Muerte de Narciso
Por Omar Castillo
Siguen vigentes las notas de Rubén Darío escritas en 1896 en las “Palabras liminares” para sus Prosas profanas y otros poemas, en particular donde dice: “La obra colectiva de los nuevos de América es aún vana, estando muchos de los mejores talentos en el limbo de un completo desconocimiento del mismo Arte a que se consagran”. Al parecer a los poetas hispanoamericanos nos cuesta asumir nuestra tradición, es como si las sustancias nutrientes de la poesía a la que aseguramos dedicarnos nos fueran extrañas y resultara más fácil actuar desde el repentismo entendido como inspiración. Aprehender y hacer propia la literatura del mundo es una de las contribuciones que nos legó el Modernismo en su actitud vital y su experiencia creativa, carácter y actitud que después se consolidan y se hacen visibles en creadores como Vicente Huidobro, César Vallejo, León de Greiff, Jorge Luis Borges, César Moro, Aldo Pellegrini, José Lezama Lima, Octavio Paz, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Alejandra Pizarnik, Marosa de Giorgio, entre muchas otras voces.
En diálogo y en ruptura con las contribuciones Modernistas se abren y consolidan experiencias creadoras como la de Vicente Huidobro, cuya escritura poética confronta la truculencia existencial que se estila a través de obras donde se exhibe lo patético de una quejumbre siempre a la espera de consuelos eternos o de amores exhibidos en las fiebres de lo idealizado sublime, siendo esta práctica quizá la más estimulada por la tradición canonizada en lengua española hasta entonces. Estas confrontaciones y sus posteriores rupturas, permiten a Vicente Huidobro lograr que el tratamiento de sus temas y su relación metafórica sea otra al tocar asuntos tan recurrentes como la muerte, el amor o los laberintos de la existencia. En Huidobro, como en César Moro y tantos otros poetas hispanoamericanos, los temas son revitalizados con palabras que se hacen a la realidad y a la otredad de la vida, no a las excreciones idealizadas a través de una muerte en vida como cuota adelantada para la eternidad.
En ese diálogo también se establecen otros extremos, como el que realiza José Lezama Lima cuando ofusca las palabras usadas por él en sus poemas o en su prosa, enardeciéndolas hasta crear con ellas imágenes que parecen extraídas del habla más recóndita, a través de las cuales la médula misma de lo humano en su suceder vital, queda al mismo tiempo velada y esclarecida en lo arduo de su proceder imaginario. Así, la poética que nutre sus poemas y su prosa, participa en la galaxia literaria hispanoamericana con atmósferas e imaginarios que buscan desvelar el misterio cognoscitivo de lo existente cuando se hace visible en lo invisible o viceversa, y por raro que pueda parecer, es por ello que su obra gravita en esa galaxia como una diáspora que se moviliza hacia el centro mismo de su origen, al tiempo que lo hace hacia sus incógnitos, recogiéndose y creciendo entre sus fuentes y las razones de su aventura.
No es de lamentar que lo arriscado de su escritura sea una de las contribuciones que nos entrega como creador, como hacedor de imaginarios posibles en lo extraño de su magnitud verbal. Las dificultades que su obra poética y en prosa nos ofrecen, son un reto para el cual es necesario estar atentos como quien se dispone para el encuentro con lo desconocido de sus lugares más frecuentados. Entonces leer a Lezama Lima es asumir un reto de creación lectora. Acerquémonos a lo luminoso de su penumbra, a la realidad de sus palabras, a la otredad en resurrección de su escritura y para ello acudamos a uno de los poemas fundacionales de la vastedad de su obra como lo es Muerte de Narciso (1937).
La obra de José Lezama Lima, su escritura, los planos que desvela en su fresco de realidad, es ardua, hostigante y en muchos de sus pasajes nos encontramos con tabiques difíciles de penetrar. Empero, una vez superada la dificultad que nos representa leerla, nos hallamos ante un lenguaje vuelto imaginario donde las palabras se surten para la creación de los motivos que cunden en su escritura. La dificultad de tal representación, de tal escenificación verbal, hace parte de los dones que el poeta nos permite para el hallazgo del súbito donde su obra se origina. Lo enrevesado de su escritura se caracteriza cuando él presiona las sílabas de sus palabras como si fueran músculos surgiendo de una nítida gota de miel hasta hacerlas pronunciar y decir el súbito hallado.
Para Lezama Lima, la pregunta sobre cómo asumir el hacer poético en su época, hizo parte de sus reflexiones, de las búsquedas y de las propuestas que deslizó en la escritura de su obra, ya en la manera de asumir sus temas, ya en la forma de realizarlos. Con su escritura penetró la piel del lenguaje y tras ella, las realidades de su época y sus interrogantes. Por lo mismo sus palabras, sus imágenes, son signos, ritmos donde la realidad se muestra en las fábulas y en los misterios de su luz en ascuas. Atento a las raíces que surgen y se adentran en lo ontológico de la condición humana, supo que la poesía tiene la capacidad de revelar los logros y extravíos de tal condición.
Cuando José Lezama Lima nos informa sobre su “sistema poético del mundo”, nos está donando claves para abordar lo desconocido de su poema fundacional Muerte de Narciso y desde este, toda su obra en verso y prosa. Pues como él mismo dice, en la “Suma de conversaciones” que completan el ensayo de Armando Álvarez Bravo con el que es presentado el libro Órbita de Lezama Lima (1966): “La imagen es la realidad del mundo invisible”. La metáfora haciendo visible en sus imágenes la realidad, aprehensible la otredad. Metáfora donde la imagen encarna en los sucesivos análogos de su progresión, en su vértigo y en su extático. En la poética de Lezama, el lenguaje se convierte en la piel de la realidad invisible de esa realidad, encarnando su enigma en el poema restallado por el súbito de la imagen.
Muerte de Narciso puede figurar en la poesía de Lezama Lima como la resurrección de una leyenda en el tiempo que se hace fábula por un instante tan efímero y tan eterno como las cifras de unos dados en el espejo del universo o en la oquedad donde fluye el río “entre labios y vuelos desligados”, mismo río donde las palabras del poeta confeccionan la piel donde es dorado el tiempo con el ritmo dado por el hilo de sus imágenes, las que se suceden en las 17 octavas que componen el poema. Deslumbrantes imágenes surgiendo de una metáfora que no cesa en el consumo de sus analogías, en el arbitrio de su perenne enjambre.
En Muerte de Narciso Lezama Lima rasguña por primera vez la veta que hará tan característica su obra poética, su mundo vital, su universo narrativo. Veta que se pierde en las raíces del idioma español, en el misterio hecho cenizas de sus originarios hablantes. Su poética surge de ese invisible diálogo con una estirpe dispersa en las membranas del polvo que el tiempo recorre y que él acoge y profundiza como “Las eras imaginarias”, las mismas que le permiten encarnar el misterio de la poesía, el súbito de la vida. La suya es una vivencia creadora que fluye desde los tendones del azar y desde los registros de la causalidad. Vivencia que nos dona en sus versos y en su prosa como sortilegios al alba, después de una ardua noche, o viceversa.
Los versos que componen Muerte de Narciso surgen de una metáfora generatriz de imágenes que, en su movimiento, alientan el poema hasta lograr lo deslumbrante y arduo de su contenido, las estelas de su decir, lo sensual y arriscado de sus trazos. El íntimo diálogo del espejo y el vacío de Narciso, el “rastro absoluto”, la “firmeza mentida del espejo”. Con este poema José Lezama Lima inicia la configuración de su sistema poético del mundo, rompecabezas legendario con el que crea su obra, fundada en la intuición de la revelación de lo visible en lo invisible, “¿por máscara, por transparencia?”. En su escritura las palabras se suceden entre lo visible y lo invisible de sus signos, logrando unas con otras la pervivencia, el movimiento de las metáforas entrañables, el súbito de sus imágenes irradiando, revelando los destellos, las oquedades de la vida en el fuego de la realidad concurrente.
Por la perplejidad ante las rutinas usureras de la cotidianidad que vivimos, me surge creer que la vida humana significa ahora, si en 100 años o más, fuese posible encontrar lectores de los versos y la prosa de José Lezama Lima. Pensar y escribir esto puede parecer atrevido, empero, el hecho de vivir resulta suficientemente atrevido. Creer en la poesía sí que lo es.
José Lezama Lima
MUERTE DE NARCISO
Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo,
envolviendo los labios que pasaban
entre labios y vuelos desligados.
La mano o el labio o el pájaro nevaban.
Era el círculo en nieve que se abría.
Mano era sin sangre la seda que borraba
la perfección que muere de rodillas
y en su celo se esconde y se divierte.
Vertical desde el mármol no miraba
la frente que se abría en loto húmedo.
En chillido sin fin se abría la floresta
al airado redoble en flecha y muerte.
¿No se apresura tal vez su fría mirada
sobre la garza real y el frío tan débil
del poniente, grito que ayuda la fuga
del dormir, llama fría y lengua alfilereada?
Rostro absoluto, firmeza mentida del espejo.
El espejo se olvida del sonido y de la noche
y su puerta al cambiante pontífice entreabre.
Máscara y río, grifo de los sueños.
Frío muerto y cabellera desterrada del aire
que la crea, del aire que le miente son
de vida arrastrada a la nube y a la abierta
boca negada en sangre que se mueve.
Ascendiendo en el pecho solo blanda,
olvidada por un aliento que olvida y desentraña.
Olvidado papel, fresco agujero al corazón
saltante se apresura y la sonrisa al caracol.
La mano que por el aire líneas impulsaba,
seca, sonrisas caminando por la nieve.
Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol
enterrando firme oído en la seda del estanque.
Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,
aguardan la señal de una mustia hoja de oro,
alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes.
Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya ascendiendo.
Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas
islas y aislada paloma muda entre dos hojas enterradas.
El río en la suma de sus ojos anunciaba
lo que pesa la luna en sus espaldas y el aliento que en halo convertía.
Antorchas como peces, flaco garzón trabaja noche y cielo,
arco y castillo y sierpes encendidos, carámbano y lebrel.
Pluma morada, no mojada, pez mirándome, sepulcro.
Ecuestres faisanes ya no advierten mano sin eco, pulso desdoblado:
los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su trono cejijunto.
Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que mira
por espaldas que nunca me preguntan, en veneno
que nunca se pervierte y en su escudo ni potros ni faisanes.
Como se derrama la ausencia en la flecha que se aísla
y como la fresa respira hilando su cristal,
así el otoño en que su labio muere, así el granizo
en blando espejo destroza la mirada que le ciñe,
que le miente la pluma por los labios, laberinto y halago
le recorre junto a la fuente que humedece el sueño.
La ausencia, el espejo ya en el cabello que en la playa
extiende y al aislado cabello pregunta y se divierte.
Fronda leve vierte la ascensión que asume.
¿No es la curva corintia traición de confitados mirabeles,
que el espejo reúne o navega, ciego desterrado?
¿Ya se siente temblar el pájaro en mano terrenal?
Ya sólo cae el pájaro, la mano que la cárcel mueve,
los dioses hundidos entre la piedra, el carbunclo y la doncella.
Si la ausencia pregunta con la nieve desmayada,
forma en la pluma, no círculos que la pulpa abandona sumergida.
Triste recorre —curva ceñida en ceniciento airón—
el espacio que manos desalojan, timbre ausente
y avivado azafrán, tiernos redobles sus extremos.
Convocados se agitan los durmientes, fruncen las olas
batiendo en torno de ajedrez dormido, su insepulta tiara.
Su insepulta madera blanda el frío pico del hirviente cisne.
Reluce muelle: falsos diamantes; pluma cambiante: terso atlas.
Verdes chillidos: juegan las olas, blanda muerte el relámpago en sus venas.
Ahogadas cintas mudo el labio las ofrece.
Orientales cestillos cuelan agua de luna.
Los más dormidos son los que más se apresuran,
se entierran. pluma en el grito, silbo enmascarado, entre frentes y garfios.
Estirado mármol como un río que recurva o aprisiona
los labios destrozados, pero los ciegos no oscilan.
Espirales de heroicos tenores caen en el pecho de una paloma
y allí se agitan hasta relucir como flechas en su abrigo de noche.
Una flecha destaca, una espalda se ausenta.
Relámpago es violeta si alfiler en la nieve y terco rostro.
Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada.
Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil desgajado en la nube que es espejo.
Frescas las valvas de la noche y límite airado de las conchas
en su cárcel sin sed se destacan los brazos,
no preguntan corales en estrías de abejas y en secretos
confusos despiertan recordando curvos brazos y engaste de la frente.
Desde ayer las preguntas se divierten o se cierran
al impulso de frutos polvorosos o de islas donde acampan
los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene.
Los donceles trabajan en las nueces y el surtidor de frente a su sonido
en la llama fabrica sus raíces y su mansión de gritos soterrados.
Si se aleja, recta abeja, el espejo destroza el río mudo.
Si se hunde, media sirena al fuego, las hilachas que surcan el invierno
tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua polvorienta.
Cuerpo del sonido el enjambre que mudos pinos claman,
despertando el oleaje en lisas llamaradas y vuelos sosegados,
guiados por la paloma que sin ojos chilla,
que sin clavel la frente espejo es de ondas, no recuerdos.
Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no siempre ardido
el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el cielo apuntalado.
Los corceles si nieve o si cobre guiados por miradas la súplica
destilan o más firmes recurvan a la mudez primera ya sin cielo.
La nieve que en los sistros no penetra, arguye
en hojas, recta destroza vidrio en el oído,
nidos blancos, en su centro ya encienden tibios los corales,
huidos los donceles en sus ciervos de hastío, en sus bosques rosados.
Convierten si coral y doncel rizo las voces, nieve los caminos,
donde el cuerpo sonoro se mece con los pinos, delgado cabecea.
Mas esforzado pino, ya columna de humo tan aguado
que canario es su aguja y surtidor en viento desrizado.
Narciso, Narciso. Las astas del ciervo asesinado
son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados.
Narciso, Narciso. Los cabellos guiando florentinos reptan perfiles,
labios sus rutas, llamas tristes las olas mordiendo sus caderas.
Pez del frío verde el aire en el espejo sin estrías, racimo de palomas
ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha y de los cisnes.
Garza divaga, concha en la ola, nube en el desgaire,
espuma colgaba de los ojos, gota marmórea y dulce plinto no ofreciendo.
Chillidos frutados en la nieve, el secreto en geranio convertido.
La blancura seda es ascendiendo en labio derramada,
abre un olvido en las islas, espadas y pestañas vienen
a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca impura.
Húmedos labios no en la concha que busca recto hilo,
esclavos del perfil y del velamen secos el aire muerden
al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol de cal salada,
busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del sonido.
Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído.
Si se sienta en su borde o en su frente el centurión pulsa en su costado.
Si declama penetran en la mirada y se fruncen las letras en el sueño.
Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada,
que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del silencio.
Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas lloviznadas.
Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado.
Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas.