

 

Están solas en la fuente, en un pozo oscuro.

Han sido exiliadas del mundo de la esperanza,

que es el mundo de la acción,

pero el mundo del pensamiento aún no se ha abierto para ellas.

Cuando lo haga, todo cambiará.

 

La oscuridad cae, la plaza se vacía.

Las primeras hojas del otoño ensucian la fuente.

Los caminos ya no coinciden aquí;

la fuente los ahuyenta, los devuelve a las colinas de las que vinieron.

 

Avenida de la Fe Rota, Avenida de la Decepción,

Avenida de las Acacias, de los Olivos,

el viento llenándose de hojas plateadas,

 

Avenida del Tiempo Perdido, Avenida de la Libertad que acaba en piedra,

no al borde del campo, sino al pie de la montaña.

 

 

 

 

En el café

 

Es natural estar cansado de la tierra.

Cuando lleves todo este tiempo muerto, seguro también estarás cansado del cielo.

Haces lo que se puede en un lugar

pero luego de un rato agotas ese lugar,

así que deseas algún rescate.

 

Mi amigo se enamora un poco demasiado fácilmente.

Más o menos cada año, una nueva chica

–si tienen niños, no le importa;

también puede enamorarse de los niños.

 

Así, el resto nos volvemos agrios y él permanece igual,

repleto de aventura, realizando siempre nuevos descubrimientos.

Pero odia mudarse, así que las mujeres tienen que venir de aquí, o cerca.

 

Más o menos cada mes nos reunimos para tomar café.

En verano, caminamos por la pradera, a veces hasta la montaña.

Incluso cuando sufre, está pujante, feliz en su cuerpo.

Es en parte gracias a las mujeres, claro, pero no sólo eso.

 

Se muda a sus casas, aprende a disfrutar las películas que ellas disfrutan.

No es fingimiento –realmente aprende,

como alguien que va a la escuela de cocina y aprende a cocinar.

 

Ve todo con sus ojos.

Se vuelve, no lo que son, sino lo que podrían ser

si no estuvieran atrapadas en sus personajes.

Para él, este nuevo yo es liberador porque es inventado

 

–absorbe las necesidades fundamentales en las que se enraízan sus almas,

experimenta como propios los rituales y las preferencias que originan.

Pero, mientras vive con cada mujer, habita cada versión de sí mismo

completamente, porque no está cargada con la vergüenza y la ansiedad usuales.

 

Cuando se va, las mujeres quedan devastadas.

Finalmente habían conocido un hombre que respondía a todas sus necesidades

–no había nada que no pudieran decirle.

Cuando se lo encuentran ahora, es un mensaje cifrado

–la persona que conocieron ya no existe.

Empezó a existir cuando se conocieron,

se desvaneció cuando todo acabó, cuando él se fue.

 

Lo superan luego de algunos años.

Le cuentan a sus nuevos novios cuán asombroso era,

como vivir con otra mujer, sin el rencor, la envidia,

y con la fuerza de un hombre, la claridad mental de un hombre.

 

Y los hombres toleran todo esto, incluso sonríen.

Acarician el cabello de las mujeres

–saben que ese hombre no existe; es difícil que tengan deseos de competir.

 

Sin embargo, no podrías pedir un mejor amigo,

un observador más sutil. Cuando hablamos, es cándido y abierto,

ha conservado la intensidad que todos teníamos cuando jóvenes.

Habla abiertamente del miedo, de las cualidades propias que detesta.

Y es generoso –con sólo verme, sabe cómo me siento.

Si estoy frustrada o enfadada, escuchará durante horas,

no porque se obligue, sino porque está interesado.

 

Imagino que así es con las mujeres.

Pero nunca abandona a los amigos

–con ellos intenta pararse fuera de su vida, verla claramente.

 

Hoy quiere sentarse; hay mucho que decir,

demasiado para la pradera. Quiere estar cara a cara,

hablando con alguien que ha conocido desde siempre.

 

Está al borde de una nueva vida.

Sus ojos brillan, no está interesado en el café.

Aunque está atardeciendo, para él

el sol se alza de nuevo y los campos están inundados de amanecer,

rosado y provisional.

 

Es él mismo en estos momentos, no trozos de mujeres

con las que ha dormido. Entra en sus vidas como se entra en un sueño,

sin voluntad, y vive allí como se vive en un sueño,

por largo que sea. Y en la mañana, no recuerda

nada del sueño, nada en absoluto.

 

 

 

 

En el río

 

Una noche de aquel verano, mi madre decidió que era hora de hablarme sobre

eso a lo que se refería como placer, aunque podías notar que ella sentía

algún tipo de inquietud con esta ceremonia, que intentó disimular

tomándome primero la mano, como si algún familiar hubiera muerto

–siguió sosteniendo mi mano mientras dio su discurso,

que era más un disertación sobre ingeniería mecánica

que una conversación sobre el placer. En su otra mano,

tenía un libro del que aparentemente había extraído los datos principales.

Hizo lo mismo con los otros, mis dos hermanos y mi hermana,

y el libro siempre era el mismo libro, azul oscuro,

aunque cada uno recibió su propio ejemplar.

 

Había un dibujo en la portada

que mostraba a un hombre y una mujer tomados de la mano

pero bastante lejos el uno del otro, como gente en dos orillas de un camino de tierra.

 

Obviamente mi padre y ella no tenían un lenguaje para lo que hacían,

lo cual, a mi entender, no era placer.

Al mismo tiempo, lo que sea que mantuviera unidos a los seres humanos

difícilmente se parecería a esos fríos diagramas en blanco y negro que sugerían,

entre otras cosas, que sólo podías alcanzar el placer

con una persona del sexo opuesto,

así que no te tocaban dos tomacorrientes, digamos, sin un enchufe.

 

No había escuela.

Volví a mi habitación y cerré la puerta

y mi madre fue a la cocina

donde mi padre estaba sirviendo copas de vino para sí y para su huésped invisible

quien –sorpresa– no aparecía.

No, sólo son mi padre y su amigo, el Espíritu Santo,

festejando toda la noche, hasta que se acaba la botella,

tras lo cual mi padre sigue sentado en la mesa

con un libro abierto ante sí.

 

Con delicadeza, para no avergonzar al Espíritu,

mi padre manejaba todas las copas,

primero la suya, luego la otra, ida y vuelta como cualquier otra noche.

 

Para entonces, yo ya estaba fuera de la casa.

Era verano; mis amigos solían juntarse en el río.

Todo el asunto parecía una vergüenza grave

aunque la verdad era que, salvo los chicos, tal vez realmente no entendíamos de mecánica.

Los chicos tenían la llave justo al frente, en sus manos si así lo querían,

y muchos decían haberla usado ya,

aunque una vez que uno de los ellos lo decía, los otros también

y por supuesto la gente tenía hermanos y hermanas mayores.

 

Nos sentábamos en la orilla, discutiendo sobre los padres en general

y el sexo en particular. Y mucha información era compartida,

y por supuesto el asunto era infaliblemente interesante.

Le mostré a la gente mi libro, Matrimonio Ideal –todos nos reímos mucho de él.

Una noche, un chico trajo una botella de vino y nos la pasamos por un rato.

 

Ese verano entendimos más y más

que algo iba a sucedernos

que nos cambiaría.

Y el grupo, todos los que solíamos juntarnos de este modo,

el grupo se quebraría como una cáscara que cae

para que el pájaro pueda emerger.

 

Sólo que, por supuesto, se trataría de dos pájaros emergiendo, pares de pájaros.

 

Nos sentábamos entre los juncos, al borde del río,

lanzando pequeñas piedras. Cuando las piedras golpeaban,

podías ver a las estrellas multiplicarse por un segundo, breves explosiones de luz

destellando y desapareciendo. Había un chico que empezaba a gustarme,

no para hablar, sino para observar.

Me gustaba sentarme detrás de él para estudiar su nuca.

 

Luego de un rato, no levantábamos juntos y caminábamos en la oscuridad

de regreso al pueblo. Sobre el campo, el cielo estaba despejado,

estrellas por todas partes, como en el río, aunque estas eran las estrellas reales,

incluso las muertas eran reales.

 

Pero las del río

–eran como tener una idea que de pronto estalla en mil ideas,

no real, tal vez, pero de algún modo más viva.

 

Cuando volví a casa, mi madre estaba dormida, mi padre aún en la mesa,

leyendo su libro. Y dije, ¿Se fue tu amigo?

Y me miró atentamente por un rato,

y entonces dijo, Tu madre y yo solíamos beber una copa de vino juntos

después de cenar.

 

 

 

 

Higos

 

Mi madre preparaba higos en vino

–escalfados con clavo, a veces unos pocos granos de pimienta.

Higos negros de nuestro árbol.

Y el vino era tinto, la pimienta dejaba un sabor a humo en el sirope.

Solía sentirme como si estuviera en otro país.

 

Antes de eso, había pollo.

De vez en cuando, en otoño, relleno de setas.

No siempre había tiempo para eso.

Y el clima debía ser el correcto, justo después de la lluvia.

De vez en cuando era sólo pollo con limón adentro.

 

Descorchaba el vino. Nada especial

–algo que le habían dado los vecinos.

Extraño ese vino –lo que ahora compraría no sabe tan bien.

 

Preparo estas cosas para mi esposo,

pero no le gustan.

Quiere los platos de su madre, pero no los preparo bien.

Cuando lo intento, me enfado.

 

Él trata de convertirme en una persona que nunca fui.

Cree que es cosa simple:

picas un pollo, arrojas algunos tomates en la sartén.

Ajo, si hay ajo.

Una hora después, estás en el paraíso.

 

Cree que mi trabajo es aprender, no su trabajo

el enseñarme. No necesito aprender lo que mi madre cocinaba.

Mis manos ya sabían, bastaba oler el clavo

mientras hacía mis tareas.

Cuando fue mi turno, tenía razón, sí sabía.

La primera vez que los probé, volvió mi infancia.

 

Cuando éramos jóvenes, era diferente.

Mi esposo y yo –estábamos enamorados. Lo único que queríamos

era tocarnos.

 

Vuelve a casa, está cansado.

Todo es arduo –ganar dinero es arduo, ver cómo tu cuerpo cambia

es arduo. Puedes con estos problemas cuando eres joven

–algo es difícil por un rato, pero tienes confianza.

Si no funciona, harás algo distinto.

 

Lo que más le molesta es el verano –el sol lo saca de quicio.

Aquí es implacable, sientes cómo envejece el mundo.

La hierba se seca, los jardines se llenan de maleza y babosas.

 

Alguna vez fue para nosotros la mejor estación.

Las horas de luz cuando él llegaba a casa, luego del trabajo

–las convertíamos en horas de oscuridad.

Todo era un enorme secreto,

incluso las cosas que decíamos cada noche.

 

Y el sol descendía lentamente;

veíamos encenderse las luces de la ciudad.

Las noches estaban lustrosas de estrellas –estrellas

que brillaban sobre los edificios altos.

 

A veces encendíamos una vela.

Pero la mayoría de las noches no. Pasábamos casi todas las noches a oscuras,

con nuestros brazos en torno al otro.

 

Pero estaba la sensación de que podías controlar la luz

–era una cosa maravillosa; podías hacer que todo el cuarto

refulgiera de nuevo, o podías yacer en el aire nocturno,

escuchando los coches.

 

Nos callábamos luego de un rato. La noche se callaba.

Pero no dormíamos, no queríamos abandonar la conciencia.

Le habíamos dado permiso a la noche para que nos llevara;

yacíamos ahí, sin interferir. Hora tras hora, cada uno

escuchando la respiración del otro, viendo las luces cambiar

en la ventana al final de la cama

 

–pasara lo que pasara en esa ventana,

estábamos en armonía con ello.

 

 

 

 

Una vida de pueblo

 

La muerte y la incertidumbre que me esperan

como esperan a todos los hombres, las sombras que me evalúan

porque puede tomar algo de tiempo el destruir a un ser humano,

deben conservar

el elemento del suspenso.

 

Los domingos paseo el perro de mi vecina

para que ella pueda ir a la iglesia y orar por su madre enferma.

 

El perro me espera en el umbral. Verano e invierno

andamos por el mismo camino, temprano por la mañana, en la base de la escarpadura.

A veces el perro se me escapa –por un momento o dos,

no lo puedo ver tras algunos árboles. Él se enorgullece mucho de esto,

este truco que saca ocasionalmente, y se rinde de nuevo

como un favor para mí.

 

Después, regreso a casa para reunir leña.

 

Conservo en mi mente imágenes de cada paseo:

la menta que crece junto al camino;

a inicios de la primavera, el perro persiguiendo pequeños ratones grises,

 

así que por un rato parece posible

no pensar en el control del cuerpo que se debilita, la proporción

del cuerpo que se mueve hacia el vacío,

 

y las plegarias que se vuelven plegarias para los muertos.

 

Mediodía, las campanas de la iglesia terminaron. Luz en exceso;

quietas, sábanas de niebla en la pradera, así que no puedes ver

la montaña a lo lejos, cubierta por la nieve y el hielo.

 

Cuando aparece de nuevo, mi vecina piensa

que sus plegarias fueron respondidas. Tanta luz, que no puede controlar su alegría

–tiene de brotar en forma de lenguaje. Hola, grita, como si

esa fuera su mejor traducción.

 

Cree en la Virgen como yo creo en la montaña,

aunque en uno de los casos la niebla nunca se disipa.

Pero cada quien conserva su esperanza en un lugar distinto.

 

Preparo mi sopa, sirvo mi copa de vino.

Estoy tensa, como un niño que se acerca a la adolescencia.

Pronto se decidirá definitivamente lo que eres,

una cosa, chico o chica. Ya no ambos.

Y el niño piensa: quiero tener voto en lo que pase.

Pero el niño no tiene voto alguno.

 

Cuando era niña, no pude prever esto.

 

Más tarde, el sol se pone, las sombras se reúnen,

susurran bajo los arbustos como animales que acaban de despertar para la noche.

Adentro, sólo está la luz del hogar. Se desvanece lentamente,

parpadeando sobre los estantes de instrumentos.

A veces escucho la música que proviene de ellos,

incluso encerrados en sus estuches.

 

Cuando yo era un pájaro, creía que sería un hombre.

Esa es la flauta. Y el corno responde,

cuando yo era un hombre, lloraba por ser un pájaro.

Entonces la música se desvanece. Y el secreto que me confía

también se desvanece.

 

En las ventanas, la luna cuelga sobre la tierra,

insignificante, pero repleta de mensajes.

 

Está muerta, siempre ha estado muerta,

pero finge ser algo más,

ardiendo como una estrella, y convincentemente, para que sientas a veces

que en verdad podría hacer crecer algo en la tierra.

 

Si hay una imagen del alma, creo que es esa.

 

Me muevo en la oscuridad como si me fuera natural,

como si yo ya fuera un factor en ella.

Tranquilo y quieto, amanece el día.

En los días de mercado, voy al mercado con mis lechugas.

 

 

 

 

-Louise Glück
Una vida de pueblo
Traducción de Adalber Salas Hernández
Editorial Pre-textos
España, 2020

https://www.pre-textos.com/escaparate/product_info.php?products_id=2000

 

ub. la cruz del sur

Louise Glück Escrito en 2001, el noveno libro de la poeta estadounidense Louise Glück (Nueva York, 1943 - Cambridge, 2023), Premio Nobel de Literatura 2 ... LEER MÁS DEL AUTOR