Jorge Teillier. Historia de un hijo pródigo

Presentamos dos textos claves del legendario poeta chileno.

 

 

 

Jorge Teillier

 

 

ESTACIÓN SUMERGIDA

Yo no estoy soñando, lo recuerdo, olvidé cómo se soñaba;
quizás esto sea un mar, bien puede ser la tierra,
encima el cielo deshaciendo su cabellera.
Esto no es un mar sin olas, es una lámina descolorida,
un día muerto por dagas invernales, un día fusilado por lluvias.
De pronto lo rompen manotazos de campanas, tictaqueos de sombras,
y se cierra como una cuchillada de trenes oxidados
devorando las cerezas maduras del sol.

Propicio tiempo para levantar cruces de barro
en el pecho de mapuches asesinados, para los caballos crepusculares
que se extravían en las acequias.
Ya lo sé, debo escaparme de los ahogados que flotan en los pozos,
voy a beber grandes tragos de poemas silvestres
veo desde el umbral al atardecer mordiendo plazas,
aferrándose gelatinosamente a los tejados rotos,
hasta caer junto a muchachas desfloradas en graneros solitarios
a las antiguas bodegas de la noche.

Pálidamente las horas se reúnen a jugar a las cartas
en torno a la mesa de los días,
desconozco el tren que me dejó entre ellas,
viéndolas alimentarse de cantos estrangulados,
persiguiendo a mis amigos, arrastrándolos en el río del tedio.
Yo no sueño, todo cuanto veo es cierto, ellos pasan
del brazo de mujeres desdentadas, riendo largamente.
Una ola invade mi habitación, recuerdo a mi vecina
cantando hasta que el cielo le llenaba las manos de azul,
yo no besé esas manos, yo tenía al viento cordillerano
arañándome, y la muerte oculta tras viejas y profundas fotografías.
Aferrado a un puente de madera,
inclinado sobre las venas turbias de la noche
pasan botellas vacías, libros oxidados de relecturas,
el barrio de las prostitutas pobres
donde cierro los labios por no decir mi nombre.
No es nada esto,

sólo que a veces siento temor de saber quién soy verdaderamente.

Me gustaría despertar con los labios húmedos
como después de los largos besos de las sabias primas,
como si estuviese tomando café servido por mis hermanas.
Pero si abro los ojos también estaré sumergido,
pues la lluvia hace girar su pausado gramófono,
mientras hay un nevar de alas deshechas por los días,
velorios humedecidos de vino, y esta mano helada en mi garganta,
helada como parroquias y confesionarios que no se desprende,
si la pudiese deshacer un brillar de días felices.

Ahora lo sé, he estado siempre despierto,
mirando silenciosamente la estación sumergida
donde los huesos de las nubes hilachean los árboles.

Alguien me debe esperar -quizás algunos muertos-
pues voy hacia las chimeneas rústicas, los aserraderos vacíos,
las grandes, prestigiosas casas de madera sureña venidas abajo
como flores destrozadas por los duros dientes del olvido,
y busco el sol en los huertos cuyos párpados lo esconden.

Todo me espera en la estación sumergida, nuevamente,
en la empapada de malezas, la crecida de sueños angustiados y torvos,
mientras el tiempo detenido cierra sus pesados portones
y confusamente respira en el mar del invierno.

 

 

 

 

HISTORIA DE UN HIJO PRÓDIGO

 

I

Aquí se encienden velas.
Poco a poco nos reconocen los parientes y las cosas.
La arrugada pared de madera que recorren nuestras manos.
La escalera quejumbrosa
en donde espera un sueño
que en vano intentará cerrar nuestros ojos.

En el silencio no se sonríe a nadie.
Una niña que no sabe hablar
sigue hablando con su sombra.
La sombra de una muerta
quiere comunicarse con nosotros.

Se cierra una ventana abierta hacia el cementerio del cerro.

Va a haber temporal.
Van a guardar los animales. Nadie se acuerda de la luna
cansada de delatar
a los ratones que roen las manzanas.
Los postes del telégrafo
hacen más vastos y desnudos los caminos.

Aquí se encienden velas.
Un espejo despierta.
En su fondo muestra la cuneta en donde mirábamos elevar volantines.
Una calle atravesada por un tren fatigado.
(Desde la ventanilla miramos pasar sin amor ni odio a nuestro pueblo).
Una casa donde el viento se entretiene en lanzar cartas y cuadernos por la ventana.
Un sendero en donde el último caballo de la tierra y una muchacha que aún no nace
esperan que apaguemos las velas.

No nos hallábamos aquí.
No nos hallábamos en ninguna parte.
El cuerpo de toda mujer era al fin una casa deshabitada.
Las palabras de los amigos
eran las mismas de los enemigos.
Nuestro rostro era el rostro de un desconocido.

Bajo las vigas soñolientas
la madre saca el pan recién nacido
del vientre tierno de la cocina.
El padre ofrece el vino.

II

Porque una niña que no sabe hablar habla con su sombra.
Porque esta noche deben encenderse velas,
y un espejo y un temporal cuentan nuestra historia.
Porque una ventana se ha cerrado tras una última mirada al cementerio del cerro.
Porque nos han ofrecido el pan y el vino,
así como toda la vía láctea cabe en el cuadrado de la ventana,
cabe en un solo momento de esta herrumbrosa noche
el tiempo verdadero del cual nos vienen las semillas del pan y el vino.
El tiempo donde todos bebíamos al final de la jornada
rodeados de la música de las constelaciones y los árboles,
mientras las mujeres esperaban en el hogar, junto a niños y frutos dormidos.

III

La madre apaga el fuego de la cocina y lleva a la niña a su lecho.
El temporal habla a la casa en el lenguaje que olvidamos.
El padre nos acoge, pero no lo reconocemos.
Quizás nuestros rostros queden en el espejo, junto al último
caballo de la tierra, y una muchacha que no ha nacido.
Hemos consumido el fuego y el vino.
Los caminos que van a la Ciudad nos esperan.