Jorge Teillier

El poeta de este mundo

 

 

 

 

EL POETA DE ESTE MUNDO

 

Poeta de nombre claro como un guijarro en medio de la corriente

reunías palabras que eran pedernales

de donde nace un fuego que no es olvidado.

René-Guy Cadou, amigo del tonelero, el cartero, el aduanero y

el contrabandista,

vivías en una aldea de seiscientos habitantes.

Allí eras profesor rural,

el peso del olor del jardín vecino sofocaba la sala de clases

como a la sala de clases donde tu padre había sido maestro.

Te gustaba hablar con la gente de cara parecida a ollas de greda,

caminar descalzo,

ver jugar a las cartas en la taberna.

En la noche a la luz de un fuego de espino

abrías un libro mientras Helena cosía

(“Helena como una gota de rocío en tu vaso”).

Tenías un poeta preferido para cada estación:

en otoño era Verlaine, la primavera te traía todas las rosas

de Ronsard,

el invierno llegaba con el chirriar del carruaje del Grand Meaulnes

y la estación violenta,

el ruido de espadas entrechocándose en una posada de

Alejandro Dumas.

Tú nunca estabas solo,

te iluminaba el recuerdo de tu padre volviendo de caza en

el invierno.

Y mientras tus amigos iban al Café,

a la Brasserie Lipp o al Deux Magots,

tú subías a tu cuarto

y te enfrentabas al Rostro radiante.

 

En la proa de tu barco

te asomabas a ver los caminos de tu país de hadas y pantanos,

caminos trazados como las líneas de un cuaderno de copia.

Tus palabras llegaban

como pájaros que saben que siempre hay una ventana abierta

al fin del mundo.

Y los poemas se encendían como girasoles

nacidos de tu corazón profundo y secreto,

rescatados de la nostalgia,

la única realidad.

 

Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo

que nos desborda,

que no significa nada si no permite a los hombres acercarse

y conocerse.

La poesía debe ser una moneda cotidiana

y debe estar sobre todas las mesas

como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos

del domingo.

Sabías que las ciudades son accidentes que no prevalecerán frente

a los árboles,

que la poesía no se pregona en las plazas ni se va a vender a

los mercados a la moda,

que no se escribe con saliva, con bencina, con muecas,

ni el pobre humor de los que quieren llamar la atención

con bromas de payasos pretenciosos

y que de nada sirven

los grandes discursos tartamudos de los que no tienen nada

que decir.

La poesía

es un respirar en paz

para que los demás respiren,

un poema es un pan fresco,

un cesto de mimbre.

Un poema

debe ser leído por amigos desconocidos

en trenes que siempre se atrasan,

o bajo los castaños de las plazas aldeanas.

 

Pocos saben aquí lo que es un poema,

pocos han puesto su cara al viento en medio de un trigal;

pocos saben lo que es un poeta

y cómo debe morir un poeta.

Tú moriste en un cuarto en donde se congregaba toda

la primavera

mirando un cesto con manzanas.

“He visto morir a un príncipe”

dijo uno de tus amigos.

 

Y este Primero de Noviembre

cuando me rodean los muertos que siempre están conmigo

pienso en tu serena y ruda fe

que se puede comprender

como a una pequeña iglesia azul de pueblo

donde hay un párroco que no pide sino compartir su pan.

Tú hablabas con tu Dios

como al pobre hijo de un carpintero,

pues también sabías que se crucifica todos los días a un poeta

(Jesús tenía treinta y tres años,

Jean Arthur también era Cristo

crucificado a los treinta y siete).

Pero a ti no te importaba que te escupieran la cara o te olvidaran

porque como tú lo decías, nadie puede impedir a un pájaro que

cante en la más alta cima,

y el poeta derribado

es sólo el árbol rojo que señala el comienzo del bosque.

 

 

 

 

LOS DOMINIOS PERDIDOS

A Alain Fourier

 

Estrellas rojas y blancas nacían de tus manos.

Era en 189… en la Chapelle d’Anguillon,

eran las estrellas eternas

del cielo de la adolescencia.

 

En la noche apagaste las lámparas

para que halláramos los caminos perdidos

que nos llevan hacia un laúd roto y trajes de otra época,

hacia una caballeriza ruinosa y un granero de fiesta

en donde se reúnen muchachas y ancianas que lo perdonan todo.

 

Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día,

sino la que alguna vez apagamos

para guardar la memoria secreta de la luz.

Lo que importa no es la casa de todos los días

sino aquella oculta en un recodo de los sueños.

Lo que importa no es el carruaje

sino sus huellas descubiertas por azar en el barro.

Lo que importa no es la lluvia

sino sus recuerdos tras los ventanales del pleno verano.

 

Te encontramos en la última calle de una aldea sureña.

Eras un vagabundo de barba crecida con una niña en brazos,

era tu sombra -la sombra del desaparecido en 1914-

que se detenía a mirar a los niños jugar a los bandidos,

o perseguir gansos bajo una desganada llovizna,

o ayudar a sus madres a desvainar arvejas

mientras las nubes pasaban como una desconocida,

la única que de verdad nos hubiese amado.

 

Anochece.

Y al tañido de una campana llamando a la fiesta

se rompe la dura corteza de las apariencias.

Aparece la casa vigilada por glicinas, una muchacha

leyendo en la glorieta bajo el piar de gorriones,

el ruido de las ruedas de un barco lejano.

 

La realidad secreta brillaba como un fruto maduro.

Empezaron a encender las luces de Lautaro.

Los niños entraron a sus casas.

Oímos el silbido del titiritero que te llamaba.

Tú desapareciste diciéndonos: «No hay casa, ni padres,

ni amor; sólo hay compañeros de juego».

Y apagaste todas las luces

para que viéramos brillar

para siempre las estrellas de la adolescencia

que nacieron de tus manos en un atardecer

de mil ochocientos noventa y tantos.

 

 

 

 

LUNES EN CALAFELL

 

Lunes en Calafell. Dónde estarán

los monos, los perros, los tenistas.

Sólo queda la hora del fin del mundo

después del tibio fin de semana.

 

La tibieza que conduce a la muerte,

me trae a añorar el frío austral.

Yo sé todo sobre fenicios y romanos

sólo quiero una explanada y la Calle San Pedro.

 

He comprado un mapamundi en Barcelona

y una guía turística en este puerto

Fillol, Cornejo, Orantes o Santana,

una vela blanca en el horizonte.

 

Eso sólo puede traer el domingo.

Ahora pido que el rosario de las olas

rece por mí frente a la Isla de los Muertos

donde mis antepasados enviaron sus canoas.

 

Adiós Calafell, rascacielos y turistas.

Cala que fue la Cala de los locos

tu silencio no tiene una palabra.

Domesticada arena, pez contaminado.

 

Mar Mediterráneo condenado,

yo camino indiferente hasta tu olvido.

Adiós, fenicios, griegos y romanos,

adiós rascacielos y turistas.

Me voy hacia el frío Sur que no perdona,

la Isla de los Muertos allí me espera.

 

Jorge Teillier (Chile, 1935 – 1996). Poeta, traductor, profesor de Historia. Representante de la generación del 50 y principal exponente de lo que en Ch ... LEER MÁS DEL AUTOR