José Emilio Pacheco

El ilusionista y otros textos

 

 

 

 

 

El Domador

 

El Domador dice que no:

él no tortura a sus bestias.

Su método infalible es la persuasión,

su recompensa el cariño.

 

El Domador se muestra como un tirano benévolo.

Con mano ya perlada por la vejez,

acaricia indolente unos cachorritos.

Es el espíritu del orden.

Cada cual tiene su lugar

bajo esta carpa y en las jaulas de afuera.

 

“Sólo trabajo para el placer de mi público;

y lucho por el bien de mis animales.

Sin la misericordia de este Circo

ya los habrían cazado. Serían tal vez

pieles de lujo en un aparador

o simples organismos de sufrimiento

en los laboratorios del infierno.

 

“En mi Circo no existe ley de la selva.

Viven en paz. Se encuentran protegidos

por mi benevolencia, a veces exigente.

No podría ser de otra manera.

 

“Ahora observen la cara de mis bestias.

Sólo les falta hablar; si pudieran hacerlo

entonarían a coro mi alabanza.

 

“Con gusto posaré para sus fotos.

Me encanta retratarme con las panteras,

ver cómo tiembla el tigre cuando empuño mi látigo.

 

¿Pueden negarlo? El Circo es el Estado perfecto.

 

Cuando él termina de hablar

el silencio no colma el Circo:

se oyen protestas entre rejas.

 

 

 

 

 

Boro

 

Boro es el niño bestial,

el hijo de las fieras, el joven-lobo

que creció entre los lobos y está cubierto de pelo.

 

Boro tiene a lo sumo catorce años.

Su mirada, todos los siglos.

 

Lo hallamos en un bosque de Sarajevo

y lo hemos mantenido en pleno estado salvaje

para cobrar por exhibirlo.

 

Observen sus colmillos. Vean cómo gruñe.

Aprecien esas unas encorvadas en garras.

Sólo puede comer carne sangrante.

Fíjense en cómo parte a ese corderito

y se deleita en arrancar sus entrañas.

 

Boro es el Mal Salvaje, el asesino yacente

bajo la represión que hace posible

vivir como vivimos: entre aullidos

y detrás de las rejas.

 

 

 

 

 

Fenómenos

 

Vivimos del desprecio y para el desprecio.

La elocuencia de la mirada, el fulgor

con que ustedes tasan y humillan

a nosotros nos alimentan.

 

En las buenas familias se nos oculta.

Todas las dinastías imperiales

tienen fieros palacios, hondas prisiones

para aquellos que son de nuestra especie.

 

Señoras y señores, gracias por vernos.

Gracias por las monedas del desdén.

(Deberían adorarnos:

los hacemos sentir dioses.)

 

Pasen a nuestro inmóvil carnaval.

Celebren los disfraces que no podemos quitarnos.

Después, para lavarse de la visión,

vayan a los espejos deformantes.

 

Aquí está el mundo: pueden observarlo

en otro espejo cóncavo y oscuro.

 

Miren las cuatro piernas, los dos pares de brazos:

nuestro as, El Pulpo Humano, aún no es pescado

y ya hace mucho que dejó de ser carne.

 

Y este es el Lobizón. Cara imborrable,

nudo de pelo hirsuto color de sangre

en donde apenas flotan dos ojillos impávidos.

 

Vean al Enano-Enano, el más pequeño del mundo,

diminuto bebé de setenta años.

¿No les divierte a ustedes su dolor?

Vestido de Pierrot con mandolina,

el bufoncito danza a su propio son

y tiene por contraste voz de bajo profundo.

 

El otro en cambio se llama El Hombre Montaña.

Mide casi tres metros. No hay lugar

para él en ese angosto mundo de ustedes.

 

En el género hembra

nunca ha habido un espécimen más horrible que el nuestro:

en anteriores circos la llamaron

La Bruja Azteca, La Aborigen del Hades.

 

Félix posee un gemelo en miniatura

que cuelga de su pecho como un ahorcado.

No tiene habla.

Emite sólo un vil chillido de pájaro,

un grito de angustia

cuando ustedes lo observan y se doblan de risa.

 

Aquí están todos: La Mujer Barbada,

La Niña Boa, el más gordo de Tokio.

Y ahora, viscosidad sin esqueleto,

se presenta reptando la pesadilla,

el asco, la inmundicia: El Hombre-Gusano.

Nació sin miembros y ha perdido los ojos.

Pero toca en la armónica Valencia.

 

Somos tragedia, error y proyecto fallido.

Cáncer de Dios, nos ha llamado un blasfemo.

Serias erratas en El Gran Libro del Mundo.

Intrusos en los que ustedes creen normalidad.

Pero tenemos un papel en la vida:

darles la sensación de ser perfectos

y de creerse afortunados

-con dos posibles excepciones:

los compasivos (ya se están acabando)

y las parejas que sospechan: tal vez

el hijo que engendramos salga como éstos.

 

En su arrogancia ni siquiera imaginan

que ustedes nos divierten con su cara de asombro,

que su alarmada burla y su temor

a un accidente o una enfermedad

que los haga cruzar nuestra frontera.

 

¿Qué esperaban? Sí, somos teratocéntricos

y todo lo medimos con nuestra vara.

Ustedes nos repugnan, nos dan pavor

con sus cuerpos de dieta y ejercicio

que también la vejez hará monstruosos;

con sus caras sin vello ni fealdad

que pronto han de plegarse bajo el agua del tiempo;

el don divino de caminar en dos pies

-pero algún día acabarán arrastrándose.

 

Mírense en el espejo: llevan muy dentro

lo mismo que en nosotros se hace visible.

 

Ustedes son para nosotros fenómenos.

Ustedes son los monstruos de los monstruos.

 

 

 

 

 

El Contorsionista

 

Desde que abrió los ojos le gustó el Circo.

A los seis anos se unió a él.

Pasó otros tantos

en el aprendizaje de su arte.

Ocho horas de ejercicio todos los días

para cinco minutos de espectáculo.

 

Primero fue flexible,

después alado, incorpóreo.

Esqueleto de gato, huesos de esponja,

cuerpo de alga o de agua que asimiló

las formas de Proteo.

Volvió su carne

reflejo y cauce del fluir del mundo.

 

Fue pelota de goma, tirabuzón,

árbol en la tormenta, vela, pagoda:

lo que usted quiera.

Todos y nadie.

Vaso del aire, forma pura, concepto,

garabato, acertijo, símbolo.

 

No existe el mundo para él si no hay Circo.

No concibe otra vida sino que no sea el Circo.

Quiere morirse allí sin ver el mundo de afuera.

 

Por lástima,

por el vago recuerdo de sus hazañas

no lo han echado del Circo.

 

Oye con gran dolor la resonancia del látigo.

Cada animal provoca en él accesos de llanto.

Se muere de tristeza ante los grandes reyes cautivos

(muy pronto en esta tierra no habrá elefantes).

 

Pasó aquel tiempo en que era atleta y acróbata.

Nunca será de nuevo el Contorsionista.

Ahora sólo se mueve bajo el estruendo del golpe.

 

Es El Payaso de las Bofetadas.

 

 

 

 

 

Las Pulgas

 

Bajo el vidrio de aumento

aquí en esta prisión los divertimos

con nuestro desempeño casi humano.

 

Reparen la injusticia de su desdén.

Acepten un minuto – nada les cuesta –

que hay auténtico genio entre las Pulgas.

 

Miren cómo disparo este canoncito

y vestido de frac bailo ante ustedes

con mi pareja el vals Sobre las olas.

 

Mientras tanto boxean las otras Pulgas,

corren en el hipódromo, atraviesan

abismos ígneos en la cuerda floja.

 

Vean con qué destreza incomparable

damos saltos mortales y nos mecemos

esbeltas e impecables en el trapecio.

 

Nuestro arte es nuestro orgullo.

Sólo en Amsterdam

han logrado igualar el espectáculo.

 

Pasmo del mundo, el Gran Entrenador

cada semana elige entre cien mil Pulgas

una que colme sus aspiraciones.

 

Aprendan del ejemplo: vuélvanse humildes.

La estrella de este Circo en vidrio de aumento

dura lo que otras Pulgas: siempre, siempre

 

termina como todas: aplastada.

Las Pulgas no contamos ante El Señor

que sin embargo vive de nuestra sangre.

 

 

 

 

 

El Hombre-Bala

 

Estruendo y humo: lo dispara un cañón.

Cruza como una piedra el vacío concentrado

y cae en la red al otro extremo del Circo.

(Todo lo que protege es también abismo).

Entre las dos funciones, en la barraca,

juega con cañoncitos que no hacen ruido.

 

El Hombre-Bala se ha quedado sin voz.

Su oído ya no escucha. Su cerebro es de humo.

Día con día la piel se hace plomo.

El año entrante será un cartucho quemado.

 

 

 

 

 

El Autómata

 

Esta gran antigualla es hoy novedad

y la exhibo a la entrada del espectáculo.

 

Quiero decirlo por qué sorprende mi Autómata:

hoy un robot

es una maquinaria vagamente humanoide;

más bien parece

computador o cualquier trasto electrónico.

En cambio mi Autómata

es un espectro ambiguo como un muñeco de cera.

 

La marioneta mecánica

-fabricada en Berlín hacia 1870, creo-

como por arte de magia

se levanta, saluda, enciende las velas,

se sienta al piano

y toca para asombro de los presentes

La Polonesa.

 

¿Pueden creerlo? La polonesa tocada

en la pianola, el viejo piano mecánico,

por un Autómata

que responde al nombre de Wagner?

Chopin debió llamarse mi Autómata.

Y no obstante se llama Wagner.

 

¿Aprecia usted la exactitud con que lo dedos de Wagner

hunden la tecla justa sin fallar nunca?

Los más grandes pianistas abren la boca

ante el perfecto acorde entre las dos máquinas.

 

No es nada más relojería este triunfo mecánico.

El creador de Wagner

hizo con él una obra de arte admirable,

un asombroso modelo

de eficacia, obediencia y método.

 

Probablemente no fue un artista anónimo aislado

sino un equipo, maravilla en su campo.

Qué disciplina, qué inventiva, qué genio.

Nunca podremos alcanzarlos.

 

Pregunta usted por qué llamamos Wagner a este

prodigio que anticipa el mundo de ahora.

En realidad no lo sé a ciencia cierta:

Wagner ya estaba de tiempo atrás en el circo

cuando me lo vendieron hace diez años.

 

Supongo que será porque lo compraron maltrecho

en el sitio donde hubo un campo.

Allí tocaba Wagner a la pianola sus valses

de bienvenida a lo que iban

a morir bajo el gas Zyklon B en las cámaras.

 

 

 

 

 

El Ilusionista

 

Echamos a patadas al viejo Mago.

Que sus huesos se pudran en el desierto

y su polvo regrese al polvo.

 

Ya nunca más veremos su horrible cara,

la grotesca peluca rubia,

la mirada torva de cerdo.

 

Y sus trucos, qué horror, sus trucos.

Nunca se ha visto un repertorio más fúnebre.

Todo tan gris y mediocre

que sólo de milagro no acabó con el Circo.

 

Este pobre diablo

vivió sin darse cuenta de que existía la electrónica.

Porque hay televisión, porque ya todo

lo vemos en el marco de una pantalla, el Circo

solo perdurará si alcanza el formato

de un videoclip que satisfaga el gusto moderno.

 

No fue lo peor aquello. Lo inadmisible

era su narcicismo intolerante, la vanidad

llevada a los confines de la locura.

(En una sola cosa los tiranos se parecen a Dios:

quieren oír sin tregua su alabanza.)

 

Nadie a mi izquierda nadie a mi derecha,

era el lema del viejo como el de Hitler y Stalin.

Quería para él todas las pistas del Circo

y las tres horas de función. Qué vergüenza.

 

Se hizo justicia. En buena hora lo echamos.

Agoniza en las calles, vive borracho,

pide limosna y nos dice: “Yo fui el gran Mago”.

Pero ni quien se acuerde. Todos se alejan

del fardo humano que huele a orines y a mierda.

 

Ocupé su lugar. Qué diferencia.

Asombro y maravillo a quienes viene al circo.

Todos abren la boca cuando presencian

cómo aparece el tigre bajo mi frac

y cómo de la manga me saco un buitre.

 

Gran privilegio de este Circo exhibirme

como su estrella máxima. Sin mi presencia

nadie se asomaría a la triste carpa.

Lo demás es relleno. Pagan por verme.

A estas alturas

nuestros pobres Payasos inspiran lástima.

La Trapecista, el Domador, los Fenómenos

son cosa vieja, de otro siglo: no importan.

 

Yo soy el Circo, todo el Circo. No admito

que nadie objete mi supremacía.

Y no es vulgar soberbia sino autocrítica:

Sólo hay un Mago, los demás son farsantes.

 

Vean el acto más grande de ilusionismo:

tengo en mi derredor unas cuarenta personas.

Un pase mágico y de repente, señores,

se alza mi pedestal en una nube de incienso:

Nadie a mi izquierda, nadie a mi derecha.

 

José Emilio Pacheco (México, 1939 – 2014). Poeta, cuentista, traductor y ensayista. Uno de los autores claves de la literatura mexicana de los últimos tiemp ... LEER MÁS DEL AUTOR