Linda Pastan

Todo lo que quiero decir

 

(Traducción al español de Sandra Toro)

 

 

Todo lo que quiero decir

Un pintor puede decir todo lo que quiera con frutas
o con flores, o hasta con nubes.
Edouard Manet

¿Cuando te paso este bol
de manzanas, quiero decir:
acá tenés unas esferas rosadas del
amor, o de la lujuria –emblemas
de todos esos momentos posteriores al Edén
en los que una pizca de lo prohibido era
como la sazón de esa primera manzana?
O nada más quiero decir: Perdoname,
estuve ocupada todo el día, y lo único que hay
de postre es una fruta.

¿Y cuando arrancaste
una sola flor del arbusto que se desteñía
detrás de nuestra ventana,
me estabas diciendo que de algún modo soy
como una flor, o digna de flores?
¿Me decías
algo florido,
o nada más: acá tenés la última rosa
de noviembre, ponela
por favor, en agua?

Pero en cuanto a las nubes,
en cuanto a esos cúmulos blancos,
voluptuosos, que flotan allá arriba,
no son camellos ni almohadas,
ni siquiera los picos nevados
de unas montañas a medio imaginar.
Son la forma pura del silencio;
y sí, por ahora
las nubes dicen todo
lo que quiero decir.

 

 

 

El contestador

Llamo y oigo tu voz
en el contestador
semanas después de tu muerte,
un pichón de fantasma que todavía extraña
los mensajes humanos.

¿Te dejo uno, contándote
que la trama de nuestra vida
se había rasgado antes
pero que esta rotura repentina no
va a ser fácil ni rápida de arreglar?

En tu casa, que se vacía, los demás
enrollan las alfombras, empaquetan libros,
toman café en tu mesa antigua,
y escuchan los mensajes que dejaste
en una máquina embrujada

por el timbre de tu voz,
más palpable que las fotos
o las huellas digitales. Este primer día
de este primer otoño sin vos,
avergonzada y resistiéndome

pero incontenible, vuelvo a marcar
el número que conozco de corazón,
en un mundo menguado agradecida
por la piedad accidental de las máquinas,
escucho y cuelgo.
 

 

 

 

Bermellón

Pierre Bonnard hubiera entrado
al museo con un pomo de pintura
en el bolsillo y un pincel de pelo de marta.
Después, violando la santidad
de uno de sus propios cuadros,
le hubiera agregado una pincelada bermellón
a la piel de una flor.
Justo así te detuve
en la puerta esta mañana
y chupándome el índice, limpié
una miga invisible
de tu boca bermellón. Como si
en el momento ritual de la despedida
tuviera que demostrar que todavía sos mío.
Como si la revisión fuera
la forma más pura del amor.

 

 

 

Después de una ausencia

Después de una ausencia que no fue culpa de ninguno
estamos tímidos el uno con el otro,
y las palabras parecen más jóvenes de lo que somos,
como si tuviéramos que volver al tiempo en que nos conocimos
y traernos hasta el presente con esfuerzo,
del mismo modo en que nunca leés una historia
desde donde la dejaste
sino que siempre retomás el libro desde el principio.
Tal vez tendríamos que estar
atados como alpinistas
con el cable de seguridad del teléfono,
y el dial, nuestra propia ruedita de plegarias,
con nuestras voces menos fantasmas en kilómetros,
menos incómodas de lo que son ahora.
Me olvidé del gris de tus rulos,
del toque de invierno en tu cara,
y me acordé del hombre joven
que fuiste.

Y sentí que me volvía vieja y común,
obligada a pensar de nuevo en la cena,
en los animales que hay que atender, en la correntada
de la vida diaria escondida pero peligrosa,
que tan pronto nos tira para abajo a los dos.
Soñé que nuestra cama era
una costa en la que nos bañábamos,
y no este colchón a rayas
que hay que tapar con las sábanas. Me olvidé
de todos los asuntos viejos entre nosotros,
como el correo sin contestar por tanto tiempo que el silencio
se vuelve elocuente, un mensaje en sí mismo.
Hasta me había olvidado de que el amor de los casados
es un territorio más misterioso
cuanto más se lo explora, como uno de esos terrenos
sobre los que leés, un jardín en el desierto
donde parás a beber, sin saber nunca
si vas a llenarte la boca de agua o de arena.

 

 

 

Sensación térmica

La puerta del invierno
está cerrada y helada,

y, como cadáveres de animales
que se extinguieron hace mucho, los autos

quedaron abandonados por ahí,
se los apropia la ruta fría.

Qué ceremoniosa es la nieve,
con qué seriedad muda

hasta a la muerte convierte en un
arreglo formal.

Sola, en mi ventana, escucho
el viento,

el crujido de las hojitas
en sus ataúdes de hielo.

 

 

 

Meditación al lado de la cocina

Amontoné los fuegos
de mi cuerpo
en un fogón chiquito pero constante
acá, en la cocina,
donde la masa tiene vida propia
y respira bajo su repasador húmedo
como un hijo que duerme;
donde la hija verdadera juega abajo de la mesa,
a que el mantel es una carpa,
practicando despedidas; donde un pajarito
marrón y débil voló contra la ventana
enceguecido por la luz
y ahora está atontado sobre el asfalto
—nunca fue sencillo, ni siquiera para los pájaros,
este asunto de los nidos.
El ojo inocente no ve nada, dice Auden,
repitiendo lo que la serpiente le dijo a Eva,
lo que Eva le dijo a Adán, cansada de jardines,
deseosa de una vida bien vivida.
Pero la pasión ocurre por accidente
puedo dejar que la masa rebalse del bol,
descuidarla y no amasarla para que baje,
descuidar a la hija que espera debajo de la mesa,
ya con lagrimitas nublándole los ojos.
Crecemos de maneras tan azarosas.
Hoy me siento más inteligente que el pájaro.
Sé que la ventana me cierra el paso,
que cuando la abra
los olores del jardín van a ponerme impaciente.
Y amontoné los fuegos de mi cuerpo
en una fogata chiquita y doméstica para que los demás
se calienten las manos por un rato.

 

 

 

Perales en espalderas

Clavás los perales a la pared
en un simulacro de crucifixión
—con los miembros aplastados
y la espalda cubierta de hojas mirando hacia nosotros—
y los regás con la manguera.

La semana pasada le dijiste haiku viviente
al bonsái, y le cortaste
sin piedad
las ramas tiernas
como si te cortaras las uñas,

mientras yo no podía dejar de pensar
en las mujeres chinas
trastabillando
sobre los pies vendados.
Acá en el jardín,

donde el precio de la belleza
es en parte el dolor, nos arrodillamos
sobre el suelo resiliente
en un intento de fraternizar con la tierra
en la que nos vamos a convertir.

Mucho después del Edén,
la imaginación florece
con toda su maleza indómita.
Sueño con el sabor
efímero de las peras.

 

 

 

Estoy aprendiendo a abandonar el mundo

Estoy aprendiendo a abandonar el mundo
antes de que él me abandone a mí.
Ya renuncié a la luna
y a la nieve, cerrando las persianas
a las demandas de lo blanco.
Y el mundo se llevó
a mi padre, a mis amigos.
Sacrifiqué las líneas melódicas de las colinas,
mudándome a un paisaje monótono y llano.
Y todas las noches entrego mi cuerpo
miembro a miembro, de abajo hacia arriba
a través de mis huesos, hacia el corazón.
Pero llega la mañana con los pequeños
indultos del café y el canto de los pájaros.
Un árbol atrás de la ventana que hasta hace
unos segundos era nada más que una sombra
recupera sus ramas
hoja por hoja.
Y mientras yo recupero el cuerpo,
el sol recuesta su hocico caliente en mi regazo
como para hacer las paces.

Linda Pastan (Estados Unidos, 1937). Destacada poeta y ensayista de origen judío. De 1991 a 1995 fue poeta laureada en Maryland. Su obra se centra en lo ... LEER MÁS DEL AUTOR