Salgo a la calle con el ángel
(Traducción al español de Gustavo Osorio de Ita)
Salgo a la calle con el ángel
Salgo a la calle con el ángel.
Como una cadena enrollada alrededor de la mano.
Blanqueada por la cal de los muros.
Los hombres con los que me encuentro
me lamen la mano y los tobillos,
me siguen de cerca.
Los piso como si caminara sobre carbones ardientes,
como sobre tejados, sobre olas.
No tengo piedad alguna
con los hombres que me aman.
Mi cadena ha abierto pupilas de serpiente
en sus dorsos.
Me saludan todos aquellos que durmieron
al borde de los altos tejados,
aquellos que han llevado sus pulmones
a las aguas más profundas
– como perros lánguidos de caza –
y los han acostumbrado a respirar ahí.
Me saludan, desde abajo, los otros – los civiles.
Alcanzados por el coma.
Aquellos a quienes he roto los dientes contra una barra de hierro.
Las clínicas magistrales, los alcahuetes.
Los desheredados de la suerte me saludan, las contusiones, la tos.
Bajo la cama puede que aún humeen
los cañones del fusil.
Salí a la calle con el ángel. Regreso a casa.
Como una cadena enrollada alrededor de la mano.
Realidad touchscreen
Hemos gritado, hemos maldecido,
hemos rodado por tierra.
Entre nuestros más altos suburbios de viviendas públicas
se elevaban lentamente los pistones de la noche.
Y nos subimos en camiones
y bebimos.
En las calles, las niñas se desplegaron como banderas.
Bailamos y escupimos, bebimos
hasta la mañana, hasta el kilómetro cero.
Ahí fue donde llegaron los cazadores y llamaron
a nuestra puerta;
no nos despertamos, se quejaron.
Ellos afilaron sus picos en los muros;
entre lágrimas, por los oscuros pasillos,
cargaron sus armas
y se masturbaron.
Quizás algunos palos negros, de caucho,
nos aclararon, de cerca, nuestras contusiones,
separaron nuestros pómulos,
mientras bailábamos como salvajes.
La realidad nos llegó directo a la garganta.
Y llegaron aquellos que estaban en la Reanimación.
Pero no nos reconocieron.
No nos tendieron la mano, no nos pidieron
algo de luz
a través de las vitrinas touchscreen.
Quizás los tiradores de élite que se podrían sobre los tejados.
Son ellos los que han afilado sus picos
en nuestras costillas de vidrio,
ellos quienes han soplado en nuestros tuberculosas cánulas
y presionando lentamente los pistones de la noche.
Y nosotros, envueltos en algunas banderas,
ya no los reconocimos más.
El circuito de la recompensa. Dopamina y placer
Cada noche, el nudo púbico afloja poco a poco.
La piel es raída.
Con algunos instrumentos débiles, de carne,
tratamos de deshacer la alta costura craneal del espíritu,
de abrir las cajas negras de los placeres.
Comienza así el circuito de la recompensa. Con
la curvatura de una viola que guarda en la cámara
acústica los jadeos de los instrumentistas.
Nos mentimos. Nos buscamos una combustión otra,
un nuevo abrazo –una especie de lupa
a través de la cual el mundo muestra otro,
las cosas tal como han sido hechas.
Que la carne ya no cuelgue más encima de la cama
como si rezumase desde un gancho.
La noche, desperdiciamos tanta insistencia.
El crujido de la sábana, el brillo nocturno
de la piel que secreta mucha tristeza.
El silencio la lengua se obstinan
como un puente en acercar a la gente.
Todos los nudos progresivamente se aflojan,
según el mito del estéril reciclaje.
En la eterna y desesperada búsqueda del amor.
Y las cosas se presentan, después de todo,
tal como son.
Despojadas de los nombres translúcidos
que las designan, liberadas de la vesícula de todo concepto.
Puras, inevitables, de una crueldad infinita.
Y el río golpea, bajo las ventanas, contra el puente.
Como si alimentase a sus ahogados
del último piso.