Inmortalidad y otros textos
(Versión al español de Sandra Toro)
El final de la ciencia ficción
Esta no es una fantasía, es nuestra vida.
Somos los personajes
que invadieron la luna,
los que no pueden parar a las computadoras.
Somos los dioses capaces de deshacer
el mundo en siete jornadas.
Las dos manos se detienen al mediodía.
Estamos empezando a vivir para siempre
con mamelucos livianos, de aluminio,
con un número estampado en la espalda.
Sintonizamos nuestras palabras como música funcional.
Y nos escuchamos a través del agua.
El género está muerto. Inventen algo nuevo.
Inventen un hombre y una mujer
desnudos en un jardín,
inventen un hijo que va a salvar al mundo,
un hombre que se lleve a su padre
de una ciudad en llamas.
Inventen un carretel de hilo
que lleve al héroe a un lugar seguro,
inventen una isla donde abandone
a la mujer que le salvó la vida
sin perder el sueño por esa traición.
Invéntennos como éramos
antes de que el cuerpo nos resplandeciera
y dejáramos de sangrar:
inventen a un pastor que mate a un gigante,
a una chica que se transforme en árbol,
a una mujer que se niegue a dejar
el pasado atrás y se vuelva una estatua de sal,
a un hermano que robe la primogenitura
y se convierta en líder de una nación.
Inventen las lágrimas verdaderas, el amor imposible,
las palabras antiguas, pronunciadas despacio
y con dificultad, como los primeros pasos
que da un chico para atravesar una sala.
Inmortalidad
En el castillo de la Bella Durmiente
el reloj marca cien años
y la chica en la torre vuelve al mundo
igual que los sirvientes en la cocina,
sin siquiera restregarse los ojos.
La mano derecha que el cocinero levantó
hace un siglo exacto
completa el arco de su descenso
hasta la oreja izquierda del ayudante de cocina.
Tensas, las cuerdas vocales del chico
por fin dejan salir
la queja atrapada, inextinguible.
Y la mosca, detenida en medio de un clavado
sobre la tarta de frutillas,
completa su misión empecinada
y se zambulle en la cobertura dulce y roja.
De chica tuve un libro
con un dibujo de esa escena.
Era demasiado joven para darme cuenta
de cómo persiste el miedo y cómo
persiste el enojo, que es la causa del miedo,
de que su trayectoria no se puede modificar
ni romper, sino solamente interrumpir.
Mi atención estaba en la mosca:
en que ese cuerpo leve
de alas transparentes
con la esperanza de vida de un día humano
todavía reclamara su porción
de dulzura un siglo después.
Las cosas
Lo que pasó fue que crecimos solos
viviendo entre las cosas
así que a la moneda le dimos una cara,
a la silla una espalda,
a la lámpara un pie firme
que no supiera de fatiga.
Nos calentamos junto al fuego con lenguas
que arden como la nuestra
y colgamos lenguas también en las campanas
para escuchar
su idioma sentimental,
y, como adorábamos los perfiles graciosos
el vino tuvo su nariz
y la botella, un cuello largo y flaco.
Incluso lo que estaba más allá
lo rehicimos a nuestra imagen,
le dimos un corazón a la ciudad,
a la tormenta un ojo,
a la cueva una boca
para poder entrar y estar a salvo.
Monet rechaza la operación
Doctor, usted dice que en París no hay halos
alrededor de las luces de la calle,
que lo que veo es una aberración
causada por la vejez y el sufrimiento.
Yo le digo que me llevó toda la vida
llegar a ver ángeles en las luces de mercurio,
suavizar, difuminar y por último desvanecer
los bordes que usted lamenta que no vea,
aprender que la línea que llamaba horizonte
no existe y que el cielo y el agua,
separados hace tanto, son el mismo estado del ser.
Cincuenta y cuatro años atrás pude ver que la catedral
de Rouen fue construida
con los ejes paralelos del sol,
y ahora usted quiere que repare
mis errores de juventud: las nociones fijas
de arriba y abajo,
la ilusión de un espacio tridimensional,
la glicina escindida
del puente que tapiza.
¿Qué le digo para convencerlo
de que las Casas del Parlamento se disuelven
noche tras noche para convertirse
en el sueño fluido del Támesis?
No voy a volver a un universo
de objetos que se desconocen entre sí,
como si las islas no fueran las hijas perdidas
de un solo gran continente. El mundo
es flujo, y la luz se convierte en lo que toca,
se convierte en el agua y en los lirios de agua,
en el agua de arriba y la de abajo,
se convierte en las lámparas cerúleas y blancas
lila, malva y amarillo,
puños pequeños que traspasan la luz del sol
uno tras otro tan rápido
que haría falta un pelo largo y continuo
en mi pincel para atraparlos.
¡Pintar la velocidad de la luz!
Nuestras formas sopesadas, estas verticales,
quemarlas para mezclar con el aire
y trocar nuestros huesos, piel y ropa
en gases. Doctor,
si tan solo usted pudiera ver
cómo el cielo empuja a la tierra en sus brazos
y lo infinito del corazón que se expande
para reclamar este mundo, un vapor azul sin fin.
La risa de las mujeres
La risa de las mujeres prende fuego
los Salones de la Injusticia,
y arden las falsas evidencias
a la luz de una hermosa claridad
Sacude las Cámaras del Congreso
y a la fuerza abre bien las ventanas
para sacar volando los discursos fatuos
La risa de las mujeres les desempaña
los anteojos a los viejos;
los contagia de una gripe feliz
y ellos se ríen como si volvieran a ser jóvenes
Los presos de las celdas subterráneas
se imaginan que ven la luz del día
cuando se acuerdan de la risa de las mujeres
Corre en la divisoria de agua
y reconcilia dos riberas hostiles,
como bengala que porta buenas nuevas.
Qué idioma, la risa de las mujeres,
ambicioso y subversivo.
Mucho antes de las escrituras y de la ley
ya oíamos la risa, entendíamos la libertad.
Lo que quizás escucha el perro
Si un silbido inaudible
salido de nuestros labios
es capaz de mandarlo de vuelta con nosotros,
entonces el silencio es quizás
el sonido de la respiración de las arañas
y el de las raíces que perforan la tierra.
Tal vez, el del espárrago que se lanza
de cabeza a la luz
y el ruido marrón y prolongado,
cuando acontece, de las tazas rotas.
Nos gustaría preguntarle al perro
si hay un zumbido constante
mientras el chico crece en la casa,
si la serpiente de veras
se estira sin un clic
en toda su longitud y si el sol
se abre paso entre las nubes
sin un decibel de esfuerzo.
Si en otoño, cuando los árboles
agotan sus pozos, hay una vibración
tan aguda que no podemos oírla.
¿Cómo es allá, por encima
del nivel de encendido
de nuestras orejas elementales?
Para nosotros no hubo grito,
el pájaro recién nacido de repente estaba ahí:
el huevo roto, el nido vivo.
Y no escuchamos nada cuando el mundo cambió.
Pesca de la luna
Cuando había luna llena se metían al agua.
Algunos con horquetas, algunos con rastrillos,
algunos con tamices y cucharas,
y uno con una copa de plata.
Y pescaban. Hasta que pasó un viajero y les dijo:
“Tontos,
para cazar a la luna tienen que hacer que sus mujeres
se suelten el pelo en el agua,
hasta la luna taimada va a saltar a esa red bamboleante
de hilos que destellan,
va a suspirar y a forcejear hasta que las escamas de plata
caigan negras y quietas a sus pies”.
Y ellos pescaron con el pelo de las mujeres
hasta que pasó un viajero y les dijo:
“Tontos,
¿creen que van a cazar a la luna con esa levedad,
con brillos e hilos de seda?
Tienen que cortarse el corazón y usar ese animal oscuro
de carnada.
¿Qué importa perder el corazón si es para pescar los sueños?”
Y ellos pescaron con sus corazones apretados y calientes
hasta que pasó un viajero y les dijo:
“Tontos,
¿de qué le sirve la luna a un hombre sin corazón?
Vuelvan a ponérselos, arrodíllense
y beban como nunca lo hicieron,
hasta que la garganta se les cubra de plata
y como una campana les suene la voz”.
Y ellos pescaron con labios y lenguas
hasta que ya no hubo más agua
y la luna se les escabulló
en el barro blando e insondable.