Alda Merini

La carta de la Muerte

 

Por más que trato de contar mi vida, no soy capaz de seccionarla en el tiempo ya que cada episodio posee su vida interior. Los movimientos externos de nuestra vida son solamente una señal de aquello que sucede dentro de nosotros, como la manifestación de una luz.  Una luz reflejada.

Recordaré siempre con nostalgia la apacible tolerancia de mi familia, el amor paterno y materno, las atenciones de los huéspedes, la amada cercanía de los héroes. A nuestra manera, durante la infancia, sobretodo en la mía, fuimos como héroes de leyenda.  Creímos en grandes valores: el amor, los deseos simples de los grandes sabios, de los grandes poetas. Al igual que aquellos que pasan desapercibidos, elegidos por el destino y por el gran fraude llamado vida, he entendido que la vida me ha entregado el más grande regalo: la vida misma.

Quien se lamenta de la vida jamás podrá entender el misterio de la muerte, que también es vida. Quien teme la muerte seguramente no conoce el principio de la felicidad.  No obstante, el haber padecido burlas e insultos a causa de los internamientos, no puedo más que agradecer al látigo endemoniado que me enseñó que las heridas externas son poca cosa si se comparan a los lacerantes gritos del corazón.

Por ello desdeño toda medicina falsa y vivo al día confiando en mi pobreza como mujer, en el éxtasis supremo del amor y sobre todo, en el pecado.

El encuentro con el pecado es como el encuentro con un amigo: le doy la mano, lo invito a entrar en casa y le digo que se siente cómodamente. Quiero conocer el pecado para saber cómo es que Dios, con los lirios del campo, ha podido crear esta cosa obscena que es el demonio.

Los grandes escritores han luchado siempre contra el principio del mal y sobre todo contra el principio del mal que habita en ellos mismos, convirtiéndose ellos mismos en sus peores jueces, los más despiadados celadores.

Hay, por lo tanto, entre el fastuoso Portero nocturno y yo un parentesco. Ninguna leyenda literaria, ninguna psiquiatría ha logrado desintegrar en mí esta memoria humana, este as de picas, el Bandido, la carta de la Muerte.

Los críticos se han referido a mí como la poeta que canta sus propios amores, pero no es verdad. Aun cuando los amores se acaban, mi mente continúa creando porque no es la vivencia de un amor lo que sostiene mi creación sino, una ética de vida, el amor a la vida. Hay algo que va más allá del conocimiento común sobre el malestar psíquico: la fe en que existe un Dios de amor del cual todos formamos parte única e indestructible.

Todavía estoy aquí buscando recordar el fluir de una vida de inicio a fin, pero han sido demasiadas las fracturas producidas por los eletrochoques, las esperas, las revanchas de la memoria.

No soy mujer para el amor, a pesar de ser una mujer apasionada; relaciono mi   intemperancia más bien al placer sádico por la palabra que al placer angélico por la carne.

El verdadero Ángel está en la materia. El propio Miguel Ángel, luego de haber esculpido el Moisés, le dijo, “Habla”. Aligerar la materia para encontrar el espíritu, es la tarea del poeta: lastimarse las manos, el corazón, plantearse una infinidad de preguntas y después desecharlas, fumar algunos cigarrillos, hacer más placentero el tránsito hacia la muerte.

 

-Fragmento tomado de Alda Merini, Delito de vida. Autobiografía y poesía. Edición de Luisella Veroli, Vaso Roto Ediciones, 2018.

 

 

Alda Merini Delito de vida

Alda Merini Nació en 1931 en Milán, donde residió hasta su muerte en 2009. Ha publicado numerosos libros de poesía, entre los cuales destacan: L ... LEER MÁS DEL AUTOR