Juan Eduardo Díaz

Manual de carpintería

 

 

 

 

 

El keshōmen*

tiene vacilante al carpintero mueblista.

 

Del trozo de madera que tiene en sus manos

puede contar una bella historia del origen del mundo

o una encantadora ficción de amor.

 

Cierra sus ojos para oler la resina

lo acaricia suavemente con sus dedos

luego observa sus caras y sus cantos.

 

Sabe bien qué madera es

el tipo de aserrado que le dio esa forma

y conoce la lluvia que humedeció las raíces del árbol.

 

Ahora puede decidir cuál es la mejor cara

que observará la mujer que ve pasar cada tarde.

Imagina también su rostro cuando descubra en la vitrina

la mesa de té que fabricará para ella.

 

* El keshōmen en japonés: superficie decorativa de un trozo de madera.

 

 

 

 

La leña se trabaja

con el hacha finamente afilada,

luego de la motosierra,

astilla por astilla.

 

Por cada golpe se desprende la corteza

los trozos dejan ver los surcos en u de pálidas larvas

ciegas se encargan de coníferas enfermas y débiles.

 

Con el tiempo un coleóptero negro

desconocerá su origen

y volará hasta desaparecer.

 

El aserrín señala el lugar dónde quedó

el esfuerzo humano

por no desaparecer este invierno.

 

 

 

 

El nudo

es la perseverancia en secreto de una rama

se estira imaginaria al tacto,

el cielo que anhela tímida,

una niña curiosa

y su índice que apunta una luz

estrella que se mueve en la noche.

 

Todo es una evocación

hermosa falla,

ninguna igual a otra,

marcas en lo llano de la madera.

 

 

 

 

Indisciplina esta

Freddy la descubrió frente a las cámaras

el secreto de mi madera, mi línea bruta

dos extremos que se reconocen en una misma mano.

 

La letra dominada es la mentira que dicto a otros

porque no soy capaz de ejercerla,

soy el Adán que retorna experto,

sé que no seré castigado y que dios no existe.

 

Esta es la mano que dirige

que señala y avanza las páginas de memoria

evangélica, católica, de memoria.

 

La precisión del corte que acaba en el ensamble,

la verdad de todo, lo otro no logrará parecerse a nada.

 

Ningún oficio será parentela, ni la madera ni la letra,

toda la indisciplina entre mis zapatos

aserrín que se acumula nada más para enfrentar la lluvia

que asoma más allá de la punta del trueno.

 

 

 

 

La caja de música

no la abras,

allí dentro está el susurro

de quien se sentó por última vez

a los pies de un árbol añoso,

la madera que la forma.

 

El bosque Aokigahara*

es el lugar perfecto,

los trozos de madera guardan la memoria

la cultura de no quejarse.

 

El carpintero escucha su nombre

y dedica su bello trabajo

al espíritu que eligió, como él,

las firmes ramas de esta corteza.

 

* Aokigahara, también conocido como el Mar de árboles o Bosque de los suicidios.

 

 

 

 

De la vitrina hacia afuera

hay un rastro de aserrín

que llega hasta la calle.

 

La lluvia inicia la competencia de las soleras,

rememoran las acequias ochenteras

de la aldea, colmadas en invierno.

 

La de este lado tiene un perro negro muerto

la basura se estanca en él y enancha el curso,

alguien mueve el bulto,

y como siempre ha sido acá,

el agua se lleva el cadáver

con toda la inmundicia que sostenía.

 

 

 

 

El álamo

aplaude con un trazo finísimo

el secreto del raco,

una hilera protectora en el campo

canto de mudas acequias.

 

Aldea adobada en la infancia,

por la tarde huyen las pelusas,

la evocación y pueriles chillidos.

 

Gigante bordado

urdido en la memoria de la abuela

hoy es repaso encendido en la piel,

fuego que no logra ver el tronco

mas se queda en el dorso

traslúcido, alcanza el cabello,

la nuca, las manos.

 

Ese que soy

a lo bonzo.

 

 

 

 

Del carpintero de rivera

hay algo, el cadáver de una ballena

dibujado en la orilla.

 

La quilla brotada del bosque oscuro

de tumbados viejos, largos,

rectos, colorados como el ulmo.

 

Las cuadernas ocultas

en profundas quebradas, niños ciegos

que siguen la luz del sol que los enchueca.

 

El cierre de ciprés y de olivillo para sumergirse,

todo sobado al vapor, cajas largas

donde se ablanda el espíritu.

 

El calafateo con estopa de alerce

canta al oído, el martillo sordo porfía

y el cincel se entremete en secreto por las rendijas.

 

Hay un cadáver varado en la arena,

aún respira junto al cauce

que de vez en cuando desaparece.

 

 

 

-Poemas de Manual de carpintería

 

Juan Eduardo Díaz (San Bernardo, Chile, 1976). Es profesor de Castellano, editor, narrador y poeta. Dirigió el taller de poesía para jóvenes en la Casa Mus ... LEER MÁS DEL AUTOR