Juan Suárez Proaño

Este es nuestro sitio

 

 

 

 

 

Esta es mi casa

Nuestro amor no quisiera esconderse,
no quisiera avergonzarse de su magnitud;
en esta calle estrecha, junto a estos hombres tristes,
no quisiera avergonzarse de brillar como el sol.
Efraín Barquero

 

Siempre es anciano

—y hasta podría jurar que ciego—

quien conduce el carruaje

del que bajan, al final del día,

calados y escasos

los vecinos.

 

En esta sociedad de alargados dedos

que se endurecen

para no lastimarse al acariciar navajas

—y arrepentidos, después,

intentan sentir la clemencia del frío

la lejanía del reino del cielo

la humedad de su lágrima—,

en esta calle, ni toda la fe del mundo

sería capaz de mover una brizna de césped

una caja vacía de fósforos o medicinas.

 

He visto entrar y salir

hombres y niños

idénticos a felinos

que se asoman a las terrazas,

se relamen

incomodan

ensucian con aburrimiento y sin maldad

las sábanas que cuelgan en los alambres,

he visto cuando alguien les arroja una piedra

o una maldición

que casi son la misma cosa.

He visto viajeros que van y vienen sin tocar a nadie,

como si temieran perder un tacto antiguo

que sobrevive en su piel, débil

como la tibieza

en las manijas de las puertas de los hostales.

Los buenos días

solo son palabras

en las bocas de aquellos

que fueron hechos a imagen y semejanza

de un dios dormido,

una deidad que sonríe con las encías

y que a duras penas

puede atribuirse el paraíso

de las fruterías y los burdeles.

Los más afortunados tienen

un par de labios para saborear

los vasos de la taberna,

y una gorra que puede tapar el sol

para pensar en el sol

de algún campo ya extinto.

Hay los que solo llegaron con una fotografía

un pedazo de su leyenda

que los diera de qué hablar

cuando no hay nada más que hacer

–que es casi siempre–.

 

Pero aquí,

donde están los que no ocultan su cicatriz

y espantan a los visitantes,

donde pasan mercaderes que llevan en sus maletines

quizás corazones

irreconocibles

como una rama quemada;

aquí,

donde siempre están de moda nuestros abrigos

heredados del miedo y la torpeza,

olorosos todavía a naftalina

y a confianza abandonada

hasta que se hace rancia en los bolsillos,

 

aquí, en esta punta de alfiler

vi pasar tu gracia de pequeña aldea,

y supe

que era eso

lo que esta obsidiana que llevo por alma

desde hace tiempo

conocía.

 

Aquí,

que nadie lo dude,

está mi casa.

(Inédito)

 

 

 

Las ollas

 

El sol de la infancia

fue el bronce reluciente de las ollas.

 

Colgaban por docenas de las paredes

inventaban la espera debajo de las mesas

daban dolores de cabeza al óxido

que crecía en los cajones.

 

Mares inmensos

se fraguaron en esas ollas.

Madre pudo haber cocido en ellas

el secreto de la inmortalidad

pero los arroces duros que parían sus vientres

eran finitos como los hombres

y su sabor era una espina

en la lengua del pasado.

 

La felicidad existió junto a las ollas:

era algo como arrejuntarse

ante el calor de su alimento

y estrujar el rostro contra las manos de la madre

de la misma forma en que el hambre se juntaba

al espinazo.

Y escucharla rezar los nombres de los que faltaban,

y repetirlos en timidez

con la creencia de que alguien haría lo mismo

por nosotros.

 

En esas ollas hirvió el brebaje

con que desinfectamos las heridas,

y también el espesor saludable

que bebimos hasta hacernos carne,

hasta quedar rendidos de dicha,

hasta que la sangre se nos hizo en las venas

y aprendimos su sabor para identificarnos.

 

Y brotaban de su brillo

aguas milagrosas que lavaban las lágrimas

cuando padre se ausentaba por días inmensos,

cuando la tarde era más agujas que viento,

cuando la música no alcanzaba en el pecho,

cuando perdíamos ante los pájaros los capulíes

cuando el frío nos arañaba lentamente las pantorrillas.

 

Así­ fue el sol de bronce:

humilde, como el sabor del agua.

(Nos ha crecido Hierba, 2018, El Ángel Editor)

 

 

 

 

Ventana

La ventana nació de un deseo de cielo
Jorge Carrera Andrade

 

En los primeros días

reinamos el mundo desde una ventana.

 

Permanecía abierta no por costumbre

sino por amor,

y ¿cómo no amarla?

si la ventana reducía el sol al tamaño de la casa

y lo entregaba

para que pudiéramos tocarlo

para que abrigáramos las rótulas

desplomadas por una tempestad

que no declinaba en el verano.

Pero en las tardes de enardecido calor

la ventana nos daba el tacto frío de los muelles

donde barcos lejanos se reunían a dormir

como una manada silenciosa.

 

Hasta la más humilde,

las más íntima y antigua

forma del amor

parece injusta con esa ventana.

En ella

nuestros ojos fueron heridos

por el jadeo de los sauces

que disimulaban su podredumbre de años,

por la tímida felicidad de la muchacha

que se inclinaba a oler las buganvillas

aunque aquello retrasara su camino,

por los gestos de las mujeres

que parecían de fiebre o de fruta

y nos hicieron conocer la derrota.

 

Frente a la ventana

aprendimos relatos que eran islas

y caligrafías que recordaban remotas direcciones.

Incluso en las tormentas,

aquella ventana fue un tambor feliz

para el ansia de nuestro pecho.

 

Quizás la ventana fue dichosa

en aquella casa de dóciles rabietas

y sueños que se igualaban al mar.

Pero cómo no serlo

si su único destino era ser un puente

entre las cosas y los ojos nuevos.

 

Ahora esa ventana debe estar en algún sitio,

esperando, quizás

la tibieza de un sol sin país,

la precisión de un dedo que perfile pájaros

en su superficie.

Será acaso hogar de arañas

en una casa habitada por nadie,

un dibujo entre los bloques de una cárcel.

 

Estoy seguro. Está en algún sitio.

 

Escribo esto,

para intentar que se abra.

(Inédito)

 

 

 

 

El único sitio

 

Atravesamos la parte más alta

de la más alta colina.

 

Cada cierto tiempo

el uno o el otro toma la delantera

domeñando para el recién vencido

el azote de los vendavales.

 

A veces

tú preguntas si sigo aquí

a veces

hablo de una nube o una porción marchita

de los pajonales,

pero mi voz

no es más más fuerte que el viento.

 

Enrojecidos, con las arterias empolvadas,

revivimos los pasos de remotos esclavos

que alguna vez cruzaron esta sierra

sin país, pero heridos por la añoranza.

Son sus cantos

lo que nos golpea el pecho,

es el mordisco del frío

lo que lesiona nuestro rostro,

es el aliento helado de una yegua primitiva

lo que rezonga en nuestra espalda,

es el dios de las aves carroñeras

el amor de los pájaros migratorios

—que son los pájaros más tristes—

lo que nos oprime las pestañas.

 

Es una muchedumbre el viento, amor

Pero jamás la ternura.

 

Este escupitajo de cólera

este arrullo de los acantilados

es la única tumba

donde podemos oír

a los ausentes.

(Inédito)

 

 

 

 

La piedra y la memoria

Octubre, 2019. Quito.
Levantamiento  indígena.

I

 

Solamente los gemidos de nuestros pies

heridos por el alquitrán,

la limpia piel del asfalto bajo nuestra sangre.

Solamente este sudor

que es nuestro idioma

nuestra forma de reconocernos,

el sudor que nos hace idénticos a los caballos

que ahora vienen tras nosotros.

Solamente estos cercos de humo

estas uñas rotas que frotan los párpados

para espantar el sueño, la acidez,

la sal coagulada.

Nada más estas mantas

—con el añejo aroma

que la muerte

no puede limpiar de la piel de las ovejas—

donde duermen los ancianos

y se olvidan de soñar los heridos.

 

Solamente

estas verdaderas marías, estos

fieles carpinteros.

Estas piernas, menos veloces que la motocicletas.

Este arroz húmedo

que compartimos con los uniformados

aunque su hambre sea distinta y minúscula.

 

Solamente estos cartones para defendernos,

estos dedos índices de nuestros niños

atentando contra el vuelo de los helicópteros,

esta rutina de contar heridos

y acostumbrarnos a ser

el único bando con muertos.

 

Solamente el alivio del sol

para el cansancio,

y el agua venenosa

que, clementes, nos arrojan.

 

Pero en los noticieros luminosos

a la hora del café

los presentadores de ojos brillantes

como monedas recién pulidas,

casi lloran al repetir:

«armas peligrosas,

ejércitos avezados

niños que aprenden a matar».

 

 

II

 

Ellos

que han soñado con sogas y navajas

y nunca se lo han contado a nadie,

ellos,

que no tiemblan

ante la respiración de los bueyes

que aprenden a contar los puños

antes que los números

que se avergüenzan ante los médicos

que no lloran frente a los cerdos degollados

que reconocen el légamo con solo tocarlo

ellas,

que paren hijos sin alergias

pero con fiebre en el alma

que todo lo (mal)curan

con tiempo y alcohol

que saben entregar a la yegua su bocado,

que tienen la fe sencilla

de quien no espera nada

y la paz estridente

como el olor de los establos

bajo la lluvia,

ellos

que ignoran el odio en los ojos

de quienes los miran moverse en multitud,

ellos, que alzaron la ciudad

y ahora la desarman

buscando, amorosos, el espíritu de las piedras

ellas, que no oyen cuando alguien se queja

de que lleven al hijo en la espalda

aprendiendo desde chico a soportar el humo

por si tiene que recordarle a la historia

su rostro.

Ellos, que usaron para tapar el sol

los dedos inquisidores de los monumentos,

 

ahora se marchan,

al séptimo día, silbando

como después de hacer un hijo

o una casa,

golpeados y ágiles como viejos gallos de pelea

bulliciosos e inevitables

con sus habituales agujeros en las ropas

bajo los cuales brillan

nuevos agujeros en la carne.

 

Ahora solo les preocupa

llegar a tiempo a su tarea paleolítica

de arrancar la hierba

que en su ausencia

invadió el lugar de las cebollas

—todavía tienen una horas

antes de que se abran los mercados

y se pueblen de inútiles generosos

adúlteros vigilantes, amnésicas señoras—.

 

Huérfana queda la ciudad al alba.

¿Quién volverá a desyerbar nuestro corazón?

(Inédito)

Juan Suárez Proaño (Quito, Ecuador, 1993). Poeta y editor. Licenciado en Comunicación y Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador con un ... LEER MÁS DEL AUTOR