Los andamios del mundo
(Traducción al español de Martín López-Vega)
Mi tierra
Mi patria está donde los cangrejos azules
cuando presienten la caída de la noche
buscan las lagunas entre los manglares.
En mi país palúdico
el peso de las lluvias dobla los árboles de anacardos
y el sol calcina las lágrimas.
Y una espina de mojarra
araña la porcelana del día
que la lengua del mar lame.
Entre avisperos
y tarántulas inmóviles
la tarde me iluminaba.
Yo deletreaba la herrumbre
de navíos sin nombre que el lodo
de las albuferas masticaba.
Recorría las galaxias.
Polvo de estrellas caía
en los cocales del tifus.
En el suelo de las islas pegajosas
una averiada caracola planetaria
guardaba el aroma del mundo.
Mi patria es el agua negra
—dulce agua llena de miasmas—
de los astilleros podridos.
(En la cocina, la boca asalariada
soplando carbones hacía nacer
el fuego del día).
Mientras yo dormía
y llovía en mi sueño, en los valles
caían trombas de agua.
La mañana radiante se manchaba
con la sangre oscura de la zorra
muerta en el suelo memorable.
Mi tierra es el nuevo camino
que el hombre abrió sin querer
en la espesura junto al arrozal.
Entre lagartos y pájaros plataneros
vi cómo caían las horas sobre las cercas
golpeadas por los relámpagos.
Fue en la infancia cuando aprendí a mirarte,
oh sol que me ilumina. Y un arcoíris
se abrió entre los papagayos en el cielo pálido.
Fue en la infancia cuando aprendí a amarte,
hembra, que mi asombro confundía
con las tarántulas.
En mi país de podridos archipiélagos
un menú de barro siempre espera
a mis hermanos congestionados.
Y, en los basureros, hombres y buitres,
bajo la ley de la libre competencia, ganan
el pan que Dios amasa.
Desde lo alto de las dunas yo veía el mundo:
escoria azul a lo lejos,
mar curvado de navíos.
¡Qué bellísimo era el universo!
La nube que rozaba los almacenes del puerto
refulgía en el granero de las aguas.
Al final de los raíles de la Great Western,
entre locomotoras sedientas
y traviesas clavadas en el agua,
el blanco faro de mi tierra
iluminaba siluetas de árboles de yaca acuclilladas,
siempre embarazadas como las lavanderas.
Oriundo de las islas inacabadas
nunca aprendí a distinguir
lo que pertenece a la tierra de lo que pertenece al agua.
Siempre junté en el mismo plato
las espinas de los peces
y las sobras de los sueños.
Reaparición de mi padre
Hoy, por casualidad, volví a ver a mi padre
en su mañana forense.
Con un traje de cachemir aunque fuese verano
entraba y salía de los bufetes
y cruzaba la calle del Comercio
con su cartapacio marrón, gafas de tortuga
y sombrero de fieltro.
De vez en cuando mi padre se detenía en algún sitio:
en el registro mercantil, en una ferretería, a la puerta de una zapatería.
Con su mirada miope contemplaba el rostro de Carole Lombard en un cartel
del cine Floriano.
Entraba en el Bar Colombo a orinar.
Proseguía su camino
entre mendigos, manitas y magistrados
y se sumía en la oscuridad de un almacén.
Mi padre iba y venía por el centro de Maceió.
Yo asumía que estaba vivo.
Solo me rendí a su muerte lenta
cuando pasó junto a mí sin reconocerme.
Entonces supe lo que es la muerte,
y supe al mismo tiempo lo que es la vida:
un lugar soleado donde la gente conversa.
Mi patria
Mi patria no es la lengua portuguesa.
Ninguna lengua puede ser patria.
Mi patria es la tierra blanda y pegajosa en la que nací
y el viento que sopla siempre en Maceió.
Son los cangrejos que corren por el fango de los manglares
y el océano cuyas olas siguen salpicando mis pies mientras sueño.
Mi patria son los murciélagos colgados del techo de las iglesias carcomidas,
los locos que al atardecer bailan en el hospicio junto al mar
y el cielo encorvado por las constelaciones.
Mi patria es el silbido de los barcos
y el faro en lo alto de la colina.
Mi patria es la mano del mendigo en la mañana radiante.
Son los astilleros oxidados
y los cementerios marinos donde mis ancestros tuberculosos y palúdicos
nunca dejan de toser y de temblar en las noches frías
y el olor a azúcar de los almacenes del puerto
y las lisas que se agitan en las redes de los pescadores
y las ristras de cebollas trenzadas en la tiniebla
y la lluvia que cae sobre los corrales de pesca.
La lengua de la que me sirvo no fue ni será nunca mi patria.
Ninguna engañosa lengua puede ser una patria.
La lengua sirve apenas para celebrar mi gran y pobre patria muda,
mi patria disentérica y desdentada, sin gramática ni diccionario,
mi patria sin lengua y sin palabras.
El ruido del mar
En la tarde de domingo vuelvo al cementerio viejo de Maceió
donde mis muertos no acaban nunca de morirse
de sus muertes tuberculosas y cancerígenas
que atraviesan la marea y las constelaciones
con sus toses y gemidos y blasfemias
y esputos oscuros
y en silencio los instigo a volver a esta vida
en la que vivieron lentamente desde la infancia
con la amargura de los días largos pegada a sus existencias monótonas
y el miedo a morir de quienes asisten a la puesta de sol
mientras, tras la lluvia, las hormigas voladoras se dejan caer
en el suelo materno de Alagoas, incapaces de volar más.
Les digo a mis muertos: Levantaos, volved a este día inacabado
que os necesita, que necesita vuestra tos persistente y vuestros gestos de enfado
y vuestros pasos en las calles tortuosas de Maceió. Volved a los sueños insípidos
y a las ventanas abiertas sobre la calima.
En la tarde de domingo, entre los mausoleos
que parecen suspendidos por el viento
en el aire azul,
el silencio de los muertos me dice que no volverán nunca.
De nada sirve llamarlos. Allí donde están no existe el retorno.
Tan solo nombres en lápidas. Tan solo nombres. Y el ruido del mar.
No todos
No todos dejan huella de su paso por la tierra
o se dejan sorprender por el pavo real que atraviesa el bosque
y abre su cola en el silencio del mundo.
No todos murmuran palabras de amor cuando cae la noche
y se refugian en tiendas blancas junto al océano
o esperan que los navíos confiados a la sabiduría de los astilleros comiencen a silbar.
No todos vieron la muerte en el rostro amado
o sufrieron hambre, desolación y frío.
No todos encontraron la llave perdida durante el temporal
cuando el asesino cauteloso desapareció en la niebla
o copularon al atardecer en grandes moteles con banderas situados a la orilla del mar.
Hay quienes sienten una cierta aflicción cuando los trenes llegan a los viaductos
y quienes escalan las montañas durante el invierno y resbalan en el hielo.
No todos conocen el camino del bosque y escuchan el súbito rumor de la fuente
entre las piedras brillantes
y se detienen ante el musgo que reverdece los grandes árboles.
Hay quienes son indiferentes al vuelo de los pájaros
y a las sirenas de las ambulancias en las autopistas congestionadas.
No todos contemplaron a la muchacha suicida en la mesa del tanatorio
y repararon en sus manos colocadas como si estuviera rezando.
No todos vieron al pavo real. No todos escucharon los silbidos del navío.
Y esta es la suprema diferencia que divide a los hombres cuando el día nace.
_______
-Lêdo Ivo
Traducción de Martín López-Vega
Los andamios del mundo
Colección Visor de Poesía
España, 2025