Una secuencia
KENSHO
El Maestro Wang cerró los ojos, contuvo la respiración,
y florecieron minutisas,
velloritas, hortensias
azules en el desierto.
Demostración que el desierto no es inhóspito ni mucho
menos estéril.
Procedió desde la mirada rasgada de los miembros de
su raza denominada,
craso error, amarilla,
a volverse tras andar
diez pasos, zancadas
no, pasos, a comprobar
que dejaba un rastro
de piedras preciosas,
ejemplo el rubí: acero
inoxidable que de
inmediato en manos
de forjadores se
convertía en una
estatuilla de Buda
que quién sería
colocaba en el
estante a la altura
de su mirada (para
su época el Maestro
Wang era alto): se
sosegaban a su
paso los espacios,
a su regreso el
refectorio, el atrio,
las doce celdas de
la docena de monjes
que quedaba,
auscultadla, en el
monasterio.
Cierto que tenía algo de taumaturgo y de estrellero: en
los campos de arroz,
zahorí; en las ciudades
populosas del país un
banco de madera
despintado en un parque
abandonado lo confundían
las aves horas sentado
con la madera del banco,
a sus pies reposaban,
lo contemplaban: no
las miraba el Maestro
Wang por temor a
decepcionarlas, suceder
lo natural y no lo inusitado.
En cuanto sintió el peligro de la desobediencia el
desacato avasallador de
reglamentos, instrucciones
aplicables sin exclusión a
todos, atemorizado tomó
el camino a la salida del
monasterio, dejó sobre
una piedra redonda y
bien moldeada los
adminículos que
confirmaban su cargo
de abad: se internó a
la vista de aves, dioses,
seres horrísonos y seres
bienaventurados en la
extensión: en una ciudad
principal del período Tang,
ciudad multitudinaria de la
que dijera un poeta
afamado que era
hormigueante y plena de
sueños, cerró la puerta
de un cuarto alquilado,
se preparó puré de
calabaza moscada
(por igual conocida
como violín) taza de
escaramujo ardiendo,
caqui o membrillo, y
durante treinta años
comió lo mismo una
vez al día (mediodía)
lo encontraron muerto,
última devoción de las
hormigas.
DE LAS NACIONES
La Isla tiene una torre de madera, yedra y bejucos la
ciñen, se teme a la
carcoma y el salitre,
lo que horada, corroe,
ésta es la Torre de los
Astrónomos.
La otra de hormigón casi invulnerable está protegida
por sicarios y
francotiradores,
guardaespaldas,
piedra blindada
contra la
enfermedad de
la piedra,
impenetrable,
apenas porosa,
ésta es la Torre
de los Astrólogos:
vigas de acero
inoxidable, éstos
mandan hoy por hoy,
uniformados, túnicas
blancas percudidas,
huelen a moho y
sargazo, coturnos
y negros capirotes
estampados de
estrellas inexistentes.
¿Ciencia y Superstición? Sería lo de menos y nada
novedoso, ¿cuándo no?
Las guerras interminables
de religión, campos de
concentración, ideas
(en apariencia)
ideologías de falsarios,
propietarios de una
Torre Imaginaria
que transmite
consignas, la divisa
del Cangrejo y del
Cancerbero, el Astrólogo
de turno obedece,
hostiga al Astrónomo
que se pliega, qué
remedio: exclaman.
Fuerzas mayores,
cerrojos, pasadizos,
candelabros, ocho
bujías en cada
candelabro, llaves
de paso en las
duchas, gases
venenosos,
entrada gratuita,
salida en andas,
vítores y horarios,
santo y seña que
anuncia poderes
milenarios que
durarán cinco
años.
Todo, tabla periódica, se volverá a repetir, salvo,
irrepetibles los muertos.
Y yo me separé del
muro, el de los Tres
Poderes, pasé un
tiempo en la Cueva
de Platón y luego
entre los magos, se
dijo que yo era capaz
de convencer a una
piedra que era cuerva,
a un árbol que era flor.
EL RECORRIDO
No es imposible (insoportable) quedarse, mirar a
una distancia prudencial
el arriate de prímulas,
vestigio de algo ajeno
a mi presencia, mirar
sobre el alféizar de la
ventana de mainel que
se proyecta a las abras
entre montañas frente
al mar, Menorca,
Cerdeña, islas al
garete, volver a
Cuba (imposible)
insoportable: y ver
las tres macetas, agrias
macetas de geranios,
detrás estoy yo, las
miro, y en sucesión
begonias, la artemisa,
Rousseau, la ensoñación
(del caminante), todo vive,
y vive Dios, dejadme pasar,
subir al piso dos: entrar,
sentarme a la mesa de
roble, estoy (aún) vivo
en la acera de los
dondiegos no se han
cerrado todavía, ¿habrá
mayor alegría que la luz
temprana de un domingo,
el primer olor a sol?
Caminar, caminar
(zapatetas) el paso
firme, en el bolsillo
trasero del pantalón
de mezclilla el ejemplar
de D: H. Lawrence
Sea and Sardinia:
llegar al banco del
parque municipal o
la plazoleta de los
cuatro naranjos,
sentarme tras secar
el banco de hierro
vencido, limpiarlo,
guardar el pañuelo
en el otro bolsillo
trasero, llevo,
considero, dos
horas leyendo: los
ojos me arden, tengo
hipo, bebo agua del
tiempo, sé qué es
cuando pienso en
el tiempo en cuanto
me lo preguntan ya
no lo sé: volver a leer
las Confesiones de
San Agustín.
Estoy perdido, detrás. Reyertas mentales, dialogismos,
vericuetos, exacerbaciones,
me pica todo el cuerpo, los
dedos de la mano y pies,
axilas, tetillas, muslos, ano,
soy un autor despilfarrador.
Un despilfarrador minimalista:
una casa con cuatro tarecos,
calefacción, un librero con
cien volúmenes, la cantidad
no tiene que ser exacta, una
Kindle donde almacenar
unos treinta libros más
que suficientes para lo
que resta del año,
estamos a mediados
de octubre, leo sólo
clásicos del Siglo de
Oro, los venero (vulto,
oíslo, aína, islilla por
clavícula, corchetes,
monipodios, la literatura
ha sido desde muchacho
mi refugio, ni Buda ni el
Dharma ni la Sangha
Oh mundio mundo vete
a la porra): mi reino por
dos semanas para leer
a Hita en el banco de un
parque cercano a casa,
o aquél en lo alto de
Seillans, o leerlo en
Hampton Bays al
regreso de coger
pejerreyes, anzuelo
y flotador, flotador y
caña, almuerzo seguro
por hoy: leerlo en Nerja
al abrigo del calor estival
en el cuarto de arriba,
las niñas con la madre
en Playa Torrecilla, tez
bronceada, cuerpo
aligerado, un solo
sonido: canta, canta
martín pescador.
Parece imposible pero soy octogenario, empiezo a
padecer de incontinencia,
hoy a la vuelta de la
compra por poco me
meo encima, llegué
por cuestión de
segundos al inodoro,
de amarillo a blanco
chorritos intermitentes,
abundan la mostaza,
el girasol, los muguetes
en los campos camino
a Rancho Boyeros:
llegué. Tiempo de abrir
la portañuela, sacar, oír
chorrear el debilitado
chorro real de los viejos,
sacudir, cuatro gotas,
guardar, un día se me
va a olvidar, pasaré
tremenda pena, salir
a la calle con el
fundamento al aire,
la méntula, va y me
arrestan. El año
pasado sin dame
cuenta entré a orinar
en el servicio de Damas,
no había nadie, meé,
y sólo a la salida me
di cuenta del error,
pudo ser inconsciente,
exhibicionismo reprimido
bah: o quién sabe qué.
Viejo verde, viejo verde,
pudieron pegarme una
paliza, los mengitorios
públicos apestan, apenas
soy capaz de descargar
el sistema urinario entre
otra gente meando ahí
como si nada: dejemos
el tema. Cuánta aflicción
se cierne, cuánto agobio.
Buda,
sepas
que
mi
refugio
es
el
libro,
Cerdeña,
Torrox
y
la
luz
de
la
mañana,
la
terraza
vista
a
la
Sierra
(Almijara)
el
Mediterráneo:
el
valle,
rebuznos
y
los
catetos
gritándose
de
lejos
a
lejos
y
yo
más
lejos
todavía.
LA INFINITA INTRASCENDENCIA
Son noticia Bach, Palestrina, haber descubierto la
obra de Hammershoi,
no oír noticias, el año
pasado resurgí, son
casi diez meses que
me ausento todavía
más del mundo,
como galletas de
avena bebo achicoria
en el desayuno: leo
sobre pintura holandesa
del XVII, me saco de
encima fastidiosas
compañías, toda
desmesura, y leo
un rato Analectas:
un capítulo del
Chuang Tzu. Me
desperezo haciendo
gimnasia, respirando
concentrado unos
minutos, cabeza
vacía, se vuelve a
llenar en menos de
lo que canta un gallo,
atajo metáforas,
analogías, imaginar:
respeto el silencio de
las tres de la tarde en
un pueblo cercano a
un bosque, oigo zumbar
una avispa, tal vez haya
sido una mosca, respeto
el silencio al abrirse el
séptimo sello, qué hubo
adentro: presto atención
a algo que entiendo no
tiene definición. Olvido
la palabra acebuche,
olvido que la olvido,
media hora más tarde,
acebuche, ah, me
refiero a la palabra
que recupero, al árbol
nunca lo he visto: no lo
(probable) veré. Me da
igual. Estuve toda la
tarde inmerso en
Suetonio, Calígula,
Nerón. Qué tremendo
el texto de Suetonio,
la atroz presencia de
Calígula. Camus.
Pasaron cincuenta
años que leí su
Calígula y yo era
un muchacho leyendo
a Sartre, Mika Waltari,
Curzio Malaparte,
Sinuhé el Egipcio:
hojeaba el diccionario,
lo bojeaba. Y como
buen imbécil que era
me propuse aprender
diez palabras difíciles
al día, modo de
flagelarme, acebuche,
sámara, polainas, y
oíslo. Cantueso,
dedalera. Teratología,
dialogismo y demás
altisonantes conceptos.
Collejas. Y hoy por hoy
carpir, amigos al
diccionario. Y basta.
Aquí, así, se ve lo que
se ve, una mancha,
ahí un taburete; una
efélide, ahí una resma
de papel; una tachadura
al rape mi cabeza y su
corte de pelo a lo paje
(al rente). A qué recorrer
más distancia de la que
media entre el cuarto
de baño y el cuarto de
dormir. Nubes a la vista
(formas) árboles del
parque acolchados con
astillas, ni una liebre,
ni un zorro, las ardillas
abundan, las
manejadoras empujando
en sus coches recién
nacidos: pasad, mientras
escribo y leo, no volveré
a leer lo leído ni a releer
lo escrito: escribo
escribiendo en un
momento, no me
entero, suelto el
bolígrafo, apenas lo
considero desapego,
firmo lo escrito,
considerémoslo
vanidad. Lo corrijo
y lo paso en limpio,
lo guardo: mido mis
días por una misma
actividad. Debiera
plantar con albahaca,
perejil, eneldo unas
macetas en el balcón,
espacio no falta, qué
me lo impide: qué.
Hacerlo, alzaría la
vista, cielo despejado,
Faetón.
VIDA RETIRADA
Predicó que los animales tenían alma, que no hubo
un Dios creador
(perdonad lo
categórico) ni
que seis días de
creación eran una
eternidad: predicaba
en las afueras,
pensaba todo el
tiempo que no
podía vivir sin Dios,
que del otro lado
del espejo no había
oscuridad ni luz.
En medio del camino de su vida se cansó de predicar,
ni rico ni pobre, vivió
con la familia (cuatro
miembros) un lustro
en la costa, se
capitalizó, se fueron
a una población
de montaña
comprometidos a
un cierto tipo de vida
(él prefiere el término
existencia) hasta el
final.
Sus tres hijas crecieron hechas a la monotonía,
lectoras estudiosas
(dialécticas) risueñas:
no las veía reír, reír
en grande, compartían
ropa, alimentación,
quehaceres, la
pequeña andariega,
la del medio todo lo
razona, la mayor
cotorrera hacía reír
con sus salidas a la
Roca de Tarpeya, a
los difuntos.
Su mujer por su cuenta realiza estudios culinarios,
hierbas de condimento
y medicinales,
propiedades del ajo,
la cebolla, el jengibre,
en aquella casa nadie
ha visto un médico, y
mucho menos a un
abogado: ¿quedamos
en que son felices, en
armonía oyen a Bach?
No predican, no se les
predica, hablar de la
eternidad les parece
una exageración.
Una vez al mes se sientan en el suelo de tierra
apisonado en una
especie de dojo detrás
de la casa, no dejan de
sonreír y quizás
cachondeándose por
dentro canturrean
sutras, motetes,
versículos hebreos
del Antiguo Testamento
y del Eclesiastés:
permanecen unas
horas inmóviles, se
separan (no se verán
hasta la mañana, tras
las abluciones, poner
la mesa del desayuno).
Se las ve purgadas, pasan el día regresando a la
normalidad, hacia
la tarde se ven
recuperadas, por
unas horas no se
reconocen, tropiezan
como bultos sin
disculparse, la
menor trompo y
rueca vuelve a sus
andanzas, la del
medio a razonar (¿qué
Eucaristía ni farrapas
de gaita?) la mayor
alza la pata se tira un
peo para hacer ex
profeso reír a los
Santos del Cielo a
Buda de costado (se
dio un atracón) célibe
intentando expulsar
un flato (atarugado).
ÚLTIMA CENA
Entró, los comensales en su sitio, no habían muerto:
tiesos imitaban es
cierto a los muertos,
faraones egipcios,
reyes ancestrales,
olían a tierra húmeda,
la tierra negra de
sus lugares de
nacimiento, a este
paso no morirían
nunca.
Las palabras volaban, vivas crucifixiones, púlpitos
derruidos, gólgotas
iluminados con
proyectores
desdibujando el
contenido del
acontecimiento,
palabras inutilizadas:
los comensales
inamovibles se
llenan la boca
de cal, ceniza,
las historias en
familia de los
calcinados, las
incineraciones:
vaya solución
dirán las nuevas
generaciones, a
fin de cuentas
solución del final.
Todo sucede en familia, por leyes que nadie contraviene,
los comensales en
la dispersión se
desconocen, nadie
en la familia recuerda
el olor de nadie, y
quien registra inventa:
reconoce que es quien
desconoce lo ocurrido,
en verdad los comensales
murieron en Israel (nada
que ver con el Gólgota)
Puerto Rico, México,
Estados Unidos, la
Enajenadora se los
llevó tirándoles de
los pies.
En sus bocas seroja, en sus vientres aquel cansancio
milenario de Reyes
abortados, reyes
rijosos, los
todopoderosos
yerbajos cubriéndolos
brotando del subsuelo:
nunca brotan los reyes,
la yerba crece en los
techos de teja suelta,
siempre a punto de
derrumbarse: bocas
plagadas de nuevas
palabras, al comienzo
impronunciables,
imposible de traducirlas,
qué tendrán que ver
con la letra ñ, el ñame,
la malanga, la aureola
colorada que recubre
el boniato, todo les
supo a osamenta en
la destitución.
La Destitución: nacieron uno a uno cada dos años y
murieron entre los
flejes del tiempo,
su intemporal
función, rubíes
fracturados y un
reloj atascado:
bajando una
escalera perdió
la peluca, muerte
la Rapada, por
ejemplo, otro,
emblemático, él
que nunca lo fue
aceptó la presencia
de un rabino leyéndole
la cartilla, plegarias,
manos en cruz
encima de sus
pudendas.
KENSHO
El monje clarividente amó a dos mujeres.
No estaba prohibido, tampoco se recomendaba: amó
a su madre que era
por cierto bikhuni, a
su propia mujer, en
buena medida
conventual: llevan
cincuenta años juntos,
claro que han fornicado,
el coito no interfiere
con la concentración:
el monje lo recomiendo
como práctica, termina,
dedica quince minutos
a la contemplación del
cuerpo desnudo, ajado,
de la Amada.
Música secreta la contemplación de un desnudo, un
cuervo sobre un
montículo de nieve
que se empieza a
derretir, los dos
primeros crocos,
uno blanco otro
morado, al pie del
sanguiñuelo a la
entrada del monasterio:
pasado (morado) el torii
a la entrada del convento
aledaño donde vivió
la madre (blanco): dos.
Meditad: nada se opone en la flor a la germinación,
amoríos de la flor y la
abeja, no peca la perra
olisqueándole al perro
el ano, ano momentáneo.
El cuerpo ornamental de Buda en la estatuilla de
hojalata que le trajeron
el año pasado de Kyoto
(Kennin-ji) al servicio de
sus meditaciones diarias.
Ama a la madre que lo guió por el camino de
la concentración, a su
mujer que lo acompaña
de cuerpo presente
tres veces al día en
la meditación, y ama
en el rostro impasible
de Buda el
apaciguamiento
inalcanzable del
guijarro y la roca
(Ryoan-ji) de los
jardines secos de
la contemplación.