José Emilio Pacheco

Inscripciones en una calavera

 

 

 

 

 

CAVERNA

Es verdad que los muertos tampoco duran
Ni siquiera la muerte permanece
Todo vuelve a ser polvo

Pero la cueva preservó su entierro

Aquí están alineados
cada uno con su ofrenda
los huesos dueños de una historia secreta

Aquí sabemos a qué sabe la muerte
Aquí sabemos lo que sabe la muerte
La piedra le dio vida a esta muerte
La piedra se hizo lava de muerte

Todo está muerto
En esta cueva ni siquiera vive la muerte

 

 

 

PRESENCIA

¿Qué va a quedar de mí cuando me muera
sino esta llave ilesa de agonía,
estas pocas palabras con que el día
dejó cenizas de su sombra fiera?

¿Qué va a quedar de mí cuando me hiera
esa daga final? Acaso mía
será la noche fúnebre y vacía
que vuelva a ser de pronto primavera.

No quedará el trabajo, ni la pena
de creer y de amar. El tiempo abierto,
semejante a los mares y al desierto,

ha de borrar de la confusa arena
todo lo que me salva o encadena.
Más si alguien vive yo estaré despierto.

 

 

 

EL EMPERADOR DE LOS CADÁVERES

El emperador quiere huir de sus crímenes
pero la sangre no lo deja solo.
Pesan los muertos en el aire muerto
y él trata
siempre en vano
de ahuyentarlos.

Primero lograrían borrar
con pintura la sombra
que a media tarde
proyecta el cuerpo del emperador
sobre los muros del palacio.

 

 

 

TIERRA

La honda tierra es
la suma de los muertos.
Carne unánime
de las generaciones consumidas.

Pisamos huesos,
sangre seca, restos,
invisibles heridas.

El polvo
que nos mancha la cara
es el vestigio
de un incesante crimen.

 

 

 

LOS MUERTOS

Quién impuso esa ley infame que obliga
a confinarnos en atroces
reservaciones de corrupción y olvido
mientras los días opacan
la menuda perpetuidad del mármol.
Baja la noche por la enredadera
y aquí abajo decimos a la muerte
lo que susurra el grano de arena
a la ola que lo alza en vilo.

Vil sonido como hachas
en un bosque invisible:
la desintegración
de la carne que no retorna.

Crueldad de abandonarnos a nuestros restos.
Mejor el fuego
o los cuervos de la montaña.

Nada hay capaz de compensar
la humillación de hundirse aquí abajo,
pudriéndonos,
sin que la caja funeral
nos permita volver al polvo.

 

 

 

INSCRIPCIONES EN UNA CALAVERA

Si cuando vivos somos diferentes, en cambio
todas las calaveras se parecen.
Son la imagen y el fruto de la muerte.

El cráneo con textura ya de marfil
observa detenidamente la noche.
Y visto al sesgo en el espejo parece
un cascarón de huevo que ya dio alas
a quien latía en su interior fecundante.

Está vacío, ya es vacío, pero sin él
no habría existido la existencia.
Y sin decirlo quiere interrogarnos,
hacer de nuevo las preguntas eternas:

¿Llevamos siempre adentro la propia muerte
o (contra Rilke) carga el esqueleto
pesadumbre de carne, corrupción
sobre la calavera incorruptible?

Es la piedra pulida por ese mar
al que no vemos sino encarnado en sus obras.
El tiempo hizo la mueca de este horror;
también esculpe con su transcurrir
la belleza del mundo. Y así pues,
resulta un acto de justicia poner
sobre su frente la gastada inscripción:
Este cráneo se vio como hoy nos ve.
Como hoy lo vemos
nos veremos un día.

 

 

 

CABALLO MUERTO

Al verlo en la llanura no parece a primera vista un cadáver.
De lejos su rancia animalidad se vuelve asunto de sastrería o mecánica.
Sus entrañas tienen brillo de cobre, son cuerda rota de un juguete olvidado.
Sorprende que el cadáver no sea carroña y no se escuche
el pulular de gusanos.
Pero la muerte excluye toda ambigüedad:
las cuencas son pruebas palpables del vacío,
grietas por las que escapa un gran vacío.
Los dientes amarillos congelaron un relincho ya casi póstumo.
Dentro de poco un animal nocturno
vendrá inflexiblemente a descarnarlo.

 

José Emilio Pacheco (México, 1939 – 2014). Poeta, cuentista, traductor y ensayista. Uno de los autores claves de la literatura mexicana de los últimos tiemp ... LEER MÁS DEL AUTOR