Louise Glück

Las siete edades

 

 

 

(Traducción al español de Andrés Catalán)

 

 

El mundo sensual

 

Te llamo a través de un gigantesco río o un abismo

para prevenirte, para prepararte.

 

La tierra te seducirá, lenta, imperceptiblemente,

con delicadeza, por no decir con complicidad.

 

Yo no estaba preparada: me quedé de pie en la cocina de mi abuela,

con el vaso en la mano. Compota de ciruelas, de albaricoques;

 

el zumo vertido en el vaso con hielo.

Y el agua añadida, con paciencia, de poco en poco,

 

mientras uno a uno los primos opinaban, saboreando

cada adición…

 

El aroma de la fruta de verano, la intensidad del concentrado:

el líquido colorido iba volviéndose más claro, más radiante,

 

dejando pasar más luz.

Placer, luego consuelo. Mi abuela aguardaba,

 

por si alguien quería más. Consuelo, luego un profundo ensimismamiento.

Nada me gustaba más: la honda intimidad de la vida sensual,

 

el yo que desaparece en ella o que es inseparable de ella,

como suspendido, como flotando, con sus necesidades

 

a la vista, despiertas, del todo vivas.

Un profundo ensimismamiento, y con él

 

una misteriosa seguridad. A lo lejos, la fruta brillaba en sus cuencos de vidrio.

Fuera de la cocina, la puesta de sol.

 

No estaba preparada: el ocaso, el final del verano. Manifestaciones

del tiempo como un continuo, como algo que llega a su fin,

 

no a un aplazamiento; los sentidos no me protegerían.

Te prevengo como nadie me previno a mí:

 

nunca tendrás suficiente, nunca te saciarás.

Saldrás lastimado, quedarás marcado, no cesarán tus ansias.

 

Tu cuerpo envejecerá, no cesará tu deseo.

Querrás la tierra, después más de la tierra:

 

sublime, indiferente, presente, no obedecerá.

Todo lo abarca, no será tu sirviente.

 

Es decir: te alimentará, te embelesará,

no te mantendrá con vida.

 

 

 

 

Solsticio

 

Cada año, en esta misma fecha, llega el solsticio de verano.

Luz suprema: hacemos planes para esto,

el día en que nos decimos

que el tiempo es en efecto muy largo, casi infinito.

Y en lo que leemos o escribimos, optamos

por lo celebratorio, por lo eufórico.

 

Hay en esos rituales algo aparte de asombro:

hay también una especie de enorgullecimiento,

como si el talento humano hubiera tenido parte en estos preparativos

y encontráramos satisfactorio el resultado.

 

Lo que sigue a la luz es lo que la precede:

un momento de equilibrio, de oscura equivalencia.

 

Pero esta noche nos quedamos en el jardín, sentados en las sillas de lona

hasta muy tarde, entrada ya la noche:

¿por qué mirar al futuro o al pasado?

Por qué vernos obligados a recordar:

lo llevamos en la sangre, este conocimiento.

La brevedad de los días; la oscuridad, el frío del invierno.

Lo llevamos en la sangre y en los huesos; en nuestra historia.

Hay que tener un don para olvidar estas cosas.

 

 

 

 

Estrellas

 

Estoy despierta; estoy en el mundo:

no me hace falta

otra certeza.

Ni otra protección, otra promesa.

 

Consuelo del cielo nocturno,

de la casi inmóvil

esfera del reloj.

 

Estoy sola: todas

mis riquezas me rodean.

Tengo una cama, un cuarto.

Tengo una cama, un jarrón

con flores junto a ella.

Y una lamparilla, un libro.

 

Estoy despierta; estoy a salvo.

La oscuridad como escudo, los sueños

postergados, quizás

desvanecidos para siempre.

 

Y el día,

la insatisfactoria mañana que dice:

Soy tu futuro,

he aquí tu cargamento de tristeza;

 

¿me rechazas? ¿Pretendes

echarme porque no soy

plena, como dices tú,

porque vislumbras

la forma negra ya implícita?

 

Nunca me expulsarás. Soy la luz,

tu propia angustia y humillación.

¿Osas

echarme como si

estuvieras esperando algo mejor?

 

No hay nada mejor.

Solo (por un instante)

el cielo nocturno como

una cuarentena que te

aparta de tu tarea.

 

Solo (suave, intensamente)

las estrellas que brillan. Aquí,

en el cuarto, en el dormitorio.

Diciendo: Fui valiente, resistí,

empecé a arder.

 

 

 

 

La musa de la felicidad

 

Las ventanas cerradas, el amanecer.

El ruido de unos pocos pájaros;

el jardín con una ligera capa de humedad.

Y la precariedad de las grandes esperanzas

desaparecida de repente.

Y el corazón aún alerta.

 

Y un millar de pequeñas esperanzas que se agitan,

no recientes pero sí recién reconocidas.

Afecto, cenas con amigos.

Y la estructura de ciertas

tareas adultas.

 

La casa limpia, silenciosa.

La basura que no hace falta sacar.

 

Es un reino, no un acto de imaginación:

y aunque es muy pronto,

se abren los capullos blancos de las campanitas.

 

¿Es posible que hayamos pagado por fin

un precio suficientemente alto?

¿Que ya no se espere de nosotros ese sacrificio,

que esa angustia y terror nos basten?

 

Una ardilla corretea por los cables del teléfono,

con un currusco de pan en la boca.

 

Y la oscuridad que en esta estación se demora.

De modo que parece ser

parte de un gran don

gracias al cual no habrá que temerla nunca más.

 

El día se despliega, pero muy poco a poco, una soledad

que no ha de temerse, los cambios

tenues, apenas percibidos:

 

las campanitas abiertas.

La posibilidad

de que logremos ver su final.

 

 

 

 

Puerta sin pintar

 

Al final, a una edad madura,

sentí la tentación de volver a la infancia.

 

La casa era la misma, pero

la puerta era diferente.

Ya no era roja: era de madera sin pintar.

Los árboles eran los mismos: el roble, el haya.

Pero la gente —todos los habitantes del pasado—

ya no estaba: se habían perdido, muerto, mudado a otro sitio.

Los niños de enfrente

eran ancianos y ancianas.

 

El sol era el mismo, los jardines

de un marrón reseco en verano.

Pero el presente lo habitaban un montón de extraños.

 

Y de alguna manera todo estaba en su lugar exacto,

exactamente como lo recordaba: la casa, la calle,

el pueblo próspero…

 

No para ser reclamado o para regresar

sino para legitimar

el silencio y la distancia,

la distancia de espacio, de tiempo,

la desconcertante precisión de la imaginación y el sueño…

Recuerdo mi infancia como un prolongado deseo de estar en otra parte.

Esta es la casa; esta debe de ser

la infancia que tenía en mente.

 

 

 

 

-Louise Glück
Las siete edades
Traducción de Andrés Catalán
Colección Visor de Poesía
España, 2024

 

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