Lilliam Armijo Martínez

Bosque de Plata

 

 

 

 
Bosque de Plata

 

El agua corre por las ciénagas en el invierno,

busca el bosque sombrío en medio de la ciudad,

quiere encontrar un camino en la nieve,

hace retroceder la escarcha en las hojas vencidas.

 

En mi paseo, lo he visto huir, correr hacia el este

sin esperar a nadie, su cuerpo repleto

de muerte, azul y rojo a causa de las ahogadas flores.

 

Flota el lirio, flota río abajo sobre el Danubio,

y se estrella en el asfalto hecho de agua.

Hubiera querido correr tan veloz como él.

 

Hubiese querido perderme en el Bosque de Plata.

Hubiera querido ser una luna ahogada

en las aguas innumerables.

 

Abro mis ojos en medio de la noche.

Entre la oscuridad, imágenes desacertadas aparecen,

objetos extraviados, sonidos puntuales.

Escucho mis pasos que golpean en el parquet,

mi peso ya no es mío, soy una sombra, un fantasma

que desaparece tras la puerta abierta

y se fuga por los techos, evadiendo la luz tenue

de las lámparas, a través del silencio solo disperso

por el ruido del río que abandona la ciudad,

 

por el ruido del río que grita mientras baja hasta el bosque

como un cazador que imita el graznido del cuervo

el chasquido del ciervo y la curva de la serpiente.
 

 

 

El Forastero

 

Hay un hombre que me vigila. El hombre

es una tormenta de granizo que ha dejado

pequeños pedazos de hielo sobre el pavimento.

El hombre ha nacido esa tarde de primavera.

 

El hombre lleva un suéter y zapatillas de andar

y se agacha y se amarra los cordeles

y se pone de pie.

 

Me ha estado esperando. Su cabello marrón

lo he visto muchas veces antes,

en un país donde todos tienen el mismo rostro.

 

Hace un tiempo atrás, durante los bombardeos

otros como él se creían arcángeles de una tierra prometida.

 

El hombre que me vigila y yo

provenimos del mismo lugar,

poseemos los mismos ojos hundidos en el desierto,

las mismas cicatrices en los brazos, el mismo aliento

baja a las aceras que dejamos atrás,

un rastro de violetas echadas a perder en la lluvia,

escupitajos parecidos a ultrajados corazones.

 

Acelero mi paso para alejarme hasta que entiendo

que lo he estado esperando.

 

Vuelvo la vista y lo encuentro atrás,

siempre atrás, pero no puedo ver su rostro

porque no tiene rostro, así que sigo mi camino.

 

Camino hasta la floristería llena de tulipanes

camino hasta la cafetería llena de voces

camino a las regiones del hielo donde las colinas

están llenas de pisadas de alces y de osos.

 

Y aquel hombre me sigue sin alcanzarme nunca.

El hombre sin sombra y sin historia,

igual a todos los otros que me siguieron antes,

que me siguieron hasta extinguirse, hasta volverse

un ruido de pasos en la nada

dos suspiros dos minutos una tarde de enero,

una puerta hacia la oscuridad que no se disipa,

todo aquello desde donde provengo,

todo aquello hacia lo cual me dirijo sin poder detenerme.
 

 

 

Ceniza

 

La claridad se hundía en la sombra

de los árboles en el Bosque Negro

y despuntaba la noche con su falsa luz.

 

La vegetación se abrió

como una puerta escurridiza hacia la nada,

y el tiempo se detuvo.

 

Entonces te acercaste. Tu mano

se hizo un cofre alrededor de mi mano,

y todo tú te volviste madera,

una casa con velas encendidas al fondo.

 

Vimos pasar sobre nuestras cabezas

miles de lunas en sus diferentes facetas,

espectáculo inmenso.

 

La vida se volvió un río quieto

y caminamos sobre los lomos de los peces.

 

Pronto, las muchas lunas en el cielo

desaparecían sin un motivo.

Entonces me hablaste de las semillas

que dieron origen al Bosque negro.

Y todo volvió a empezar.

 

Era la noche más oscura y feliz.

Y no podía haber nada más hermoso en el mundo.

El fuego nos separaba y nos unía.

En la ceniza, seríamos uno.
 

 

 

Las migajas

 

Es marzo, la primavera anuncia su regreso

empujando su paso en esta tierra llena de rumores.

 

Pero el invierno añoso

se ha posado sobre nuestras cabezas

como cuervo testarudo que se niega a partir.

 

De vez en cuando entra apresurado

por las ventanas empapadas de gotas secas,

un pedazo de cielo que se ha escapado de otro tiempo.

 

En el día, las horas caen lánguidamente,

flotan en el aire haciendo círculos

antes de morir entre los murmullos escondidos

en las grietas de paredes blancas.

 

Cae la noche mientras camino en la servitengasse,

la calle de piedra se hunde bajo mis pasos apresurados

como gota de agua que golpea

la piedra de mar picada.

 

Todo lo que nos rodea ha dejado de existir.

Las mesas y sillas en las terrazas del café,

aplazan un mejor porvenir,

y detrás las vitrinas caducan

los vestidos de una primavera robada.

 

La ciudad se ha vuelto humo blanco

y se me escapa entre las manos

igual que el ala de una mariposa

que se diluye en el silencio de la memoria.

 

Cuatro paredes y una calle enlozada

se han convertido en toda nuestra patria.

 

Y aunque la humanidad vigila desde dentro de casa,

en la plaza florece un arbusto

al que nadie había prestado atención,

como una joven mujer diáfana

que deja caer su cabellera

salpicada de copos ruborizados.
 

 

 

Conversaciones

 

-¿Te acuerdas del tiempo cuando no teníamos miedo?

 

-¿Miedo? Siempre he tenido miedo.

Tuve miedo al jaguar

y a la lluvia oculta

detrás de los párpados traslúcidos de Tepeu.

 

Tuve miedo desde el instante

cuando las aguas del mar se oscurecieron

y los hijos del sol emergieron

a través de sus pasadizos.

 

Siempre temí al oro negro,

a su sombra frágil,

a la profecía cumplida,

a los eclipses que anunciaban la guerra.

 

Temimos del látigo que reventaba

la coraza del amate

acostumbrada al sol férvido.

 

Y temimos al mundo extraño

al que nos hicieron venir

y que nunca fue

nuestro.

 

Siempre temí a los relámpagos furiosos

y al hambre sin nombre,

y a los años sin sueño.

 

Y ahora te pregunto, cuando sufría todo esto,

¿dónde estabas?

 

Lilliam Armijo Martínez Poeta salvadoreña. Estudio en El Salvador su primaria y secundaria en el colegio Externado San José. En el año 2002 realizó sus estudios ... LEER MÁS DEL AUTOR