Leymen Pérez

El sol de las derrotas

 

 

 

-De El sol de las derrotas
(Premio Nacional de Poesía Julián del Casal de la Uneac, 2024)

 

 

 

 

 

PENSAMIENTOS, NO: ASFIXIA

 

Paredes de muchas casas se amontonan sobre la pared de mi casa.

Ventanas asfixiándose, aire asesino, postura de loto,

pensamientos bonsái. Me invitan a crecerme en un lugar cerrado.

La enfermera dice: «En el psiquiátrico, los hay mejores.

Ponte debajo de la lengua este ansiolítico y lo que fue el país.

Canta la canción de los que no pueden regresar a sí mismos»,

como algunos gobiernos que padecen de claustrofobia

y no creen en distancias horizontales, solo en las verticales,

como la tragedia que vive la anciana con hambre que dedicó su vida

a enseñar a otros la totalidad no lo fragmentos, pero nunca aprendió

del lugar en el que nada vive ni existe, ni la muerte quiere abrir

una franja, un continente para salir corriendo, temblando,

sin poder escribir esto en la tiranía de los fragmentos, sin frío

que nos recuerde a las paredes de muchas casas amontonándose

sobre la pared de mi casa donde nos asesinaron.

 

 

 

 

LA CLASE MUERTA

 

Pertenecíamos a la clase baja, sin pasado ni presente.

Sin destino: una clase muerta.

Como un muerto caminando estaba el buey

que traía solo falsas noticias.

Agónico el aire en los pulmones.

La fatalidad en las voces que llegaban.

La pobreza en el piso de tierra junto a mi abuela,

observando a los suicidas. Un hedor a vacío

deslizándose desde los aleros que se volvían pájaros

nunca antes vistos. Un dolor que ya fue

carcinoma en la lengua, trombosis en el muslo,

bloqueo ventricular, tumor en la mama derecha.

La pobreza en la tierra de los ojos de mi abuela

que no tenía padre, casa, paisaje de girasoles,

pero había encontrado las luces

aunque a veces las luces no tenían corazón.

Abuela procuraba estar donde se despedía el horizonte

cuando el dolor se volvía sílabas de una realidad fragmentada

sin saber quiénes somos en todo lo que se derrumba.

Para la clase muerta no había planos de secuencia,

reactivos, viajes hacia donde el agua no se agota bajo el sol.

Todo se reducía a no mirar cómo se enferman las luces,

una cosa callando otra: sentir que la pisoteaban

durante el otro subdesarrollo. Un gesto miserable.

Vidas que nada significan.

 

 

 

 

LA HABITACIÓN DEL PÁNICO

 

Lo único que siento es pánico.

 

Flor de hierro, corriente de aire sin aire,

soledad que hace cortaduras y quema

a la frágil cáscara del cuerpo

que no sabe qué hacer

con tanta oscuridad.

 

Y no lo sabe mi madre

ni mi padre.

Solo lo sabes tú

que estás a mi lado

como una muerta más,

como otra habitación sin venas que se cierra

y asfixia

sin saber qué dice la lengua sin vida.

 

Pánico es lo único que siento.

 

Cuba entera es un desierto

y todo está muerto

y cada vez están más altas las paredes del pánico

y una mano sobre mis manos están llevándome

hacia donde ya nada duele

y cada rasguño en los muros es una huella vencida,

royéndose, royéndonos,

como los amaneceres

en los rostros.

 

Lo único que escucho es a mi pánico:

 

«Levántate, Leymen, camina» –me dice.

«En cada lugar que llegues estoy esperándote.

En el viento secando las hojas,

en el puñado de huesos que bajan y se acomodan

para que la oscuridad lo reciba.

No duermas. No comas. No escribas.

No respires. Estoy aquí, como otro que viaja

desde otra prisión que tienes dentro.

Ya no necesitas a nadie. Ya nada necesitas.

Lo único verdadero soy yo: tu propio horror.

Aquello que no es posible nombrar en la barbarie».

 

 

 

 

DIARIO DE ÓSCAR MATZERATH

(Fragmentos)

 

No será en Utopía, campo subterráneo,
ni en una isla secreta, situada Dios sabe dónde.
Sino aquí, en este mundo, que es el mundo
de todos nosotros, donde al fin encontraremos nuestra
felicidad o no encontraremos ninguna.
William Wordsworth

 

Como el hacha voy cortando las raíces del lenguaje.

En cada tajo, un pedazo de mí. En Utopía el pensamiento de un prisionero es más peligroso que una granada en las manos de un niño ciego. ¿Cómo se transforma un hombre derrotado en un hombre libre?, o viceversa. El pájaro con la cabeza vendada sabe la respuesta. Aunque cambien los paisajes sigo en mi prisión mental. 

En cada tajo leen en el arroz lo mismo que la sangre lee en el cuerpo, que nada puede escoger. Cuentan los restos duros (coágulos, cielo desgarrado, astillas) que entran a la boca con la misma intensidad de una raíz que rompe el suelo y se deja pinchar con la sucia aguja de la nación. Un cuerpo sin cabeza y sin extremidades. Un tronco dañado. Tierra abriendo la tierra donde crece Óscar Matzerath. El humano con menos cenizas en Auschwitz y en el Morro-Cabaña. Los escogedores de arroz a veces no leen nada. Entran y salen como autistas que se buscan a sí mismos y se encuentran en el hacha de talar la libertad, en la tierra abriendo la tierra que hay en mí. Cerrándose, cerrándome. Lo mismo que la sangre lee:

«Tu cuerpo se llena de cosas inútiles. Tu casa se llena de cosas inútiles. Tu país se llena de cosas inútiles. El país que construíamos se quedó sin hierros.  Sin almas que puedan caminar por el aire. Sin mezclas para fundirse. Solo de obreros mutilados que estuvieron demasiado tiempo en un hospital para infecciosos. Las hormigas muertas buscaban los huesos de la nación en sus huesos. El país dejó de respirar».

Digo lo que tengo que decir sin literatura.

Amanece con violencia, como el hacha que corta el lenguaje. Anochece con violencia. Del bote de remos, nace arena, pensamientos inmóviles del Gran Hermano. Pensamientos podados crecen en todas las direcciones como un cáncer. Dejé mis huesos rotos en el suelo para cuando regresaran las hormigas. Deseaba en silencio llegar hasta el cuerpo agonizante del niño que su madre abandonó.

Los disparos abrían la puerta del calabozo. Los gritos abrían la ventana del calabozo. Mis ojos se cerraban. El calabozo alcanzaba su vacío hundiendo un tenedor en el hombre derrotado. Dios se abría en Dios. Al niño le pesaban demasiados los ojos.

En mi prisión mental mi dolor se volvió una habitación de 2×2 metros. Allí veía la naturaleza de la realidad, desmoronándose. Cal de las paredes. Cuerpo de cal. Hace treinta y cinco años había muerto mi abuelo. Veo el fracaso que es el ser humano. Ahora soy mi abuelo, su metáfora en el aire, su derrame cerebral apagándose, devolviéndole el dolor que va de una célula a otra. He aprendido el lenguaje de los que se despiden.

 Si tu mente intenta traicionarte, déjala libre.

Las mejores mentes de mi generación alcanzaron, en el estío, la demencia. Al menos encontraron como Óscar Matzerath la sombra que buscaban. Las peores mentes barrieron la época, como hicieron los pájaros muertos en el aire, comiéndoselo todo. Con rastros de otras vidas, construíamos una casa, en el camino.  Había perdido casi todo y fingía que miraba desde una ventana a Utopía. Para quien tenía miedo, todo era una devastación. Solo el miedo era y es honesto.

¡Esto no dura ni un día más! —dice el reparador de ventanas.

¿Y a mis poemas cuánto tiempo les queda? Los enfermos terminales están curados y los sanos están muriendo. Manía de carcomerlo todo tienen algunos animales.

Está madera fue cortada antes de tiempo —dice el reparador.

Entrábamos y salíamos de otras vidas. De nosotros mismos. Oía las voces de mis muertos: «Despiértate. Ciérrate las venas. Ciérrate». Los derrotados siempre hablamos de lo que hemos perdido o nos han arrancado. Sobre lo que ocultaban los Generales y Doctores y siempre supo el comején.

Y en el momento en que saqué el tambor, Günter Grass me dijo:
«No toques demasiado fuerte. Aún seguimos durmiendo en alambradas».

 

 

 

TRES VECES UN SOL

 

Un sol es un sol es un país desgarrado. Vi

largas sombras empequeñecer, vi un país entero

cubrirse con pedazos. Un pedazo es un sol en la

soledad de un país como un sol es un pedazo

de objeto en las manos de quienes parten. Un sol mira

cómo nos reímos de nuestras derrotas.

 

Un país solo para un día, una noche, un juego entre crepúsculos,

unas manos que ya no están tocándolo. Un sol

es una mano que permanece inmóvil. Te digo estas cosas

como podría decirte que mis manos no dejaron

que cayera al vacío Zurita, que regresó del Purgatorio,

y dijo que estaba vacío el paraíso de los pedazos.

 

Vi campos enteros desgarrados. Una mujer

detrás de los barrotes gritando demencialmente

como el viento. Un país es un país un sol desgarrado.

La amordazaron sus propios hijos. Le sacaron las uñas,

le quemaron la libertad que estaba en sus poemas.

Por eso nadie puede leerlos ni oírlos. Están

en las astillas del país, ese otro sol, que ya no está.

 

 

 

Mientras un animal miraba con humanidad a su matarife, niños bajo el efecto del fósforo blanco,

jugaban a juntar bombas y dentaduras. Yo recordaba el último segundo con mi hijo: los golpes no

dejan que tú olvides. «Si no llego al final de este campo minado no quiero que haya dolor», le dije.

Soy un fragmento de metralla que avanza y se detiene. Alguien que viaja desde lo oscuro hacia el

claro de bosque. Un ciego más que abre los ojos y solo ve un mundo asesino. Lo que escribo solo

podría llamarse poesía porque no hay otra soledad donde ponerlo. Hasta aquí mi voz era un símbolo.

Ahora, es nada. Un gusano avanzaba sobre mí, como un dios.

 

Leymen Pérez (Matanzas, Cuba, 1976). Poeta y editor. Máster en Estudios Sociales y Comunitarios. Parte de sus libros publicados son: Corrientes colo ... LEER MÁS DEL AUTOR