José Iniesta

Hijos en el mar

 

 

 

 

 

Un día gris

 

A Ángel Fernández Benítez

 

Estar en el sillón sin hacer nada,

y no obstante sentir que somos vida

al ver por la ventana de la tarde

un cielo gris acorde a la tristeza

que a veces, junto al fuego,

en nuestra casa,

nos afirma con lluvias y palomas.

 

Ahora soy del aire y del amor.

Presente es esta luz fiel y difusa

cayendo sobre el mundo

y en mis manos abiertas.

Encalado en la fuga de las nubes

hay algo que se va y está llenando

con su escaso caudal

el cauce de las horas:

este murmullo limpio de la lluvia,

la oración de una tapia

en el patio del frío.

 

 

 

 

Ars poética

 

Es mucha la distancia al asomarme

a mi escritura, y el vértigo profundo,

implacable la altura si es del alma.

Al abrirlas, qué vacías mis manos.

He querido romper

el mármol del silencio

muchas veces, cantar en un poema

lo que es capaz de ver un hombre

cuando la soledad lo lanza al aire:

un árbol contra el cielo en la llanura,

una casa que ardiera junto al mar

donde fuimos y amamos sin medida,

la muerte en una calle donde el viento

golpea las persianas con su furia,

la sed del corazón,

las razones del grito.

 

No sé a dónde llegué, después de todo.

Jamás tuve certezas. Avanzamos

a tientas por la niebla que persiste,

y es una suerte andar a campo abierto

si sabemos seguir junto a la vida.

No sé el porqué

ni el cuándo. Me retiro

despacio en la intemperie, mi refugio,

donde siempre se alivia mi dolor

al lado de un almendro que florece.

 

Ya ves dónde llegué con unos versos

escritos con el agua y con el humo.

Cantar no es otra cosa,

y tú lo sabes,

que un intento posible de alcanzar

en la noche la luz que está a lo lejos.

 

 

 

 

Visita al cementerio

 

A mi padre, in memoriam

 

En un pueblo perdido de montaña

sitiado por sabinas

y pinadas del aire,

por encinas oscuras, polvorientas,

bancales arruinados donde crecen

los trigales resecos, la amapola

que tiembla con el aire colorada,

allí, sobre la infancia de la tierra

un hombre se encamina

y está solo,

y no quiere llegar, está llegando

a qué lugar del hambre y del amor:

un breve cementerio que custodian

la lanza de un ciprés y los olvidos,

que visitan los vientos y los pájaros.

 

A veces hay lugares que son tiempo.

Apenas una tapia en las afueras

que hiende en dos al mundo

y lo limita,

 

y una puerta de hierro mal cerrada

que da acceso directo al corazón.

 

Entramos al silencio, en soledades.

Llevamos una rosa y una lágrima

que sí tienen sentido al acercarnos

al raro desconcierto de una cruz

caída,

la rama desgajada de la nada

encima de la hierba y de las flores.

Entramos al silencio, lo que somos,

de la materia breve y sus adioses,

al enigma de un cúmulo de piedras

que cubrirán las yedras, las nevadas,

 

un nombre

que me nombra

con amor.

 

 

 

 

Hijos en el mar

 

 

Un barco sin nosotros ha partido,

y lento surca el mar, desaparece.

Es obstinado el sol y su escritura

en la página azul del horizonte,

las nubes repetidas, los destellos,

los versos de la sal en esta playa

donde ríen mis hijos esperando

el golpe sucesivo de las olas,

livianos al nadar en el estruendo,

eternos en el oro de la espuma,

la orilla del amor a sus vaivenes.

 

Huele a viento

y herrumbre,

a tempestad,

y hay una agitación que permanece

en mí de gratitud que nada busca

y el alma se serena en esta costa.

Cuán dulce el sol abrasa del estío

la gracia de sus cuerpos y mi voz,

las islas en la niebla de mis vidas.

Qué raudo, hasta llegar,

ha sido el viaje.

 

Aquí lloran mis ojos de alegría

ante esta luz reciente que me ciega.

No sé qué me sucede en el amor.

Ahora no es ahora, y mis palabras

celebran la ignorancia de su canto.

Ellos gritan mi nombre,

el verdadero,

y entonces en la orilla les sonrío

y siento que mi vida se despide,

 

y la brisa del mar sobre mi rostro

me arrastra, desde cuándo,

con qué fuerza,

al fondo más sereno de la felicidad.

 

 

 

 

La entrega

 

La tarde es importante, estoy contigo

hablando en el jardín de las edades,

nuestro banco de piedra bajo el cielo.

El sol dora el granado. Qué quietud

donde todo acaece.

Se cumple la promesa

contigo al ver la orgía de sus frutos

de un ocre que madura suspendido

y apunta con su peso al colorado,

la conquista flexible de las ramas,

la belleza que hospeda tanto amarte.

 

Te miro, nos miramos. Sonreímos

al sabernos aquí y a lo que venga,

y apenas, un instante, tres gorriones

cantan en el tapial y alzan su vuelo

por un azul que hilvana claridades.

Aquí estamos los dos,

donde estuvimos.

 

Ya ves con cuánto amor voy a la muerte.

Hoy todo está pasando en el minuto

donde tocas mi frente con tu mano.

debajo de esta rama,

 

debajo de esta rama

donde pasa mi vida.

 

José Iniesta (Valencia, España, 1962). Ha publicado diez libros: Del tiempo y sus castigos (Sagunto, 1985), Cinco poemas (Sagunto, 198 ... LEER MÁS DEL AUTOR