Sobre el mundo donde verdaderamente habito
He oído decir alguna vez que poesía es lo que hace el poeta. La tarea es partir desde ese lugar y tratar de establecer qué es poesía para quien ejerce ese “monótono oficio o arte”.
En un principio poesía eran para mí los extraños trozos de pareja tipografía medida y rimada que aparecían en los libros de lectura, esos versos que hay que aprender de memoria, de donde surgen el caballo blanco que nos va a llevar de aquí, las loas a los padres de la patria, los versos a la madre que el mejor alumno declama en el proscenio.
Para empezar, entonces, la poesía es lo distinto al lenguaje convencional, por una parte, y por otra, lo “bello”, lo idealizado como las cuatro estaciones en los cuadros donde se aprende idioma. Dos son las poesías escolares que más recuerdo: una me atrajo por la anécdota: “La canción del pirata” de Espronceda: “La luna en el mar riela / y en la lona gime el viento”, y la otra de García Lorca: “Naranjita de oro / de oro y de sol”, porque las palabras me sonaban como un encantamiento análogo al de las rondas entonadas por las vecinas al atardecer.
No recuerdo haber intentado escribir poema alguno hasta los doce años de edad. La poesía me parecía algo perteneciente a otro mundo y prefería leer en prosa. Leía como si me hubieran dado cuerda. Leía de todo, desde cuentos de hadas y El Peneca hasta Julio Verne, Knut Hamsun y Panait Istrati, por quien aún vuelan los cardos en el Baragán.
Desde los doce años escribía prosa y poemas, pero en Victoria, ciudad donde aún suelo vivir, fue donde nació mi primer poema verdadero, a eso de los dieciséis años, el primero que vi, con incomparable sorpresa, como escrito por otro.
Sobre el pupitre del liceo nacieron buena parte de los poemas que iban a integrar mi primer libro, Para ángeles y gorriones, aparecido en 1956. Mi mundo poético era el mismo donde ahora suelo habitar, y que tal vez un día deba destruir para que se conserve: aquel atravesado por la locomotora 245, por las nubes que en noviembre hacen llover en pleno verano y son las sombras de los muertos que nos visitan, según decía una vieja tía; aquel mundo poblado por espejos que no reflejan nuestra imagen sino la del desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro encuentro, aquel donde tocan las campanas de la parroquia y donde aún se narran historias sobre la fundación del pueblo. Y también aparecían los poetas; el primero de todos Paul Verlaine, cuyos versos rimaban con las campanas y los pájaros y cuya poesía fue la primera que aprendí a ver viva sin necesitar otra cosa que el sonido, y luego Rubén Darío, López Velarde y Luis Carlos López, provincianos cursis y universales, y los chilenos: Vicente Huidobro, cuya antología hecha por Eduardo Anguita leí en la Pascua de 1949, y Omar Cáceres, que me fue descubierto por Miguel Serrano en su Ni por mar ni por tierra (“La brújula del alma señala el sur”), Pezoa Véliz, Alberto Rojas Jiménez, Romeo Murga, que hablaba por nosotros a las muchachas con las que no podíamos hablar. Sin embargo, aclaro que nunca hubo distinción para mí entre poetas chilenos y poetas extranjeros. Más aún, creo que es un signo de madurez no preguntarse ya “qué es lo chileno”. Las personas adultas no se preguntan quiénes son, sino cómo van a actuar.
La poesía es la universalidad, que fundamentalmente se obtiene por la imagen. “La muerte que está ante mí como el chubasco que se aleja”, del arpista del Antiguo Egipto, es también “la muerte es grande y somos los suyos”, de Rilke, y la misma nieve recuerda a las damas de antaño de Villon y es como la soledad en Rilke, y el tiempo es un río en Heráclito y Jorge Manrique.
Vuelvo a 1953, cuando como todo provinciano debí hacer el viaje bautismal de hollín de los trenes de entonces a Santiago, atravesando la noche como en un vientre materno hasta asomarme a la lívida madrugada de boca amarga de la Estación Central. Por esos años el héroe poético de mi generación era Pablo Neruda, que perseguido por el Traidor se dejaba crecer barba y atravesaba a caballo la Cordillera y desde México lamentaba que los jóvenes leyeran Residencia en la tierra y llamaba a cantar con palabras sencillas al hombre sencillo y en nombre del realismo socialista convocaba a los poetas a construir el socialismo. Hijo de comunista, descendiente de agricultores medianos o pobres y de artesanos, yo, sentimentalmente, sabía que la poesía debía ser un instrumento de lucha y liberación y mis primeros amigos poetas fueron los que en ese entonces seguían el ejemplo de Neruda y luchaban por la Paz y escribían poesía social o de “realismo socialista”.
Pero yo era incapaz de escribirla, y eso me creaba un sentimiento de culpa que aún ahora suele perseguirme. Fácilmente podía ser entonces tratado de poeta decadente, pero a mí me parece que la poesía no puede estar subordinada a ideología alguna, aun cuando el poeta como hombre y ciudadano (no quiero decir ciudadano elector, por supuesto) tiene derecho a elegir la lucha a la torre de marfil o de madera o cemento. Ninguna poesía ha calmado el hambre o remediado una injusticia social, pero su belleza puede ayudar a sobrevivir contra todas las miserias. Yo escribía lo que me dictaba mi verdadero yo, el que trato de alcanzar en esta lucha entre mí mismo y mi poesía. Porque no importa ser buen o mal poeta, escribir buenos malos versos, sino transformarse en poeta, superar la avería de lo cotidiano, luchar contra el universo que se deshace, no aceptar los valores que no sean poéticos, seguir escuchando el ruiseñor de Keats, que da alegría para siempre. De qué le vale escribir versos a tanto personaje resentido, encerrado en una oscuridad sin puerta de escape, que vemos deambular por el mundo literario.
[…]
Nunca he pensado escribir una poesía original, ni me tengo por un ser sin antepasados poéticos. Cada poeta tiene una línea. Es la mía la de Francis Jammes, Milocz en algunas de sus etapas, René Guy Cadou —un poeta con cuya visión del mundo creo tener afinidad—, Antonio Machado, para citar a los poetas principales, y en las lenguas que puedo leer en versiones originales, lo que me parece fundamental. (Por esto considero que sería pretencioso nombrar a otros que admiro, como Esenin, Georg Trakl, Georg Heym). En prosa: Robert Louis Stevenson, Alain-Fournier, Selma Lagerlöf, cierto Knut Hamsun, Edgar Allan Poe (Arturo Gordon Pym). En Chile me adscribí a un sentido de la poesía que llamé “lárico” (ver Boletín de la Universidad de Chile, número 56, 1965, “Los poetas de los lares”), y en donde están, entre otros, Efraín Barquero y Rolando Cárdenas, para citar sólo a mis coetáneos. A través de la poesía de los lares yo sostenía una postulación por un “tiempo de arraigo”, en contraposición a la moda imperante e impuesta por ese tiempo por el grupo de la llamada Generación del 50, compuesto por algunos escritores más o menos talentosos, representantes de una pequeña burguesía o burguesía venida a menos. Ellos postulaban el éxodo y el cosmopolitismo, llevados por su desarraigo, su falta de sentido histórico, su egoísmo pequeño burgués. De allí ha nacido una literatura que tuvo su momento de auge por la propaganda y autopropaganda, pero que, por falta de contacto con la tierra, por pertenecer al mundo de la desesperanza tal vez, caducará en pocos años. La pretendida crisis de la novela chilena no es, pienso, sino crisis de la autenticidad, de renuncia a las raíces, incluso a las de nuestra tradición literaria, por pobre que sea. En cambio la mayor parte de nuestros poetas se mantienen fieles a la tierra, o vuelven a ella, como es el caso desde Neruda y Pablo de Rokha a Teófilo Cid y Braulio Arenas, ex surrealistas; o como en los más destacados poetas de la última generación, la poesía es expresión de una auténtica lucha por esclarecerse a sí misma, o por poner en claro la vida que la rodea. Pero mejor que yo lo dice Rilke: “Para nuestros abuelos una torre familiar, una morada, una fuente, hasta su propia vestimenta, su manto, eran aún infinitamente más familiares; cada cosa era un arca en la cual hallaban lo humano y agregaban su ahorro de humano. He aquí que hacia nosotros se precipitan llegadas de EE. UU. cosas vacías, indiferentes, apariencias de cosas, trampas de vida… Una morada en la acepción americana, o una viña americana nada tienen de común con la morada, el fruto, el racimo en los cuales habían penetrado la esperanza y la meditación de nuestros abuelos… Las cosas dotadas de vida, las cosas vividas, las cosas admitidas en nuestra confianza, están en su declinación y ya no pueden ser reemplazadas. Somos tal vez los últimos que conocieron tales cosas. Sobre nosotros descansa la responsabilidad de conservar no solamente su recuerdo (lo que sería poco y no de fiar), sino su valor humano y lárico”. Hasta aquí Rilke (1929). Y no se debe añadir nada más. Dentro del mismo Estados Unidos los movimientos de los beatniks y los hippies recuperan también este mundo del “lar”.
Versión tomada del libro Muertes y Maravillas.
Publicado originalmente en la revista Trilce, Valdivia, n.° 14, 1968-1969
Siete poemas de Jorge Teillier
BLUE
Veré nuevos rostros
Veré nuevos días
Seré olvidado
Tendré recuerdos
Veré salir el sol cuando sale el sol
Veré caer la lluvia cuando llueve
Me pasearé sin asunto
De un lado a otro
Aburriré a medio mundo
Contando la misma historia
Me sentaré a escribir una carta
Que no me interesa enviar
O a mirar a los niños
En los parques de juego.
Siempre llegaré al mismo puente
A mirar el mismo río
Iré a ver películas tontas
Abriré los brazos para abrazar el vacío
Tomaré vino si me ofrecen vino
Tomaré agua si me ofrecen agua
Y me engañaré diciendo:
“Vendrán nuevos rostros
Vendrán nuevos días”.
A UN VIEJO PÚGIL
Revistas color sepia, programas de matches estelares,
el par de guantes firmados por el Presidente
cuando ganó el Campeonato
colgados junto al retrato de la Difunta
lo hacen buscar la gloria del Álbum amarillento
y mientras hierve el agua en el anafe
va recordando la cara del público y sus rivales
a quienes el tiempo les ha contado diez.
La tarde cuelga frente a su ventana
como una raída y sucia bata de combate,
y él vuelve a bailotear en el ring,
siente ovaciones en la tarde muerta.
No crean que está solo
mientras prepara el café
y hace guantes frente al espejo
que le muestra su nariz rota y sus orejas de coliflor.
Todas las tardes regresan sus admiradores
que en la estación se empujan para llevarlo en hombros
a la vuelta de su gira triunfal
y lo dejan en la primavera del césped de pez-castilla
donde —como le prometió a su madre—
sueña que ha esquivado —sin despeinarse— los golpes del olvido.
UN HOMBRE SOLO EN UNA CASA SOLA
Un hombre solo en una casa sola
No tiene deseos de encender el fuego
No tiene deseos de dormir o estar despierto
Un hombre solo en una casa enferma.
No tiene deseos de encender el fuego
Y no quiere oír más la palabra Futuro
El vaso de vino se ha marchitado como un magnolio
Y a él no le importa estar dormido o despierto.
La escarcha ha empañado las ventanas
Pero a él sólo le importa mirar la apagada chimenea
Sólo le gustaría tener una copa que le contara una vieja historia
A ese hombre solo en una casa sola.
Una historia como las que oía en su casa natal
Historias que no recuerda como no recuerda que aún está vivo
Ve sólo una copa vacía y una magnolia marchita
Un hombre solo en una casa enferma.
HOY SOY UN MIEMBRO DEL CLUB DE LOS CORAZONES SOLITARIOS
Hoy soy un miembro del Club de los Corazones Solitarios.
En la clínica espero, aburrido, el desayuno,
Mientras mi compañero de mesa mira el muro recién blanqueado
y comenta, riendo, una película de gangsters.
Nunca te envié ni siquiera una postal, y no sé por qué me acuerdo de ti.
Debes estarle dando desayuno a tus hijos.
¿Cuántos son? ¿Se parece alguno a mí?
Debes haberte casado con un profesor primario o un jefe de Correos.
Vas a la huerta y hablas con tu madre
sobre tu padre y sus amigos muertos
que hoy deben estar en el cielo jugando brisca rematada,
tras dejar como herencia casas a medio morir saltando.
Yo, antes de ir al Liceo, te hablaría bien del peor alumno del curso
y del partido de fútbol que ayer ganó el “Águilas del Barrio Norte”.
Yo no sabía que iba a viajar bajo tantos cielos agonizantes,
y que en ningún país hallaría a alguien que compartiera el silencio.
Yo no sabía que iba a cumplir cincuenta años sin nadie
y por eso te veo mientras espero el desayuno.
Sonreías en el puente cuando te decía que no moriríamos en Nápoles
y que en el Sena te obligaría a subir a un bateau-mouche.
Tú vuelves a hacer hablar a la cocina a leña
y tus días pasan como si no pasaran:
son el tropel de bueyes que tu hermano lleva a la Feria
y yo sigo escribiendo versos tontos que debería echar al fuego.
Hoy soy un miembro del Club de los Corazones Solitarios.
NO FUE EL HELADO VIENTO
No fue el helado viento
quien marchitó las ramas.
Quien marchitó las ramas
fui yo, que les conté mis sueños.
Conozco los senderos de hojas holladas por las brujas
que vienen con husos de lana
y sé dónde relumbran los pies de las hadas
en la pálida espuma.
Conozco el país dormido
donde vuelan en círculo las garzas
donde vuelan graznando
sin librarse de sus cadenas de plata.
Por allí erran un padre y una madre
ciegos y sordos a cuanto no sea
el graznido de las garzas.
Errarán hasta el fin de los tiempos.
Ya lo sé. Y lo saben también las garzas.
No fue el helado viento
quien marchitó las ramas.
Quien marchitó las ramas
fui yo, que les conté mis sueños.
CARTA UN CURA RURAL
(Paráfrasis de René-Guy Cadou)
Querido amigo, sin duda está usted en un pueblo
encerrado por los barrotes de la lluvia
invitando a cenar a inquietantes personajes
como Apollinaire, Cendrars o Braulio Arenas.
El jardín parroquial no ha perdido su encanto
ni el huerto su frescor.
Siempre se huele a retamos,
siempre se oye el silbido de un tren.
Mientras yo le escribo
creo que usted mira la casa del ahorcado
y sus viejos libros reposan
hasta que lleguen a leerlos sus vecinos.
(Dios mío, déjame admirar a este cura rural
él sabe más que yo de los misterios que nos acompañan
y lo que escribe en verso en su blanca habitación
no es sino un susurro tuyo que yo amaría recoger)
Querido amigo, permítame pues que me una
al huérfano, al caballo golpeado, a sus abejas
y que me sea posible oír sus cantos
en el momento justo del Juicio Final.
DÍAS DE OCIO EN LA CIUDAD QUE FUE
Nadie me entiende sino el Gato Pedro
Le daré unas botas para que llegue a la Ciudad que Fue
Y deje de dormir frente a la chimenea
Que en el Molino encienden en pleno verano
En el Sur Profundo tendrá que cazar ratones
Y vivir con colores propios
Mientras yo voy al cementerio
Del brazo de la hija del capitán del Puerto
Donde hace cuarenta años que no pasa ninguna nave
El tontito del pueblo me pregunta si yo soy poeta
Y yo le recito “Asteroides” de Pedro Antonio González
Todos creen que yo lo escribí
Y firmo autógrafos para los hijos de los parroquianos
Ya no hay barcos
Ya no hay trenes
Los diarios de la Capital llegan al día siguiente de su aparición
Le regalé al Cura Párroco
La mente drogada. Cómo librarse de las dependencias
de los doctores Hodgson y Miller
Mientras un niño echa anilina a la pila del agua bendita
Que Nuestro Señor me libre del trabajo
Sólo quiero que se abran para mí las puertas de marfil del ocio
Y yo quiero que esto no sea un poema
Sino una página en blanco.