José Kozer

Una secuencia

 

 

KENSHO

 

El Maestro Wang cerró los ojos, contuvo la respiración,

y florecieron minutisas,

velloritas, hortensias

azules en el desierto.

 

Demostración que el desierto no es inhóspito ni mucho

menos estéril.

 

Procedió desde la mirada rasgada de los miembros de

su raza denominada,

craso error, amarilla,

a volverse tras andar

diez pasos, zancadas

no, pasos, a comprobar

que dejaba un rastro

de piedras preciosas,

ejemplo el rubí: acero

inoxidable que de

inmediato en manos

de forjadores se

convertía en una

estatuilla de Buda

que quién sería

colocaba en el

estante a la altura

de su mirada (para

su época el Maestro

Wang era alto): se

sosegaban a su

paso los espacios,

a su regreso el

refectorio, el atrio,

las doce celdas de

la docena de monjes

que quedaba,

auscultadla, en el

monasterio.

Cierto que tenía algo de taumaturgo y de estrellero: en

los campos de arroz,

zahorí; en las ciudades

populosas del país un

banco de madera

despintado en un parque

abandonado lo confundían

las aves horas sentado

con la madera del banco,

a sus pies reposaban,

lo contemplaban: no

las miraba el Maestro

Wang por temor a

decepcionarlas, suceder

lo natural y no lo inusitado.

En cuanto sintió el peligro de la desobediencia el

desacato avasallador de

reglamentos, instrucciones

aplicables sin exclusión a

todos, atemorizado tomó

el camino a la salida del

monasterio, dejó sobre

una piedra redonda y

bien moldeada los

adminículos que

confirmaban su cargo

de abad: se internó a

la vista de aves, dioses,

seres horrísonos y seres

bienaventurados en la

extensión: en una ciudad

principal del período Tang,

ciudad multitudinaria de la

que dijera un poeta

afamado que era

hormigueante y plena de

sueños, cerró la puerta

de un cuarto alquilado,

se preparó puré de

calabaza moscada

(por igual conocida

como violín) taza de

escaramujo ardiendo,

caqui o membrillo, y

durante treinta años

comió lo mismo una

vez al día (mediodía)

lo encontraron muerto,

última devoción de las

hormigas.

 

 

 

DE LAS NACIONES

 

La Isla  tiene una torre de madera, yedra y bejucos la

ciñen, se teme a la

carcoma y el salitre,

lo que horada, corroe,

ésta es la Torre de los

Astrónomos.

La otra de hormigón casi invulnerable está protegida

por sicarios y

francotiradores,

guardaespaldas,

piedra blindada

contra la

enfermedad de

la piedra,

impenetrable,

apenas porosa,

ésta es la Torre

de los Astrólogos:

vigas de acero

inoxidable, éstos

mandan hoy por hoy,

uniformados, túnicas

blancas percudidas,

huelen a moho y

sargazo, coturnos

y negros capirotes

estampados de

estrellas inexistentes.

¿Ciencia y Superstición? Sería lo de menos y nada

novedoso, ¿cuándo no?

Las guerras interminables

de religión, campos de

concentración, ideas

(en apariencia)

ideologías de falsarios,

propietarios de una

Torre Imaginaria

que transmite

consignas, la divisa

del Cangrejo y del

Cancerbero, el Astrólogo

de turno obedece,

hostiga al Astrónomo

que se pliega, qué

remedio: exclaman.

Fuerzas mayores,

cerrojos, pasadizos,

candelabros, ocho

bujías en cada

candelabro, llaves

de paso en las

duchas, gases

venenosos,

entrada gratuita,

salida en andas,

vítores y horarios,

santo y seña que

anuncia poderes

milenarios que

durarán cinco

años.

Todo, tabla periódica, se volverá a repetir, salvo,

irrepetibles los muertos.

Y yo me separé del

muro, el de los Tres

Poderes, pasé un

tiempo en la Cueva

de Platón y luego

entre los magos, se

dijo que yo era capaz

de convencer a una

piedra que era cuerva,

a un árbol que era flor.

 

 

 

EL RECORRIDO

 

No es imposible (insoportable) quedarse, mirar a

una distancia prudencial

el arriate de prímulas,

vestigio de algo ajeno

a mi presencia, mirar

sobre el alféizar de la

ventana de mainel que

se proyecta a las abras

entre montañas frente

al mar, Menorca,

Cerdeña, islas al

garete, volver a

Cuba (imposible)

insoportable: y ver

las tres macetas, agrias

macetas de geranios,

detrás estoy yo, las

miro, y en sucesión

begonias, la artemisa,

Rousseau, la ensoñación

(del caminante), todo vive,

y vive Dios, dejadme pasar,

subir al piso dos: entrar,

sentarme a la mesa de

roble, estoy (aún) vivo

en la acera de los

dondiegos no se han

cerrado todavía, ¿habrá

mayor alegría que la luz

temprana de un domingo,

el primer olor a sol?

Caminar, caminar

(zapatetas) el paso

firme, en el bolsillo

trasero del pantalón

de mezclilla el ejemplar

de  D: H. Lawrence

Sea and Sardinia:

llegar al banco del

parque municipal o

la plazoleta de los

cuatro naranjos,

sentarme tras secar

el banco de hierro

vencido, limpiarlo,

guardar el pañuelo

en el otro bolsillo

trasero, llevo,

considero, dos

horas leyendo: los

ojos me arden, tengo

hipo, bebo agua del

tiempo, sé qué es

cuando pienso en

el tiempo en cuanto

me lo preguntan ya

no lo sé: volver a leer

las Confesiones de

San Agustín.

Estoy perdido, detrás. Reyertas mentales, dialogismos,

vericuetos, exacerbaciones,

me pica todo el cuerpo, los

dedos de la mano y pies,

axilas, tetillas, muslos, ano,

soy un autor despilfarrador.

Un despilfarrador minimalista:

una casa con cuatro tarecos,

calefacción, un librero con

cien volúmenes, la cantidad

no tiene que ser exacta, una

Kindle donde almacenar

unos treinta libros más

que suficientes para lo

que resta del año,

estamos a mediados

de octubre, leo sólo

clásicos del Siglo de

Oro, los venero (vulto,

oíslo, aína, islilla por

clavícula, corchetes,

monipodios, la literatura

ha sido desde muchacho

mi refugio, ni Buda ni el

Dharma ni la Sangha

Oh mundio mundo vete

a la porra): mi reino por

dos semanas para leer

a Hita en el banco de un

parque cercano a casa,

o aquél en lo alto de

Seillans, o leerlo en

Hampton Bays al

regreso de coger

pejerreyes, anzuelo

y flotador, flotador y

caña, almuerzo seguro

por hoy: leerlo en Nerja

al abrigo del calor estival

en el cuarto de arriba,

las niñas con la madre

en Playa Torrecilla, tez

bronceada, cuerpo

aligerado, un solo

sonido: canta, canta

martín pescador.

Parece imposible pero soy octogenario, empiezo a

padecer de incontinencia,

hoy a la vuelta de la

compra por poco me

meo encima, llegué

por cuestión de

segundos al inodoro,

de amarillo a blanco

chorritos intermitentes,

abundan la mostaza,

el girasol, los muguetes

en los campos camino

a Rancho Boyeros:

llegué. Tiempo de abrir

la portañuela, sacar, oír

chorrear el debilitado

chorro real de los viejos,

sacudir, cuatro gotas,

guardar, un día se me

va a olvidar, pasaré

tremenda pena, salir

a la calle con el

fundamento al aire,

la méntula, va y me

arrestan. El año

pasado sin dame

cuenta entré a orinar

en el servicio de Damas,

no había nadie, meé,

y sólo a la salida me

di cuenta del error,

pudo ser inconsciente,

exhibicionismo reprimido

bah: o quién sabe qué.

Viejo verde, viejo verde,

pudieron pegarme una

paliza, los mengitorios

públicos apestan, apenas

soy capaz de descargar

el sistema urinario entre

otra gente meando ahí

como si nada: dejemos

el tema. Cuánta aflicción

se cierne, cuánto agobio.

Buda,

sepas

que

mi

refugio

es

el

libro,

Cerdeña,

Torrox

y

la

luz

de

la

mañana,

la

terraza

vista

a

la

Sierra

(Almijara)

el

Mediterráneo:

el

valle,

rebuznos

y

los

catetos

gritándose

de

lejos

a

lejos

y

yo

más

lejos

todavía.

 

 

 

 

LA INFINITA INTRASCENDENCIA

 

Son noticia Bach, Palestrina, haber descubierto la

obra de Hammershoi,

no oír noticias, el año

pasado resurgí, son

casi diez meses que

me ausento todavía

más del mundo,

como galletas de

avena bebo achicoria

en el desayuno: leo

sobre pintura holandesa

del XVII, me saco de

encima fastidiosas

compañías, toda

desmesura, y leo

un rato Analectas:

un capítulo del

Chuang Tzu. Me

desperezo haciendo

gimnasia, respirando

concentrado unos

minutos, cabeza

vacía, se vuelve a

llenar en menos de

lo que canta un gallo,

atajo metáforas,

analogías, imaginar:

respeto el silencio de

las tres de la tarde en

un pueblo cercano a

un bosque, oigo zumbar

una avispa, tal vez haya

sido una mosca, respeto

el silencio al abrirse el

séptimo sello, qué hubo

adentro: presto atención

a algo que entiendo no

tiene definición. Olvido

la palabra acebuche,

olvido que la olvido,

media hora más tarde,

acebuche, ah, me

refiero a la palabra

que  recupero, al árbol

nunca lo he visto: no lo

(probable) veré. Me da

igual. Estuve toda la

tarde inmerso en

Suetonio, Calígula,

Nerón. Qué tremendo

el texto de Suetonio,

la atroz presencia de

Calígula. Camus.

Pasaron cincuenta

años que leí su

Calígula y yo era

un muchacho leyendo

a Sartre, Mika Waltari,

Curzio Malaparte,

Sinuhé el Egipcio:

hojeaba el diccionario,

lo bojeaba. Y como

buen imbécil que era

me propuse aprender

diez palabras difíciles

al día, modo de

flagelarme, acebuche,

sámara, polainas, y

oíslo. Cantueso,

dedalera. Teratología,

dialogismo y demás

altisonantes conceptos.

Collejas. Y hoy por hoy

carpir, amigos al

diccionario. Y basta.

Aquí, así, se ve lo que

se ve, una mancha,

ahí un taburete; una

efélide, ahí una resma

de papel; una tachadura

al rape mi cabeza y su

corte de pelo a lo paje

(al rente). A qué recorrer

más distancia de la que

media entre el cuarto

de baño y el cuarto de

dormir. Nubes a la vista

(formas) árboles del

parque acolchados con

astillas, ni una liebre,

ni un zorro, las ardillas

abundan, las

manejadoras empujando

en sus coches recién

nacidos: pasad, mientras

escribo y leo, no volveré

a leer lo leído ni a releer

lo escrito: escribo

escribiendo en un

momento, no me

entero, suelto el

bolígrafo, apenas lo

considero desapego,

firmo lo escrito,

considerémoslo

vanidad. Lo corrijo

y lo paso en limpio,

lo guardo: mido mis

días por una misma

actividad. Debiera

plantar con albahaca,

perejil, eneldo unas

macetas en el balcón,

espacio no falta, qué

me lo impide: qué.

Hacerlo, alzaría la

vista, cielo despejado,

Faetón.

 

 

 

VIDA RETIRADA

 

Predicó que los animales tenían alma, que no hubo

un Dios creador

(perdonad lo

categórico) ni

que seis días de

creación eran una

eternidad: predicaba

en las afueras,

pensaba todo el

tiempo que no

podía vivir sin Dios,

que del otro lado

del espejo no había

oscuridad ni luz.

En medio del camino de su vida se cansó de predicar,

ni rico ni pobre, vivió

con la familia (cuatro

miembros) un lustro

en la costa, se

capitalizó, se fueron

a una población

de montaña

comprometidos a

un cierto tipo de vida

(él prefiere el término

existencia) hasta el

final.

Sus tres hijas crecieron hechas a la monotonía,

lectoras estudiosas

(dialécticas) risueñas:

no las veía reír, reír

en grande, compartían

ropa, alimentación,

quehaceres, la

pequeña andariega,

la del medio todo lo

razona, la mayor

cotorrera hacía reír

con sus salidas a la

Roca de Tarpeya, a

los difuntos.

 

Su mujer por su cuenta realiza estudios culinarios,

hierbas de condimento

y medicinales,

propiedades del ajo,

la cebolla, el jengibre,

en aquella casa nadie

ha visto un médico, y

mucho menos a un

abogado: ¿quedamos

en que son felices, en

armonía oyen a Bach?

No predican, no se les

predica, hablar de la

eternidad les parece

una exageración.

Una vez al mes se sientan en el suelo de tierra

apisonado en una

especie de dojo detrás

de la casa, no dejan de

sonreír y quizás

cachondeándose por

dentro canturrean

sutras, motetes,

versículos hebreos

del Antiguo Testamento

y del Eclesiastés:

permanecen unas

horas inmóviles, se

separan (no se verán

hasta la mañana, tras

las abluciones, poner

la mesa del desayuno).

Se las ve purgadas, pasan el día regresando a la

normalidad, hacia

la tarde se ven

recuperadas, por

unas horas no se

reconocen, tropiezan

como bultos sin

disculparse, la

menor trompo y

rueca vuelve a sus

andanzas, la del

medio a razonar (¿qué

Eucaristía ni farrapas

de gaita?) la mayor

alza la pata se tira un

peo para hacer ex

profeso reír a los

Santos del Cielo a

Buda de costado (se

dio un atracón) célibe

intentando expulsar

un flato (atarugado).

 

 

 

ÚLTIMA CENA

 

Entró, los comensales en su sitio, no habían muerto:

tiesos imitaban es

cierto a los muertos,

faraones egipcios,

reyes ancestrales,

olían a tierra húmeda,

la tierra negra de

sus lugares de

nacimiento, a este

paso no morirían

nunca.

Las palabras volaban, vivas crucifixiones, púlpitos

derruidos, gólgotas

iluminados con

proyectores

desdibujando el

contenido del

acontecimiento,

palabras inutilizadas:

los comensales

inamovibles se

llenan la boca

de cal, ceniza,

las historias en

familia de los

calcinados, las

incineraciones:

vaya solución

dirán las nuevas

generaciones, a

fin de cuentas

solución del final.

Todo sucede en familia, por leyes que nadie contraviene,

los comensales en

la dispersión se

desconocen, nadie

en la familia recuerda

el olor de nadie, y

quien registra inventa:

reconoce que es quien

desconoce lo ocurrido,

en verdad los comensales

murieron en Israel (nada

que ver con el Gólgota)

Puerto Rico, México,

Estados Unidos, la

Enajenadora se los

llevó tirándoles de

los pies.

En sus bocas seroja, en sus vientres aquel cansancio

milenario de Reyes

abortados, reyes

rijosos, los

todopoderosos

yerbajos cubriéndolos

brotando del subsuelo:

nunca brotan los reyes,

la yerba crece en los

techos de teja suelta,

siempre a punto de

derrumbarse: bocas

plagadas de nuevas

palabras, al comienzo

impronunciables,

imposible de traducirlas,

qué tendrán que ver

con la letra ñ, el ñame,

la malanga, la aureola

colorada que recubre

el boniato, todo les

supo a osamenta en

la destitución.

La Destitución: nacieron uno a uno cada dos años y

murieron entre los

flejes del tiempo,

su intemporal

función, rubíes

fracturados y un

reloj atascado:

bajando una

escalera perdió

la peluca, muerte

la Rapada, por

ejemplo, otro,

emblemático, él

que nunca lo fue

aceptó la presencia

de un rabino leyéndole

la cartilla, plegarias,

manos en cruz

encima de sus

pudendas.

 

 

 

KENSHO

 

El monje clarividente amó a dos mujeres.

 

No estaba prohibido, tampoco se recomendaba: amó

a su madre que era

por cierto bikhuni, a

su propia mujer, en

buena medida

conventual: llevan

cincuenta años juntos,

claro que han fornicado,

el coito no interfiere

con la concentración:

el monje lo recomiendo

como práctica, termina,

dedica quince minutos

a la contemplación del

cuerpo desnudo, ajado,

de la Amada.

Música secreta la contemplación de un desnudo, un

cuervo sobre un

montículo de nieve

que se empieza a

derretir, los dos

primeros crocos,

uno blanco otro

morado, al pie del

sanguiñuelo a la

entrada del monasterio:

pasado (morado) el torii

a la entrada del convento

aledaño donde vivió

la madre (blanco): dos.

Meditad: nada se opone en la flor a la germinación,

amoríos de la flor y la

abeja, no peca la perra

olisqueándole al perro

el ano, ano momentáneo.

 

El cuerpo ornamental de Buda en la estatuilla de

hojalata que le trajeron

el año pasado de Kyoto

(Kennin-ji) al servicio de

sus meditaciones diarias.

 

Ama a la madre que lo guió por el camino de

la concentración, a su

mujer que lo acompaña

de cuerpo presente

tres veces al día en

la meditación, y ama

en el rostro impasible

de Buda el

apaciguamiento

inalcanzable del

guijarro y la roca

(Ryoan-ji) de los

jardines secos de

la contemplación.