Juan José Castro Martín

“Pequeño legado” y otros poemas

 

 

 

 

De Margen de lo invisible

 

 

* * *

 

Por el sendero de los robles rojos

entra en el bosque hasta llegar al río

antes que el indigente acorde de la lluvia

vuelva a callar tus pasos.

A tu descenso atiende,

escapa al otro lado de tu cuerpo.

Allí reposa.

Entrégate

de par en par a la intemperie

en cada claro mientras rozas siempre el peligro

de alzarte demasiado de las cosas.

Antes que el aguacero llame en ti

de nuevo  ̶  sombra al tuétano,

silencio al alma ̶ , hunde

tu sed en las orillas, congrega tu penumbra.

En los zapatos llevas

la tristeza de todos los caminos

y ese frágil sopor de quien existe

expoliando al crepúsculo

un bárbaro sonido, su inhóspita esperanza.

En ti se abre el instante

de no ser o de ser lo otro:

eso otro donde nunca eres.

Reconoces el último silbido

de las hojas, sus aves escondidas.

Venía por el bosque

la noche de tu cuerpo y del insomnio.

Te hurtaste a lo callado y no supiste.

Ahora escuchas, nómada y cautivo

desde el sendero de los robles negros

como último sonido el del arroyo.

No sabes la manera

de estar en todo lo indecible.

 

 

* * *

 

¿Cuánta verdad reside en nuestros actos

si en todo existe algo, en cada cosa,

por la que interrogarse?

¿Cuánta verdad aquí, en este momento

en que escribo estas líneas?

Blancas de nieve están mis manos blancas

mientras trazan oscuras su ceniza.

Páginas blancas, negros trazos. Oigo

cómo mis ojos enmudecen.

Huyamos por las sílabas que han sido,

aún no lo sepas, el invierno que nunca

concede su dominio, una luz poblada

por sílabas difíciles, por ajenas ciudades

donde el frío se afana y hunde

en cualquier melancólico resquicio

que el alma pueda usar como refugio.

Huyamos.

Cada mínimo detalle, cada objeto

pronuncia la extinción de la mirada

ahora que existir es sólo

recordar el azul suicida de las palabras rotas.

Hasta entonces, la vida consistió en ir hurtándome

a una forma, al preciso ejercicio de mis pulmones.

Derrotado al nombrar el mundo,

conozco el desconcierto de lo bello:

para tan breve pertenencia tan largo exilio.

Conozco su divisa. Dibujé la invisible

frontera entre mi cuerpo y la intemperie.

Mas, ¿qué materia descender, qué voz

encender somnoliento y extranjero,

aquélla con avidez de humo, o ésta

unida sin remedio a la distancia,

nieve que ha ido enmudeciendo tanto

camino, tanto bosque.

¿Cómo estar en todo lo indecible

sin ser lluvia, camino, rama, ave?

Soy fragmento sonoro de lo vivo.

 

 

 

De La habitación cerrada

 

 

* * *

 

Te encontré desterrado, afuera, lejos,

como rompiendo el mar bajo tus párpados,

llenándote el letargo los pulmones

con su ceniza soñolienta, escoria

que va tapiando puertas y ventanas

de la breve mansión que habitas, donde

ya nadie y todos hablan.

Cuando apenas

te escapas, balbuceo casi ininteligible

entre fiebre y delirio,

está llegando el mar a tu mirada.

 

 

* * *

 

Di, qué escribe el azul de tus venas y en dónde

te vas hundiendo.

Raptas estrellas emboscadas

bajo tus párpados como quien escuchó su música

lejana y triste, y supo que el mundo todo aguarda

su hundimiento.

Metódico enumeras

las brechas, cristalizas como escarcha

un umbral en lo incierto.

En tu respiración

los relámpagos van cayendo.

¿Acaso no leyó también el frío

mi cuerpo, el azul de mis venas?

 

 

* * *

 

Se adelgaza tu voz a veces tanto

que fácilmente rozas lo invisible.

Quizás en ella muera

la blanca rosa ingenua de quien sabe

que brotarán las amapolas para

que vayas alejándote,

y aunque vuelvas, serás distinto.

Todo lo dejarás en otro lado.

 

 

 

 

Pequeño legado

 

No cerraré del todo vuestra puerta

aunque debéis comprender que el miedo

forma parte inherente de la vida;

para quien vela es fácil domeñarlo

por el empuje de temores propios,

reconozco que necesito vuestra

fragilidad, que habrá de ser la mía

para siempre.

En lo frágil queda oculto

lo hermoso. La belleza, sin embargo,

os irá descubriendo realmente

qué sea el mundo, cuáles sus peligros.

De vuestro aprendizaje, las primeras

letras os abrirán en el misterio

las grutas de su encanto, donde nadie

será esclavo si no lo es de los trazos

y el sino de los nombres.

Cuando vuestra

curiosidad os lleve sin nosotros

allá afuera algo o alguien manchará

vuestra mirada hasta volverla leva,

casi ajena puesto que habréis

conocido y será el dolor ya vuestro.

excepto algún relato, viajes, libros

o palabras amadas como pueda

amarse el árbol o la tierra, el mar

o la estrella grabada en la pupila.

Mientras llega ese instante, idos durmiendo,

entornaré la puerta muy despacio

y dejaré encendida esa pequeña

lámpara sin descanso: fiel mi noche

ahuyentará la sombra en vuestro cuarto.

 

 

 

De La piel de la intemperie

 

 

* * *

 

Espera leve si conspira grávido,

mudo letargo sobre el cuerpo inerme;

para quien en su frágil voz se duerme,

la luz apura y la resiste impávido.

 

El sueño resplandece y es ingrávido

abandono este no reconocerme,

y la noche no cesa de dolerme

aullando súbito y respirando ávido.

 

Todo es consumación mientras me sumo

pulso tras pulso a la intemperie. Lento

intercambio en que le hálito socava.

 

La forma salvo, quiebro el vuelo en humo

subterráneo:  grave advenimiento

del ser en cuyo ascenso el cuerpo acaba.

 

 

 

 

Lear o la piel de la locura

 

Estoy dormido.

Mudo de piel entre lo informe.

Sobre mí vienen a dormir los pájaros

que picotean entre las plumas de los ángeles

el desencanto y el deslumbramiento.

Tengo once ecos sobre once corazones

aunque a veces se alarguen

y expandan las azules raíces del relámpago

para trazar mis venas.

Así he vivido,

inmerso en el murmullo de las formas.

El durmiente que fui va despertando.

Muchas veces escucho el alto idioma de los árboles

o el susurro sutil de los guijarros

hablándome en los cauces.

Soy un acantilado, el herrerillo

soportando la escarcha que desciende

desde rotas estrellas;

me detengo y escucho cómo cada sendero

posee su lamento.

Entonces trago

las lombrices cebadas con humus de cadáver,

para ingerir mi propio cuerpo segrego las palabras

y estoy plantando sílabas de amapolas segadas

o asediando el delirio.

Porque hemos sido fieros vagabundos

en la oquedad estéril de nuestra carne,

dimos los nombres y la muerte dimos.

El invierno es lo frágil siempre huyendo

devorado de instantes hacia aquella

noche que cae bajo el signo hueco del mundo.

He vuelto enfermo a ser entre lo oscuro que jamás termina.

Juan José Castro Martín (Motril, Granada, 1977). Es docente, licenciado en Filología Hispánica y en Teoría de la Literatura y Literatura comparada por la Univers ... LEER MÁS DEL AUTOR