Julia Uceda

Confesión en negro

 

 

 

Confesión en negro

 

Ahora puedo decir: esto era

la mayor parte de la vida. Lamento

sin embargo, aunque no

con excesiva pena,

no haber tenido nunca un dormitorio,

aunque por otra parte,

qué podía yo hacer con tantos muebles

y con tanta madera arrebatada

a aquellas tierras en donde nació…

Fue roja mi primera cama.

Tenía una plaquita, de San José y el Niño,

en el pequeño cabezal.

Recuerdo todavía

a los mayores discutiendo

que su compra era urgente pues la niña

no cabía en la cuna.

Fue peor

no acceder a los libros que, mudos, me llamaban

porque venían y se iban

más lejos cada vez. Igual que mis amigos,

que mis casas, que las viejas butacas,

que los paisajes encontrados.

Quién sabe todavía

en qué casa, en qué cuarto moriré.

Sin embargo, me alegro

de haber tenido, en USA, tres objetos: la boina

de hielo del dolor

de cabeza, el teléfono blanco

-en mi tierra eran negros-

de Mirna Loy, y haber averiguado

lo que desayunaban, en altas copas cristalinas,

las heroínas y los héroes

del cine. Eran pomelos: esa fruta

cuyo amargor no puedo soportar.

 

¿Y del amor? Punto y aparte.

Los quise. Me quisieron:

todos fueron mis gatos. Y hubo también tres perros.

Lo sé: no ha sido tan terrible.

 

 

 

 

Profundo como los ríos

 

Rostro negro de soledad,

en tu sudor toco la nieve que se abrió en el aire.

Regresan las agujas de hielo bajo el sol,

y me encuentro, al perderme, en el lino cuajado

o en el deshielo súbito

de otra mañana:

aquella en que el narciso despertaba

a su esplendor efímero.

Amado rostro negro de soledad, tocarte desearía;

recoger en mi uña el destello de ese sudor

como si recogiera, uno a uno, los días que te envolvieron

y hablaba corno tú.

Y, sobre todo, me rebelaba con esperanza.

Tu casa está sobre el jaspe y el zafiro,

sobre la calcedonia y la esmeralda,

y sobre las otras siete fundamentales

sin exceptuar la amatista.

Los vientos, por ti, se han detenido en

sus cuatro lugares.

De soledad

están pobladas tus calles. Y de lejanía

oculta tras doseles de arena.

En las noches de estruendo y orgía,

copas volcadas y cruces llameantes,

has ocultado tu corazón bajo una gardenia

y la armonía, desde tus manos,

—Si yo volviera, ¿adónde volvería?—

ha embriagado las sombras.

Si yo volviera,

dibujaría en la pared de mi prisión

nombres fugaces, las palabras

de una antigua canción, un teléfono viejo

con el cable cortado sobre el pecho

de una mañana, un libro sin abrir,

el blanco sobre el verde

y un ave del Camino de las Ocas.

También lo que traías, rostro negro de soledad.

 

 

 

 

Su voz

 

Vino de más allá con su tristeza. Había

rodado por los siglos y las lunas

intactamente virgen,

vertical, pura y honda,

hecha de mármoles antiguos,

de historias y de gestas

y se rompió en mi playa lejanísima

con sonido de órganos extraños.

Humanamente se rompió en mi playa

con su verdad traída en las raíces,

con su verdad rotunda, abras adora,

y en mis arenas hubo un murmullo de oros,

un temblor en las cimas de mis dunas

y una noche más honda y pensativa

se adentró en mi silencio.

Y ahora no sé lo que me dice.

Es su voz la que bate sin cesar mis orillas.

Es su galerna la que lame

mis rocas

con la lengua salobre de la angustia.

Son sus espumas las que ciñen mis piernas temerarias.

No sé lo que me dicen. No lo oyen mis oídos.

Lo siento a ramalazos, nocturno mar,

mar viento,

arremetiendo mis costados tristes

(piedra viva sin agua; sólo tierra).

La verdad que me trae no la busco,

no está, no, en sus palabras.

Está en su voz eterna,

en su voz impalpable, huidiza, arrolladora,

lejanísimamente mía

y a la vez

más próxima y más fiel que mi tristeza.

La verdad que me trae.

 

 

 

 

Nada se oye

The abandoned ruins of the dreams I left behind.
De una canción popular inglesa.

¿Estuve sola

a través de los tiempos y los grupos

dorados del otoño, a través de la sombra

del árbol en el agua

inquieta o dura, y más y más allá?

 

¿Fui o fuimos hablando entre la niebla

que fingía triunfantes

contornos a mi lado: un rostro puro

muy extraño en su noche, con los signos

de un idioma remoto en su frente, en su boca?

 

¿Yo le hablaba a la niebla y a la sombra

o es que alguien me oía?

 

¿Oía alguien?

 

La respuesta, ¿era una voz o el viento?

Era una voz ¿o el agua

salvaje de ese río cruel y poderoso

que el amor no conoce?

 

Nada se oye.

En la casa vacía, las preguntas -los pájaros-

se estrellan, silenciosas, contra el muro

y una muy tierna gota de sangre sustituye

a la huella del ala en el cemento.

Un instante fue el roce y destruidas

una a una se ocultan.

 

El silencio, ¿no es mucho para cada criatura?

La eternidad es sólo un peligro invisible

porque las roncas voces de la montaña claman

por los cuerpos perdidos que hablaron a las sombras.

 

Nada se oye.

Pero entonces, ¿me oía?

 

El silencio es como una eternidad sin fondo,

sin principio: una espalda

a la vida, a los hombres.

 

Para después no quiero contestación ninguna.

Es aquí donde tuve la urgencia de saberlo.

 

Oh sí, ya nada se oye.

 

Pero entonces, ¿me oía?

 

 

 

 

El silencio

 

Hay un vacío en el que no se oyen las zapatillas.

Y otro más profundo: el que disuelve nuestras manos.

Y nuestro cuerpo. Y sólo flotan unos ojos

que no lo parecen. Aunque daría lo mismo

porque ya no pensamos con palabras

que todo lo confunden.

Además

¿para qué edificar un templo de un grito?

Un grito que no suena en la expansión de las constelaciones.

Un grito que no oye el pastor de planetas.

Un grito que se llena, como un cubo, de huecos.

Un templo que visitan arenas y huracanes.

La boca ha gritado,

¿de qué huerto ha venido? ¿En qué lejana flor

se hará otra vez silencio,

historia no aprendida

y vida sin pregunta?

¿En qué agua de otro tiempo

se pulió la mandíbula y su origen?

¿En qué apagado sol

se removió su cero antes del cero?

Gritar: tan sólo un accidente, una arruga en el aire.

Y un destrozo,

un harapo de algo; un desgarrón superfluo

desde el violento, desde el distraído

que empuja, pisa y habla alto. No grita.

Alto, sólo, habla.

Se oye su voz pavorreal.

Y el grito se desenrosca desde su sima profunda:

un poquito de aire que, primero,

tropieza con la esquina del pulmón,

garganta arriba. Luego ulula, asalta

la pared que contiene su infinitud,

su triste desmesura,

arañando su cárcel, resuelto en templo,

ecos en frío crisopacio que se aleja,

en el tiempo, de la boca: su nido.

Y nada alrededor. La boca mueve

sus alas sin sonido, sin sentido,

entre el agua y el huerto,

entre hueso temprano y légamo futuro,

entre el cero y el cero.

Entre el cero y su carga.

 

 

 

 

La dama extraña

Para Alfonso Jiménez, in memoriam.

En la ciudad donde la lluvia

es una dama extraña

que viniera de paso y sin propósito,

me dijo, después de larga ausencia: “Yo no entiendo

tus poemas, ahora”. Él quería

decir. “Se me escapó tu vida

y ya no sé quién eres: sólo a quién me recuerdas.”

¿Sabía quién él era, me pregunto yo, ahora, que tampoco

lo conocí aunque nada enmascarar sabía?

 

La dama extraña había realizado su trabajo

demoledor en los que a ella se acogieron.

Su hermosa luz, su equívoca alegría,

la fresca sombra, el homenaje de los siglos,

que la aturdían como un vino, el orgullo

feroz de ser quien soy recreada en sus blondas,

y la humildad de los fantasmas a quienes ella

arrodillaba, en aquel tiempo.

Los que nunca aceptaron,

en aquel tiempo,

la reducción a la ceniza, al lienzo oscuro

en el destello de sus ojos ciegos, no bastaron

para impedir que con su dedo

no borrase todo fulgor; para impedir que no arañase,

hasta el harapo, la fuente de preguntas de cal viva,

el miedo de cal viva y de cemento.

 

A todos los recuerdo, agrupados y jóvenes,

ignorando los brazos de esa dama, lenguas de sombra,

que ya hacia ellos se tendían.

El grupo

muestra ahora las imperfecciones de la felicidad,

las arbitrariedades y desmanes de los días,

su sorteo de muertes y de números

trucados; ellos serían

los agraciados con el signo

de una generación desperdiciada

en pueblos sin futuro, en futuro sin pueblo,

que verdaderamente ama lo que nunca

ha de ser desamado.

Y han muerto, de otro modo,

los que saben y viven. Como aquellos

a cuyas dudas no podremos

ya nunca responder porque sus dados,

rodando en desventaja,

nunca habrían podido superar

al juego sucio de la vieja dama.

 

 

 

 

 Mariposa en cenizas

 

Hoy te escribo, Señor, y te pregunto

por la escondida luna de mi muerte;

por sus manos de hielos afilados

como agujas que cosen telarañas;

por esa muerte mía, sólo mía,

que aún no está madura por tus campos. Tú, Dios, para matarme,

para volverme a

Ti y a la sombría

cuna de donde vine, has de abrasar mis alas

y desatarme en nube pálida de ceniza

y aplastarme en la luz última de una tarde.

Y yo he de bailar,

con mi vestido gris de polvo y niebla,

frente al cielo amarillo y el sol frío,

sobre tus rosas y arrayanes muertos,

arrastrando mis alas desgarradas

igual que un breve cisne de las flores.

Y te pondré en la mano

dos lágrimas de luz y sal, como un pequeño

quejido por mis alas ardidas ya y cenizas

desde que me las diste un octubre lejano. Cuando tuvo mi nombre un lugar en el aire

y me llamaron «Julia» para hacerme más sitio.

 

 

 

 

La trampa

 

Julia

Uceda, qué has hecho de tu sombra.

Mujer sin huella, cuerpo

sin apellido,

denominas al humo, a las lluvias y al viento. A todo lo que pase y se borre y se pierda.

Has buscado una voz por donde había

viejos mitos desiertos.

Has adorado dioses derribados

en hondos agujeros,

y ahora todas las aguas de la tierra

lloran desde los montes por tu cuerpo

donde muere la muerte. Y donde muere

la vida al mismo tiempo.

Mujer con los brazos mojados

en el antiguo corazón de un cuento,

con las espaldas frente al

Todo

y las pupilas derribando miedos,

las viejas madres-muertes harán rondas

para que pudra tu secreto,

y escuches en los muros de tu vientre

un golpear de pétalos y huesos

y graves caracoles masculinos

en las tardes de invierno. Te rozarán la frente largas dudas

como ásperas lenguas de perro.

Escupirán inviernos en tu llama

porque has jugado con su fuego

y mostrarán de ti, cuando te vayas,

un helado cerebro.

Julia Uceda Nació en Sevilla, España, el 22 de octubre de 1925. Se licenció y doctoró en Filosofía y Letras en la Universidad Hispalense. Fue profe ... LEER MÁS DEL AUTOR