Llueve en mi corazón
Carnac (menhires del paleolítico)
Fui yo quien empujó estas piedras,
fui yo quien las trajo de lejos, con un gran esfuerzo
pero también con una voluntad joven y recia, cocida
al calor del fuego lento en las cavernas
después de la humillación de haber huido del trueno y de la fiera
en aquellas largas noches de invierno sin comida.
¡Qué día aquel! ¡Y qué bien que lo recuerdo!
Porque ese día descubrimos, o inventamos, por lo menos la
mitad del mundo que aún subsiste y palpita.
Por ejemplo, ese día nos dimos cuenta,
(¿entiendes bien esto? nos dimos cuenta),
de que las piedras pesaban mucho,
de que había que empujarlas, transportarlas, levantarlas entre todos,
trabajar en equipo, y no como hasta entonces que hacíamos un
hacha, una flecha o una pintura rupestre
en la soledad silenciosa y en cuclillas de uno solo.
Creo que sin saberlo estábamos sembrando al compañero
en lo más individual e íntimo que hay dentro de nosotros.
Ahí aprendimos a querernos y a necesitarnos,
a sernos el uno al otro
y a hacernos entre todos a cada uno de nosotros.
Unidos para el trabajo grande, para la piedra pesada,
resultamos también unidos para el miedo y el peligro colectivos,
y entonces nació el grito, la señal de alarma,
y luego el gesto, luego la palabra,
(¿oíste eso?: ¡la palabra!),
y luego el silencio, como cuando tú y yo callamos,
y luego la sonrisa, y entonces el amor,
y luego el cigarrillo sentados en la cama,
y la pregunta tiernísima de: ¿quieres agua?,
o de ¿quieres que te prepare alguna cosa de comer?
Unidos para el trabajo grande, para la piedra pesada,
resultamos también unidos para el miedo y el peligro colectivos,
y entonces nació el rito, la plegaria, la súplica en común y el
primer gemido unísono de un canto gregoriano,
y en la otra punta, entonces, una nebulosa
que poco a poco iría tomando la forma y el perfil de Dios.
Te olvidas de que lo amasamos juntos y de que lo horneamos en
el mismo miedo.
¡Pero qué día aquel, qué día del comienzo!
Nosotros, los hombres,
alineábamos las piedras, una detrás de la otra…
Esa, un poco a la derecha. No tanto. Así. Ahora está alineada.
De manera
que ese día se estrenaba lo más insólito, lo más original, lo más
preñado de esfuerzo y de inteligencia:
¡una línea recta!
Después fue la rueda, la máquina, la física nuclear,
pero antes, lo más difícil, la distancia más corta entre dos puntos,
el axioma primero,
el trazo que no vacila,
la primera decisión.
Nosotros, los hombres, en uno de los días más geniales que
jamás hemos tenido,
alineábamos las piedras. Primero una,
luego otra,
después otra.
Esta en el medio.
La otra más allá. Cada piedra en su puesto, en fila, en orden.
Estábamos
descubriendo el primer ejemplo de orden. Hacíamos
la primera cosa ordenada y en consecuencia
la primera cosa bella: ¡Una línea recta!
Descubrir otras formas de ordenar el mundo
nos resultó más natural: Primero el arco,
después la caza…
Primero come mi hijo, después come mi mujer, yo soy tercero,
que es mucho más que tres.
Y poco a poco el universo fue ordenándose, moviéndose con leyes,
¡la música de Kepler!, ¡la historia!, ¡tu cumpleaños!
Como si descubrir al prójimo fuese poco,
como si fuese poco descubrir el orden,
no sólo las pusimos estas piedras entre todos,
no solamente entre todos las pusimos alineadas,
sino que entre todos las pusimos alineadas
¡y orientadas!,
con una dirección, apuntando, ¡señalando!
La majestuosa piedra, la enorme y majestuosa piedra,
humildemente se calzaba el oficio de ser signo,
de no pedir atención para sí, de desviarte la mirada
al sol o a aquello que en definitiva señalaban y que yo ya no recuerdo
porque eso no es lo importante.
Lo importante es que ese día descubrimos que las cosas pueden ser medios,
instrumentos de trabajo, puentes, palabras,
como el humo a lo lejos o el aullido de los lobos que anuncian un invierno frío.
A partir de entonces, y gracias a nuestro esfuerzo,
las cosas significan algo, y hay señales que apuntan, indicios,
¡hay sentido!,
y en consecuencia forma de comprender.
Tú dices, eso es fácil, y me señalas con el dedo un gato.
Ah, chiquilla irresponsable, si supieras…,
si pudieras acordarte del enorme esfuerzo que ha costado
desatender el sonido con el que dices “gato”,
desatender la mano que lo señala.
Si todavía me cuesta un poco, aunque seguramente eso se
deba alhecho de que eres tan hermosa.
Pero en aquellos días nosotros
vivíamos asediados por la naturaleza.
La bestia saltaba desde cualquier matorral,
había un arma asesina en cada mano, nosotros
no podíamos no ver las cosas para verlas como signos.
No podíamos, y pudimos.
Era un riesgo, y apostamos.
Tú dices, se ganó poco,
y lo que se ha ganado es que tú puedas pensarlo y decirlo.
Vendrá el invierno, tendremos hijos,
vendrá la primavera, moriremos,
y volveremos a nacer cogidos de otros cuerpos.
Pero ahora estamos, otra vez, en Carnac, caminando entre las piedras
lentamente, fumando, tomando fotografías,
pasándonos revista, haciendo el inventario, preparando
nuestra cuenta final, el balance, la herencia que nos dejamos
y que otro día vendremos a recoger nuevamente.
Si tú fueras…
Si tú fueras una puta
te llevaría a tomar una sopa caliente todas las mañanas;
te dejaría la mejor parte del venado
si fueras una leona;
te daría mi colección de piedras
si fueras una niña;
mi tridente, si fueras Afrodita;
mi bastón blanco, mi fusil, mi salario,
el centro de la cama, toda la almohada. mi último cigarrillo, mis últimas palabras,
todas las mujeres que he amado, todos los teoremas,
los sonetos de Quevedo, la Creación del mundo,
el idioma español, América y Grecia.
Tú dirás que todo esto no son más que palabras.
Y es verdad, son palabras. Pero también las palabras pueden ser poderosas.
Cuánta fuerza y alegría en tu nombre, por ejemplo,
o en la palabra “rosa”, por ejemplo.
No huele como la rosa,
pero qué largo y duro balbuceo, cuánto fracaso y prehistoria ha sido necesario
para que la palabra rosa” pueda florecer en los labios de un hombre.
La amo mucho más que a la rosa
y también te la doy.
Tocan en mí, golpean…
Tocan en mí, golpean.
Alguien del otro lado quiere
abrirme en dos como una puerta,
entrar, nacer, pasar,
buscar a una mujer, recoger algo,
huir de Dios, asilarse en el mundo.
Alguien, del otro lado, me sacude
con terror, con prisa y humildad y urgencia.
Quizás un niño muerto perseguido
o un ángel comunista o un pobre diablo,
o un dios indio que nunca pudo aprender latín,
o un dios griego humillado, afeado, perdonado,
o yo mismo quizás, quizás yo mismo, el yo que siempre
sospeché me habían robado y escondido.
Alguien, en todo caso, caído en la desgracia,
con pánico en lo abierto, me golpea,
toca en mi corazón, se agarra de mis huesos,
me sacude,
me llora, me suplica que le abra …
Todo cesa de pronto. De pronto ya no hay nada.
De pronto, estoy tranquilo. Lo han hallado, supongo.
Y en el silencio y en la paz que quedo
sólo se siente un suave viento indiferente,
una pequeña nada fría, sonreída y tonta
y un raro escalofrío que también se va.
A Lisi
Diez años ha, me cago en Dios, que te amo
cada vez con más odio, cada día
con un nuevo rencor, y todavía
te busco, te huyo, te maldigo y llamo.
Puta madre, mamita, cómo lamo
la espada de tu ausencia, larga y fría,
y cómo me odian, mama, el alma mía
y el cuerpo en el que a diario me encaramo.
Se me ha podrido el corazón de tanto
quererte, odiarte, verte y de no verte,
y tanta pena, Lisi, tanto llanto.
Diez años ya, carajo, de quererte,
comiendo mierda, soledad y espanto,
mierda con mierda, coño, hasta la muerte.
Llueve en mi corazón
Llueve en mi corazón lágrimas duras
como en una ciudad deshabitada,
en la que entre la sombra reposada
sin paz me ronda tu recuerdo a oscuras;
por mis venas amargamente impuras
camina tu recuerdo hacia la nada:
y oigo mi pulso igual a su pisada:
en algo hueco, como sepulturas.
Procuro otros recuerdos de qué asirme
sobre este mar de luz, de esta razón,
donde entre pulso y tiempo y olas peno;
mas has de irte al fin, y he de morirme,
y he de caerme ahogado al corazón
que está de sombras y de ausencia lleno
Lección sobre las manos
Vengo desconsolado de la calle
y entro furioso en mí como en un túnel
a digerir las sombras que mis ojos
vieron y que mis párpados, iguales a
peludos labios, masticaron entre
lágrimas agrias salivales, y ahora
los blancos intestinos del cerebro
se me revuelven con gemido y cólico.
Pienso en el hombre y cómo últimamente
como un pequeño dictador sangriento
le ordena a sus dos manos que fabriquen
terribles bombas, armas infernales,
que escriban maldiciones y mentiras,
que le tapen la cara en la emboscada,
que roben, que asesinen, y que estrujen
el corazón hermano tembloroso
y dulce como ardilla pero débil.
He visto cómo el hombre ordena, obliga
a sus dos manos tal a dos esclavas;
cómo les da, para que estén contentas,
de vez en cuando un cuerpo femenino,
y ellas, dos ciegas lenguas y dentadas,
gustan lamerlo a tientas y a mordiscos,
digo, a pellizcos, y con sed caliente,
porque es el único placer que tienen.
Para que estén contentas nuestras manos
no basta darles ese gusto efímero
o engalanar sus dedos con anillos.
Mira cómo se crispan y se arañan
al ver las injusticias y las guerras
que obras son de ellas mismas, que hemos hecho.
Mira las mías cómo se me esconden
en mis bolsillos, rojas de vergüenza.
Si ya no por bondad, por miedo entonces,
debemos procurar un noble oficio
en qué ocupar nuestras dos manos. Piensa
que un día pueden rebelarse, odiarte
por los sangrientos usos que les das.
Piensa que pueden conspirar un día,
no hacerte caso más, no obedecer
tus órdenes tan crueles y asesinas,
romper el nervio como rienda eléctrica
que tu deseo hala, empuja, ordena,
y no te oirán ya más ni cuando pidas
que te vistan el cuerpo o que te rasquen
o que te limpien en el excusado.
Les dirás que te roben un dinero
y te abofetearán en las mejillas;
les dirás que te pongan en la boca
el cigarrillo y quemarán tus ojos;
les dirás que se agarren del balcón
y ellas te empujarán al precipicio.
Piensa que un día pueden escribir
como en extraño idioma, fabricar
inventos superiores a ti mismo,
y entonces te verás desamparado,
rodeado de enemigos, indefenso:
tu corazón te expulsará del cuerpo
y te blasfemará tu propia voz,
te patearán tus pies y tus dos manos
te sacarán, igual que de un costal,
del cuerpo, esa república pequeña
que no supiste gobernar; serás
como el pequeño dictador la noche
de la revolución de los esclavos.
A esa hora de la noche en que se apagan
las luces del vecino y los deseos,
cuando el remordimiento se nos prende
como una insomne lámpara en la niebla,
haz inventario de tu vida y piensa
de nuevo en tus dos manos y otra vez
piensa que un día pueden darse cuenta
de su gran fuerza y de la débil tuya,
que pueden despertarse a media noche
sin espantar tu sueño, silenciosas,
y, como dos arañas, arrastrarse
hasta tu cuello para estrangularte.
Para que eso no pase, amor, hermano,
para que no suframos la vergüenza
de morirnos por nuestras propias manos,
por nuestras propias obras infernales,
y para que dejemos limpia huella
de nuestro breve paso por el cuerpo
que hagan tractores estas manos dulces
y no fusiles, y que toquen pinos,
no instrumentos de sórdidos sonidos;
que sean pañuelos, no para la sangre,
sino para el sudor, y vasos de agua
y amor para el sediento del camino;
que levanten inválidos y casas
y párpados de plomo y que nos bajen
la luz a nuestros ciegos corazones;
que escriban cartas fraternales, versos
dulces y sobre nuevas medicinas
y costumbres de pájaros extraños;
que saluden de lejos; que dibujen
corazoncitos, iníciales, fechas,
en la corteza hermosa de los árboles;
que cojan de la fruta y a otras manos,
y otras manos aún, todas las manos,
que así las nuestras vivirán felices
y nos abrazarán y harán caricias
aplaudiendo de júbilo, infantiles,
y nos ayudarán en las labores
ya como dos hermanas y no siervas:
podrán cegar más trigo y empujar
con más fuerza los remos y el arado,
podrán tejer para las viejas aunque
éstas se hayan dormido de repente,
podremos ir, como con un amigo,
de mano con el cuerpo y nuestras manos
a hacer un mundo que imagino y sea
odio, rabia y envidia de los muertos.