José Emilio Pacheco

La fábula del tiempo

 

Por Jorge Fernández Granados

 

1

Ya desde mediados del siglo XX José Emilio Pacheco era considerado en su país una figura central de su generación. Su vasta obra, que abarca casi todos los géneros literarios, ha visto crecer en torno suyo un cuerpo crítico y de traducciones, pero sobre todo un público lector como pocas veces sucede con un autor vivo. No han faltado, tal vez precisamente por ello, severas observaciones también y juicios muy polarizados respecto a algunas de sus obras. Es en la poesía donde esta obra ha encontrado probablemente sus mayores alcances y suma en la actualidad una docena de libros.

Los dos primeros títulos que abrieron dicha obra poética, Los elementos de la noche (1963) y El reposo del fuego (1966) son impecables y finos ejercicios de un virtuoso. Poemas tempranamente maduros, dispuestos en series o meditaciones. Se podría decir que son elegías de un lúcido pesimismo. Su elegante labrado formal es paralelo a su temple clásico. En ellos la naturaleza y el tiempo vencen una y otra vez al apurado corazón y sus trabajos. Flota ahí una atmósfera crepuscular y una intemporal sabiduría. Ya desde estos libros aparecían ciertas constantes que serán reconocibles a lo largo de toda su obra: los ejemplos de la naturaleza (plantas y animales) como fuente de alegorías y lecciones, el tiempo y la destrucción, el drama testimonial de la conciencia. Asuntos centrales de una temática cuya universalidad y pulcritud la situaron inmediatamente en muy alta estima.

No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969) fue un autoexamen, giro de 180 grados que declaró al poeta y a su obra como subproductos de una fuerza mayor: la historia. Responder a la pregunta: ¿cuál es hoy el verdadero lugar de la poesía? con la franqueza necesaria y, al mismo tiempo, renovarla en tal replanteamiento, parece el derrotero que toma su obra poética a partir de entonces. Libro que parece formado de retazos y aforismos, de apuntes e instantáneas, No me preguntes cómo pasa el tiempo inaugura también un amplio ciclo, decisivo, que se prolongará en Irás y no volverás (1973), Islas a la deriva (1976), Desde entonces (1980) y Los trabajos del mar (1983).

El título de Irás y no volverás alude al lugar o país de los cuentos infantiles a donde se iba y de donde no se regresaba nunca. Ese lugar podría ser también esta segunda época de la poesía de Pacheco; la cual parece haber quemado las naves con su paraíso de pureza. Poner en evidencia el reverso, la imperfección, lo caducible del oficio poético no es aquí un mero desplante. Con la brevedad del apunte y la austeridad del testimonio, los poemas de este ciclo asumen una desnudez que, paradójicamente, los fortalece. Se trata de todo un examen ético del lenguaje literario. La declaración de principios está anunciada en un poema escrito hacia 1970 (“A quien pueda interesar”):

Otros hagan aún el gran poema,
los libros unitarios, las rotundas
obras que sean espejo de armonía.
A mí sólo me importa el testimonio
del momento inasible, las palabras
que dicta en su fluir el tiempo en vuelo.
La poesía anhelada es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida.

El tono conversacional de algunos poetas norteamericanos, la antipoesía de Nicanor Parra, el coloquialismo de Jaime Sabines y la crónica colectiva de Ernesto Cardenal o Enrique Lihn están más cerca de esta nueva voz de Pacheco, entre cuyos indudables méritos se cuentan la transparencia comunicativa, la exactitud, la ironía y la erudición revertida a la cotidianidad que hace de todas las venas literarias que lo alimentan una sola voz con capacidad a veces narrativa, a veces alegórica, a veces aforística; lenguaje extremamente cultivado que, sin embargo, produce la impresión de un habla llana.

Jardín de niños y Prosa de la calavera son, desde mi punto de vista, dos momentos culminantes de este ciclo; piezas que sintetizan con gran fuerza su perspectiva acerca de la condición humana y el irreversible paso del tiempo. A semejanza de aquellos montajes fílmicos que transitan en unos cuantos segundos por años enteros, Jardín de niños presenta una dramatización episódica en torno al nacimiento, la infancia y la progresiva pérdida de la inocencia. Prosa de la calavera, por su parte, es el estremecedor monólogo que susurra un cráneo, una danza macabra de la conciencia que atestigua desde la muerte la devastación del tiempo.

Un tercer ciclo se abre con Miro la tierra (1986). Este ciclo, que se prolonga hasta el presente, incluye los libros Ciudad de la memoria (1989), El silencio de la luna (1996), La arena errante (1999) y Siglo pasado (desenlace) (2000). En él la tematización sobre el mal de la historia, el recurrente drama humano y la nostalgia de lo perdido ocupan el centro de su atención. La crónica se funde con la poesía y la poesía se sincroniza con la historia. La idea del devenir como desintegración cede su sitio a la del devenir como gran teatro de alegorías que se reiteran o se multiplican de manera no pocas veces grotesca. La historia, esa otra manera de llamar al tiempo, desfila envuelta con adjetivos de condena y horror en un tono a veces francamente apocalíptico. Pero no es un cambio cualitativo sino sólo cuantitativo de sus rasgos anteriores. Lo que se presentaba como un melancólico atisbo es ahora una fehaciente pesadilla; pues finalmente el mal de la historia no es otra cosa que el mal del tiempo.

Tanto en esta etapa como en la anterior el autor acude no pocas veces a un catálogo de asuntos y personajes —de pretextos podría decirse— en los que el género de la fábula se actualiza bajo un nuevo muestrario. Tal vez José Emilio Pacheco en esencia es un gran fabulista. En su poesía los objetos, las personas, las plantas y sobre todo los animales operan con frecuencia como ejemplos de reflexión ante la cual habrá una conclusión de conducta o moraleja. Así, asuntos del entorno doméstico o de la historia lejana son pie de una meditación moral. La utilización de máscaras o personajes que toman la palabra para emitir un juicio que remite a la sociedad humana en su conjunto es un recurso empleado por él en varias ocasiones y particularmente en los poemas de la serie Circo de noche. En estos poemas logra, con un duro humor negro que algo recuerda a las “Pinturas Negras” de Francisco de Goya o los dibujos de José Guadalupe Posada, una extrema parodia de la sociedad humana. El espejo de la historia nos devuelve una fábula negra.

2

El ajuste, pertinente y riguroso, que José Emilio Pacheco hace de sus poemas escritos desde la juventud es un proceso continuo con el paso de las ediciones. Piezas ya clásicas de la poesía del siglo veinte mexicano se ven sometidas a una revisión que las afina; e incluso, en algunos casos, a una extrema metamorfosis.

Tómese el ejemplo de una parte muy conocida del poema “De algún tiempo a esta parte”, incluido originalmente en el libro Los elementos de la noche. En la primera —o una de las primeras— versiones este poema decía:

III

En el último día del mundo —cuando ya no haya infierno, tiempo ni mañana— dirás su nombre incontaminado de cenizas, de perdones y miedo. Su nombre alto y purísimo, como ese roto instante que la trajo a tu lado.

En la edición de 1980 de Tarde o temprano —es decir en la primera de su obra poética reunida— el párrafo había sido reducido a la mitad y los números romanos cambiaron por arábigos:

3

En el último día del mundo dirás su nombre alto y purísimo como
ese instante que la trajo a tu lado.

Ya para la edición de Los elementos de la noche en la editorial era, en 1983, el nombre no era “alto y purísimo” sino “simple y perfecto”:

3

En el último día del mundo dirás su nombre, simple y perfecto como ese instante que la trajo a tu lado.

Y en la más reciente versión, el poema se ha convertido en una sencilla sentencia:

3

En el último día del mundo dirás su nombre.

Como es posible observar, este poema más que ser corregido ha sido reescrito. La distancia que separa a la primera versión de la más reciente es casi tanta como la que producirían dos poetas distintos ante un mismo tema. Esta metamorfosis paulatina evidencia un diálogo y hasta una lucha entre el poeta joven y el poeta maduro. Hay dos formulaciones diferentes acerca de lo que resulta eficaz como expresión estética y aun dos concepciones de la poesía. El contraste entre la profusión y la concentración de elementos en las sucesivas versiones de este poema es casi la misma que se observa entre los primeros y los últimos libros de su obra.

En esta continua tarea de relectura y corrección parece haber un requerimiento estético y, más aún, uno de tipo ético. No se clausuran los poemas de José Emilio Pacheco en su primera versión: la fidelidad no es a un original —parece sugerirnos su autor—, sino al deber no culminado de la lectura y la escritura (o de la relectura y la reescritura). Estos poemas no tienen forma definitiva porque son un producto del tiempo y en el tiempo. No se conciben pues como fin sino como proceso permanente. Con esta práctica Pacheco reafirma una convicción que manifestó casi desde los inicios de su carrera literaria: la condición ante todo testimonial de su ejercicio poético y la inexistencia, por lo tanto, de un orden definitivo en él.

Sin embargo, no se puede pasar por alto que el problema de la testimonialidad del poema es relativo en este caso. La poesía mexicana ofrece dos polos a este respecto: José Gorostiza y Jaime Sabines. El primero podría ser el paradigma del poeta riguroso que concibe la obra como forma pura por alcanzar, ausente de un devenir que no sea el del propio proceso de su creación; y el segundo el del poeta testimonial por excelencia, aquel que ve en la escritura sólo un registro del momento presente. Uno corrigió toda la vida un gran poema y el otro nunca hizo una sola corrección de sus poemas publicados. José Emilio Pacheco se hallaría a medio camino de ambos. Trabaja con la convicción de que sus poemas son un simple testimonio del presente pero con el rigor del artista que corrige toda la vida una obra.

En mi opinión, el afinamiento que han experimentado sus libros es benéfico. Aunque para ciertos lectores el hallazgo de alguno de sus versos favoritos en las nuevas versiones sea desconcertante, para quien los lea hoy por primera vez le aguarda el descubrimiento de un poeta más claro, sobrio y certero.

Otro aspecto a resaltar en el conjunto de su obra poética es que propone un ciclo al parecer completo. Para esto hay que tener en cuenta que en este autor los recursos narrativos y periodísticos, lo mismo que el mito, la fábula y la alegoría, son estrategias literarias constantes, aun en su poesía. Sólo que en esta última se encuentran concentrados en células muy finas —por llamarlas así— y entretejidos bajo diversas formas reconocibles de la tradición (sonetos, octavas, haikus, poemas en prosa, etc.). No obstante, es insoslayable el ascendente narrativo de esta obra poética, sobre todo a partir del libro No me preguntes cómo pasa el tiempo.

El conjunto general o gran ciclo poético en doce capítulos que nos ofrece su obra poética hasta la fecha está relacionado con la evolución del concepto mismo de poesía a lo largo de toda una vida. Si Fernando Pessoa definió el sentido de sus heterónimos como un “drama en gente”, podríamos decir que Pacheco nos presenta en la suma de sus libros un “drama en géneros”. De este modo, el relato discute con el ensayo y la crónica se alía con la fábula, y todas hablan y convencen a la poesía. Por consiguiente, lo que discurre a través de estas páginas es también un gran cuestionamiento e indagación sobre el poeta y su oficio en la época contemporánea, así como sobre el pasado y el futuro de este género.

Pocas obras presentan tal amplitud, tal variedad de abordajes del ejercicio poético. Desde el clasicismo y el elegante labrado formal de las elegías de Los elementos de la noche y El reposo del fuego hasta el dramatizado dibujo de alegorías de Miro la tierra, Ciudad de la memoria y El silencio de la luna, o el íntimo repaso de La arena errante y Siglo pasado, pasando por el gran momento de examen y reformulación de sus instrumentos poéticos que fue No me preguntes cómo pasa el tiempo y se prolonga en Irás y no volverás, Islas a la deriva, Desde entonces y Los trabajos del mar, este complejo itinerario puede ser recorrido como un drama. Un drama cifrado en el que se debaten lealtades y traiciones, afinidades y distancias, entusiasmos y desengaños, en fin, los distintos momentos de un largo amor. En este caso el largo amor por la poesía. A decir verdad, un amor difícil.

En general, el espectador que observa a través de estas líneas el mundo lee un conjunto de alegorías que ilustran una condición esencial, trágicamente circular, de la condición humana; la cual parece no tener salvación ni superación posible, acaso sólo queda plasmar el testimonio con un contundente trazo que la contenga. Cada poema de Pacheco intenta ese trazo. En él hay una voz puntual y sombría. Unidades de observación que reducen cada vez más sus elementos, las piezas de los últimos libros pueden leerse también como breves anotaciones de una fina mente escrutadora.

¿Qué pensaría de mí si entrara en este momento
y me encontrara en donde estoy, como soy
aquel que fui a los veinte años?

Pregunta en Siglo pasado, el libro que cierra hasta el presente esta obra. Recapitulación y acaso despedida de una de las obras poéticas más altas de la literatura mexicana, estos últimos poemas conmueven por su introspección y la sosegada agudeza de su tono. Piezas breves, aforísticas, que parecen cantos rodados por el tiempo y la conciencia. Aquella voz, que ha recorrido todos los registros y ha entregado realizaciones memorables en cada uno, se ha aquietado como el agua e igual que ella es ya sencillamente clara. La Historia, como una indispensable turbulencia parece dejada si no atrás por lo menos a un lado durante unos instantes para reunir un hilo de cuentas íntimas. Y desde su imbatible pesimismo le dice a esa aparición de veinte años que lo mira desde la puerta:

Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco.
Pero en manera alguna perdón o indulgencia:
Eso me pasa por intentar lo imposible.

3. Memento mori

Se atribuye a Tertuliano la consignación de una práctica preventiva en la antigua Roma. Cuando los héroes de una victoria militar desfilaban por las calles de la metrópoli, coronados de laureles y envueltos en la euforia, propia y colectiva, del triunfo, solía designarse a alguien –generalmente de toda la confianza del héroe pero de mayor edad– quien lo acompañaba durante los fastos con la única misión de recordarle en todo momento que su condición sobre la tierra no era la de un dios, sino la de un mortal.

Una variante de este ejercicio moral pasará más tarde a la religión cristiana de diversas formas, una de las más practicadas es la costumbre de marcar la frente con polvo al final de las fiestas de Carnaval, con lo que se señala también el inicio de la Cuaresma. Me refiero al Miércoles de ceniza, sencillo bautismo de tierra que se acompaña de la sentencia bíblica “Polvo eres y en polvo te convertirás”.

El tópico ha sido abordado también por el arte a través de un sinnúmero de variantes. De los Epitafios griegos al Cementerio marino de Paul Valéry o de las danzas de la muerte de la Edad Media a los grabados de calaveras catrinas de José Guadalupe Posada el imaginario de este tópico se renueva pero el tema no. La finitud de la vida y sus obras suele ser evocado mediante una de sus más concluyentes manifestaciones: la osamenta. A esta meditación en torno a la muerte se le conoce como Memento mori.

Un Memento mori no pretende ser explicación ni consuelo, no celebra ni lamenta tampoco: reconviene a la mesura, a la reflexión a tiempo acerca de la materia sobre la que se erige la vida y sus trabajos. Involucra una pausa, un alto en el camino para reconocer aquello que separa a lo banal de lo verdadero, pero, sobre todo, supone un recordatorio de la medida de lo humano frente a sus, con frecuencia, delirantes aspiraciones.

La literatura en lengua española es quizás una de las más incesantes creadoras de este tipo de meditaciones, cuya lista, por extensa, sería imprudente citar aquí. Pero sin duda uno de los ejemplos más contundentes de un Memento mori entre nosotros es la Prosa de la calavera de José Emilio Pacheco.

Publicado originalmente en 1981 en Nueva York, en una reservada edición con grabados de Miguel Cervantes, este texto fue más tarde incorporado al libro Los trabajos del mar (1983) y, como buena parte de la obra escrita de este autor, en sucesivas reediciones ha experimentado la metamorfosis de la corrección. No obstante, en su versión actual[1] el texto ha enmagrecido estilísticamente y no sólo ha conservado su estremecedora fuerza original sino que la ha concentrado.

Se trata de un monólogo presentado en veintiocho párrafos cortos o versículos. Efectivamente, el texto está resuelto bajo los preceptos de una sobria prosa; si bien esta Prosa de la calavera siempre ha sido compilada por su autor como parte de su obra poética. Esta particularidad tiene poca relevancia si consideramos que, en general, la escritura de José Emilio Pacheco es un permanente desafío a las fronteras  entre géneros literarios. No hay, pues, por qué sorprenderse de que uno de sus mejores poemas se presente como una prosa.

El cráneo, la parte del esqueleto llamada cráneo, el conjunto de huesos que, unidos, reconocemos como tal, es el protagonista del poema que nos ocupa. Precisamente esta voz ósea –es decir, el recurso literario de transmitir la primera persona del discurso a un cráneo humano– es posiblemente el gran acierto dramático del texto.

Luego del epígrafe que, a manera de advertencia cita el conocido pasaje del profeta Isaías: “toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo”, la Prosa de la calavera comienza presentándose como una entidad anónima y múltiple. Su voz es Nadie y es Legión. Su naturaleza es indistinta porque forma parte de todo individuo y a la vez es la negación de cada uno:

Como Ulises me llamo Nadie. Como el demonio de los Evangelios mi nombre es Legión.
Soy tú porque eres yo. O serás porque fui.
Tú y yo. Nosotros dos. Vosotros, los otros, los innumerables ustedes que se resuelven en mí.

Entidad poderosa por fantasmal que atraviesa la Historia con la gravedad de un símbolo más directo que cualquier lenguaje, esta voz parece provenir no de un tiempo y lugar determinados sino desde una zona íntima y ancestral de la conciencia.

Mi imagen omnipresente en Tenochtitlán, recordaba a todos y a toda hora la conciencia del fin, el fin de cada azteca y del mundo azteca.

Después me volví lugar común para simbolizar la sabiduría. Lo más sabio suele ser lo más obvio. Y como nadie quiere verlo de frente, nunca estará de sobra repetirlo:

No somos ciudadanos de este mundo sino pasajeros en tránsito por la tierra prodigiosa e intolerable.

El cráneo descarnado, como tal, no vence a la muerte. Sólo la evidencia y la anuncia. Impone una anticipación. No se confiere tampoco al cráneo la victoria sobre el tiempo sino apenas un vestigio de más lenta desintegración. A partir de aquí, como si se tratara de una demostración bajo el protocolo de la lógica, la voz ósea argumenta su significado:

Si la carne es hierba y nace para ser cortada, soy a tu cuerpo lo que el árbol a la pradera. Ni invulnerable ni perdurable, resisto un poco más y eso es todo.

Cuando tú y los nacidos en el hueco del tiempo que te fue dado en préstamo acaben de representar su papel en el drama, la farsa, la comedia y la tragedia, permaneceré por algunos años desencarnada.

Serena máscara, secreto rostro que te niegas a ver –aunque lo sabes íntimo y tuyo y siempre va contigo–, yo soy tu cara auténtica, la que más te aproxima a tus semejantes.

En fugaces células que a cada instante mueren por millones tengo adentro cuanto eres: tu pensamiento, tu memoria, tus palabras, tus ambiciones, tus deseos, tus miedos, tus miradas que a golpes de luz erigen la apariencia del mundo, tu entendimiento de lo que llamamos realidad.

E incluso esta argumentación ontológica se permite, de paso, una consideración de índole moral:

Lo que te eleva por encima de tus hermanos martirizados, los animales, y lo que te sitúa por debajo de ellos, la señal de Caín, el odio a tu propia especie, tu capacidad bicéfala de hacer y destruir, hormiga y carcoma.

La voz de la calavera parece por lo tanto no sólo tener raciocinio y demuestra también algo parecido a un código de ética. Sin embargo, un giro hasta cierto punto inesperado en esta meditación fúnebre convierte el discurso de la desintegración en recomienzo y la fatalidad en liberación:

En vez de temerme o ridiculizarme por obra de tu miedo deberías darme las gracias. Sin mí, qué cárcel sería la vida en la tierra. Qué tormento si nada cambiara ni envejeciera y durante siglos de desesperación sin salida la misma gente diera vueltas a la misma noria.

Gracias a mí todo es valioso porque todo es irrepetible y efímero.

Único es todo instante y cada rostro que florece un segundo en su camino hacia mí.

Acudiendo a uno de los tropos tradicionales del Memento mori –la danza macabra o el desfile de las glorias mundanas hacia la fosa–, Pacheco restituye con breves sentencias la alegoría de la Muerte Victoriosa:

Porque voy con ustedes a todas partes. Siempre con él, con ella, contigo, esperando sin impaciencia ni protestar.

Los ejércitos de mis huesos han forjado la historia. De la pulverización de mis añicos está amasada la tierra. Reino en el pudridero y en el osario, en el campo de batalla y en los nichos en donde por breve tiempo se venera a las víctimas de lo que ustedes llaman la gloria.

Y no es sino la maligna voluntad de negarme, el afán estúpido de creer que hay escape y por medio de actos y obras alguien puede vencerme.

Actos y obras cargan también su sentencia de muerte, su calavera invisible: último precio de haber sido.

La voz ósea se dirige de pronto a su auditorio con inquietante familiaridad (“hermana mía, hermano mío”) para afirmar que ella, quien en cierta forma se considera nuestra “hija”, heredará “la nada de tu nombre”; pues “me formé de tu sustancia en el vientre materno”. La muerte, entonces, cambia de sitio y deja de presentarse como lo postrero para situarse en lo prenatal. En todo este pasaje hay una reminiscencia de la terrible imagen de Coatlicue, la diosa azteca que precisamente está pariendo un cráneo:

Contigo, hermana mía, hermano mío, me formé de tu sustancia en el vientre materno. Volverás a la oscura tierra. Yo, que en cierta forma soy tu hija, heredaré la nada de tu nombre. Seré tus restos, tus despojos, tus residuos, tus sobras: testimonio de que por haber vivido estás muerto.

Así, quién lo diría, yo, máscara de la muerte, soy la más profunda entre tus señales de vida, tu huella final, tu última ofrenda de basura al planeta que ya no cabe en sí mismo de tantos muertos.

Y continúa, cada vez más familiar y humanizadamente, este cráneo sopesando su posible devenir, lo mismo que su curiosa “última voluptuosidad”:

Estaré aquí poco tiempo, de cualquier modo muy superior al que te concedieron.

A menos que me aniquiles junto con tu carroña, aceleres por medios técnicos o por lo imprevisible el proceso que conduce a nuestra última patria: la ceniza de que los dos estamos hechos.

Si desapareciera contigo me privarías de la última voluptuosidad: creerme superior a los gusanos que devoran a los devoradores del mundo y apenas me rozan con sus viscosidades. (Me siento afín a ellos porque también soy innombrable.)

Más allá del objeto (calavera) se alude a lo largo del poema al concepto que lo abisma de significado (muerte). Más allá de este concepto aparentemente escatológico se alude a la finitud. La finitud inmanente a cualquier forma orgánica. La certeza de la finitud parte de y regresa a un objeto único, en el cual se deposita toda la fuerza de la primera visión: la imagen de un cráneo humano, la imagen de lo que la carne oculta y emerge cuando ésta se descompone. Por ello el final concentra de nuevo toda su carga en esa figura que es “el ombligo del mundo, el centro del universo”, la imagen que irrumpe tras la máscara de lo viviente y que está dentro de cada uno de nosotros:

Pero mientras la carne me disfraza y las células ocultas me electrifican soy (si bien nada más para ti: cada uno / cada una) el ombligo del mundo, el centro del universo.

Toda belleza y toda inteligencia descansan en mí. Sin embargo me repudias, me ves como señal del miedo a los muertos que se resisten a estar muertos y del terror a la muerte llana y simple: tu muerte.

Porque sólo puedo salir a flote con tu naufragio. Sólo cuando has tocado fondo aparezco, aunque a cierta edad ya me anuncio en los surcos que me dibujan, en las canas que anticipan mi amarilla blancura.

Yo, tu verdadera cara, tu rostro final, tu apariencia última que te hace Nadie y te vuelve Legión, hoy te ofrezco un espejo y te digo:

Contémplate.

Hasta aquí el poema. Como interlocutor el silencio óseo tiene frente a cualquier discurso una superioridad plástica. Su contundencia termina por disolver el parloteo del raciocinio. Por eso la sola presencia durante todo el poema de aquel cráneo humano y su monólogo parece imponerse progresivamente y, aunque no emitiera palabra alguna, su inmutable forma devuelve con ironía, uno a uno, los posibles rostros de la soberbia. Es un objeto que resume la condición humana.

Así, la Prosa de la calavera finaliza con algo que, de tan obvio, suele dejarse de lado: el texto es un espejo. El cráneo no habla. No existe la voz ósea. ¿De dónde, entonces, proviene este monólogo? Esa voz está dentro de nosotros. Esa voz sin duda es la de la conciencia reconociendo su verdadero lugar de residencia. El texto nos ha devuelto con dura nitidez nuestra última evidencia. Por eso la sentencia o consejo final, “Contémplate” equivale al pertinente recordatorio, como en las marchas triunfales de la antigua Roma, de nuestra frágil condición terrestre.

El tiempo, en fin, está del lado de un autor como José Emilio Pacheco. En el tiempo —su fiel tema de temas— ha encontrado una y otra vez la fuente y la expresión, ya decantada, de su propia escritura. Las sumas y restas, las cimas y los valles de su amplia obra poética entregan un saldo no sólo favorable sino contundente de la hondura de un trabajo realizado a lo largo ya de medio siglo.

 

José Emilio Pacheco, in memoriam

A Cristina y Laura Emilia Pacheco

Una inesperada lluvia, breve e inusual en una fecha como hoy, 27 de enero, cae bajo el crepúsculo del valle de México. Ha oscurecido temprano. La luz, como es habitual, dura muy poco en los inviernos y este en particular ha sido sumamente frío. Apenas veinticuatro horas de la confirmación de un dato preciso y puntual, de los que a él le gustaba guardar con cuidado: falleció José Emilio Pacheco el domingo 26 de enero de 2014, a las 18:20 horas, en su casa de la colonia Condesa, aquí, en su natal, tormentosa pero inseparable ciudad de México. Tenía 74 años.

Afirman los médicos que su muerte se produjo a raíz de un desafortunado accidente: una caída. Estaba solo, entre sus libros como solía estar cuando escribía. Acababa de terminar su última nota. En ella rendía un pequeño tributo a la obra y la memoria de Juan Gelman, su amigo y vecino, el otro gran ausente en la vorágine de unos cuantos días en que la muerte se ha llevado a estos dos entrañables autores. El ángel de las coincidencias quiso que las exequias del autor de Morirás lejos fueran en la misma fecha en que entraron las Fuerzas Aliadas al campo de concentración de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial y por la cual se conmemoran, desde entonces, en este día a las innumerables víctimas del Holocausto.

¿Qué decir acerca de la fatalidad que une y separa las vidas y los destinos que José Emilio Pacheco no haya dicho a lo largo de su obra de manera más que contundente?

Lo que perdemos no es sólo a un gran escritor —el cual en cierta forma perdurará a través de sus libros—, es algo distinto. Se ha ausentado una de las presencias acaso más insustituibles de la cultura mexicana del presente, se ha ido una de las inteligencias más genuinas y generosas de nuestro tiempo.

La ciudad por la que sintió, él como nadie, un cariño desamparado y una preocupación progresiva, la ciudad que padeció y amó y de la cual dijo, alguna vez, que sería “mi casa y mi sepulcro”, parece de pronto rendirle esta tarde también, con el lenguaje cifrado de la lluvia, una despedida. Una despedida que el autor de este poema, “Como la lluvia” seguramente habría sabido leer e interpretar como nadie:

Dos mil años después de que el Vesubio
Sepultó entre cenizas a Pompeya
Encontraron un muro en que estaba escrito:

Nada es eterno.
Brillan los soles y en el mar se hunden.
Arde la Luna y se desvanece más tarde.
La pasión de amor
Se termina también
Como la lluvia.
Al tercer día de copiado el grafito
El yeso en que lo inscribieron se vino abajo.

Se acabaron los versos
Como la lluvia.

José Emilio siempre va a estar entre nosotros. Es una de esas contadas personas que nunca se van, uno de esos hombres que no caben en la muerte.

(1) Se cita aquí la versión publicada en Tarde o temprano [Poemas 1958-2000] de José Emilio Pacheco, Fondo de Cultura Económica, México, 2000.

José Emilio Pacheco (México, 1939 – 2014). Poeta, cuentista, traductor y ensayista. Uno de los autores claves de la literatura mexicana de los últimos tiemp ... LEER MÁS DEL AUTOR