Este es nuestro sitio
Esta es mi casa
Nuestro amor no quisiera esconderse,
no quisiera avergonzarse de su magnitud;
en esta calle estrecha, junto a estos hombres tristes,
no quisiera avergonzarse de brillar como el sol.
Efraín Barquero
Siempre es anciano
—y hasta podría jurar que ciego—
quien conduce el carruaje
del que bajan, al final del día,
calados y escasos
los vecinos.
En esta sociedad de alargados dedos
que se endurecen
para no lastimarse al acariciar navajas
—y arrepentidos, después,
intentan sentir la clemencia del frío
la lejanía del reino del cielo
la humedad de su lágrima—,
en esta calle, ni toda la fe del mundo
sería capaz de mover una brizna de césped
una caja vacía de fósforos o medicinas.
He visto entrar y salir
hombres y niños
idénticos a felinos
que se asoman a las terrazas,
se relamen
incomodan
ensucian con aburrimiento y sin maldad
las sábanas que cuelgan en los alambres,
he visto cuando alguien les arroja una piedra
o una maldición
que casi son la misma cosa.
He visto viajeros que van y vienen sin tocar a nadie,
como si temieran perder un tacto antiguo
que sobrevive en su piel, débil
como la tibieza
en las manijas de las puertas de los hostales.
Los buenos días
solo son palabras
en las bocas de aquellos
que fueron hechos a imagen y semejanza
de un dios dormido,
una deidad que sonríe con las encías
y que a duras penas
puede atribuirse el paraíso
de las fruterías y los burdeles.
Los más afortunados tienen
un par de labios para saborear
los vasos de la taberna,
y una gorra que puede tapar el sol
para pensar en el sol
de algún campo ya extinto.
Hay los que solo llegaron con una fotografía
un pedazo de su leyenda
que los diera de qué hablar
cuando no hay nada más que hacer
–que es casi siempre–.
Pero aquí,
donde están los que no ocultan su cicatriz
y espantan a los visitantes,
donde pasan mercaderes que llevan en sus maletines
quizás corazones
irreconocibles
como una rama quemada;
aquí,
donde siempre están de moda nuestros abrigos
heredados del miedo y la torpeza,
olorosos todavía a naftalina
y a confianza abandonada
hasta que se hace rancia en los bolsillos,
aquí, en esta punta de alfiler
vi pasar tu gracia de pequeña aldea,
y supe
que era eso
lo que esta obsidiana que llevo por alma
desde hace tiempo
conocía.
Aquí,
que nadie lo dude,
está mi casa.
(Inédito)
Las ollas
El sol de la infancia
fue el bronce reluciente de las ollas.
Colgaban por docenas de las paredes
inventaban la espera debajo de las mesas
daban dolores de cabeza al óxido
que crecía en los cajones.
Mares inmensos
se fraguaron en esas ollas.
Madre pudo haber cocido en ellas
el secreto de la inmortalidad
pero los arroces duros que parían sus vientres
eran finitos como los hombres
y su sabor era una espina
en la lengua del pasado.
La felicidad existió junto a las ollas:
era algo como arrejuntarse
ante el calor de su alimento
y estrujar el rostro contra las manos de la madre
de la misma forma en que el hambre se juntaba
al espinazo.
Y escucharla rezar los nombres de los que faltaban,
y repetirlos en timidez
con la creencia de que alguien haría lo mismo
por nosotros.
En esas ollas hirvió el brebaje
con que desinfectamos las heridas,
y también el espesor saludable
que bebimos hasta hacernos carne,
hasta quedar rendidos de dicha,
hasta que la sangre se nos hizo en las venas
y aprendimos su sabor para identificarnos.
Y brotaban de su brillo
aguas milagrosas que lavaban las lágrimas
cuando padre se ausentaba por días inmensos,
cuando la tarde era más agujas que viento,
cuando la música no alcanzaba en el pecho,
cuando perdíamos ante los pájaros los capulíes
cuando el frío nos arañaba lentamente las pantorrillas.
Así fue el sol de bronce:
humilde, como el sabor del agua.
(Nos ha crecido Hierba, 2018, El Ángel Editor)
Ventana
La ventana nació de un deseo de cielo
Jorge Carrera Andrade
En los primeros días
reinamos el mundo desde una ventana.
Permanecía abierta no por costumbre
sino por amor,
y ¿cómo no amarla?
si la ventana reducía el sol al tamaño de la casa
y lo entregaba
para que pudiéramos tocarlo
para que abrigáramos las rótulas
desplomadas por una tempestad
que no declinaba en el verano.
Pero en las tardes de enardecido calor
la ventana nos daba el tacto frío de los muelles
donde barcos lejanos se reunían a dormir
como una manada silenciosa.
Hasta la más humilde,
las más íntima y antigua
forma del amor
parece injusta con esa ventana.
En ella
nuestros ojos fueron heridos
por el jadeo de los sauces
que disimulaban su podredumbre de años,
por la tímida felicidad de la muchacha
que se inclinaba a oler las buganvillas
aunque aquello retrasara su camino,
por los gestos de las mujeres
que parecían de fiebre o de fruta
y nos hicieron conocer la derrota.
Frente a la ventana
aprendimos relatos que eran islas
y caligrafías que recordaban remotas direcciones.
Incluso en las tormentas,
aquella ventana fue un tambor feliz
para el ansia de nuestro pecho.
Quizás la ventana fue dichosa
en aquella casa de dóciles rabietas
y sueños que se igualaban al mar.
Pero cómo no serlo
si su único destino era ser un puente
entre las cosas y los ojos nuevos.
Ahora esa ventana debe estar en algún sitio,
esperando, quizás
la tibieza de un sol sin país,
la precisión de un dedo que perfile pájaros
en su superficie.
Será acaso hogar de arañas
en una casa habitada por nadie,
un dibujo entre los bloques de una cárcel.
Estoy seguro. Está en algún sitio.
Escribo esto,
para intentar que se abra.
(Inédito)
El único sitio
Atravesamos la parte más alta
de la más alta colina.
Cada cierto tiempo
el uno o el otro toma la delantera
domeñando para el recién vencido
el azote de los vendavales.
A veces
tú preguntas si sigo aquí
a veces
hablo de una nube o una porción marchita
de los pajonales,
pero mi voz
no es más más fuerte que el viento.
Enrojecidos, con las arterias empolvadas,
revivimos los pasos de remotos esclavos
que alguna vez cruzaron esta sierra
sin país, pero heridos por la añoranza.
Son sus cantos
lo que nos golpea el pecho,
es el mordisco del frío
lo que lesiona nuestro rostro,
es el aliento helado de una yegua primitiva
lo que rezonga en nuestra espalda,
es el dios de las aves carroñeras
el amor de los pájaros migratorios
—que son los pájaros más tristes—
lo que nos oprime las pestañas.
Es una muchedumbre el viento, amor
Pero jamás la ternura.
Este escupitajo de cólera
este arrullo de los acantilados
es la única tumba
donde podemos oír
a los ausentes.
(Inédito)
La piedra y la memoria
Octubre, 2019. Quito.
Levantamiento indígena.
I
Solamente los gemidos de nuestros pies
heridos por el alquitrán,
la limpia piel del asfalto bajo nuestra sangre.
Solamente este sudor
que es nuestro idioma
nuestra forma de reconocernos,
el sudor que nos hace idénticos a los caballos
que ahora vienen tras nosotros.
Solamente estos cercos de humo
estas uñas rotas que frotan los párpados
para espantar el sueño, la acidez,
la sal coagulada.
Nada más estas mantas
—con el añejo aroma
que la muerte
no puede limpiar de la piel de las ovejas—
donde duermen los ancianos
y se olvidan de soñar los heridos.
Solamente
estas verdaderas marías, estos
fieles carpinteros.
Estas piernas, menos veloces que la motocicletas.
Este arroz húmedo
que compartimos con los uniformados
aunque su hambre sea distinta y minúscula.
Solamente estos cartones para defendernos,
estos dedos índices de nuestros niños
atentando contra el vuelo de los helicópteros,
esta rutina de contar heridos
y acostumbrarnos a ser
el único bando con muertos.
Solamente el alivio del sol
para el cansancio,
y el agua venenosa
que, clementes, nos arrojan.
Pero en los noticieros luminosos
a la hora del café
los presentadores de ojos brillantes
como monedas recién pulidas,
casi lloran al repetir:
«armas peligrosas,
ejércitos avezados
niños que aprenden a matar».
II
Ellos
que han soñado con sogas y navajas
y nunca se lo han contado a nadie,
ellos,
que no tiemblan
ante la respiración de los bueyes
que aprenden a contar los puños
antes que los números
que se avergüenzan ante los médicos
que no lloran frente a los cerdos degollados
que reconocen el légamo con solo tocarlo
ellas,
que paren hijos sin alergias
pero con fiebre en el alma
que todo lo (mal)curan
con tiempo y alcohol
que saben entregar a la yegua su bocado,
que tienen la fe sencilla
de quien no espera nada
y la paz estridente
como el olor de los establos
bajo la lluvia,
ellos
que ignoran el odio en los ojos
de quienes los miran moverse en multitud,
ellos, que alzaron la ciudad
y ahora la desarman
buscando, amorosos, el espíritu de las piedras
ellas, que no oyen cuando alguien se queja
de que lleven al hijo en la espalda
aprendiendo desde chico a soportar el humo
por si tiene que recordarle a la historia
su rostro.
Ellos, que usaron para tapar el sol
los dedos inquisidores de los monumentos,
ahora se marchan,
al séptimo día, silbando
como después de hacer un hijo
o una casa,
golpeados y ágiles como viejos gallos de pelea
bulliciosos e inevitables
con sus habituales agujeros en las ropas
bajo los cuales brillan
nuevos agujeros en la carne.
Ahora solo les preocupa
llegar a tiempo a su tarea paleolítica
de arrancar la hierba
que en su ausencia
invadió el lugar de las cebollas
—todavía tienen una horas
antes de que se abran los mercados
y se pueblen de inútiles generosos
adúlteros vigilantes, amnésicas señoras—.
Huérfana queda la ciudad al alba.
¿Quién volverá a desyerbar nuestro corazón?
(Inédito)