Jorge Teillier

En la realidad secreta

 

 

 

 Por Oscar Hahn

 

Así como hemos sostenido que Parra es la antítesis de Neruda, podemos afirmar que Teillier es la antítesis de Parra. El poeta de Lautaro rechaza de plano la figura del antipoeta como modelo para sus congéneres. Dice en los versos dedicados a René Guy Cadou que la poesía no se escribe “con el pobre humor / de los que quieren llamar la atención / con bromas de payasos pretenciosos”.

Jorge Teillier busca formular una estética alternativa, sin pretensiones hegemónicas. La llama “poesía lárica”. No pretende ejercer un liderazgo; sólo desea poner de relieve un hecho que ya existe. Algunos autores que tendrían rasgos de esa tendencia son Efraín Barquero, Rolando Cárdenas, Omar Lara y Jaime Quezada. Se trata de poetas de la provincia, que se sienten alienados en Santiago. La palabra “lárico” aparece en una carta de Rainer Maria Rilke a Witold Hulewics en la que aboga por la defensa y permanencia de la casa familiar y de las cosas llenas de vida que hay en todo hogar. Ellas conservan el latido de lo humano, en contraste con los objetos indiferentes o pseudo cosas que se fabrican en serie en los Estados Unidos. Los poetas, dice Rilke, tienen la responsabilidad de custodiar el recuerdo de las cosas antiguas y de preservar su valor humano y lárico. Rilke explica que con esta última palabra se refiere a las divinidades del hogar. De allí la tomó Jorge Teillier, según él mismo cuenta. Hay que reconocer, eso sí, que la poesía de los lares no llegó a consolidarse como tendencia grupal homogénea. Si bien es cierto que al principio los poetas mencionados tenían algunas características en común, más tarde fueron sumando otras preferencias, por lo que seguir llamándolos “láricos” sería inapropiado. Con el tiempo, la poesía de los lares terminó siendo la poesía de Jorge Teillier.

El primer poema suyo que leí fue “Nieve nocturna”. Aparece en Para ángeles y gorriones, un pequeño libro que fue escrito “sobre el pupitre del liceo” entre 1953 y 1956. Me llamaron la atención el suave movimiento de los versos, su sabiduría, y la belleza de las imágenes. Todo muy inusual para un poeta entre adolescente y veinteañero. Una noche, en Iowa City, mirando por la ventana, de pronto vi caer la nieve por primera vez. De inmediato acudieron a mi memoria los versos que había leído muchos años antes: “¿Es que puede existir algo antes de la nieve?”. Mientras los copos iban descendiendo pausadamente, me pregunté también: “¿Qué dedos te dejan caer / pulverizado esqueleto de pétalos?”. Y el hermoso cierre final: “Para mirar la nieve en la noche hay que cerrar los ojos, / no recordar nada, no preguntar nada, /desaparecer, deslizarse como ella en el visible silencio”. Me alejé de la ventana, cerré los ojos y me deslicé en el visible silencio.

El detonante para que Teillier afinara su canon poético fue la bullada polémica de 1959 sobre la Generación del 50 (Edwards, Donoso, Giaconi, Lafourcade). En su afán por renovar la literatura chilena, los integrantes de esa generación realizaron una serie de ataques contra la narrativa que los precedió. Sus dardos estaban dirigidos en particular contra los criollistas, que privilegiaban el campo chileno, sus paisajes, sus costumbres y su gente. Los acusaban de practicar un localismo mediocre y de cerrarse a visiones universales de la sociedad. Los del 50, a su vez, fueron denostados por escribir obras impregnadas de un pesimismo negro y deprimente y por mirar hacia modelos foráneos y no a su propio entorno. En suma, su pecado habría sido menospreciar la tradición cultural de Chile y desdeñar su literatura.

Algún tiempo después, en el prólogo a Muertes y maravillas, Teillier tercia en la polémica. Dice que, en esos días, él postulaba un “tiempo de arraigo”, en oposición a la Generación del 50, que aspiraba “al éxodo y al cosmopolitismo, llevados por su desarraigo, su falta de sentido histórico y su egoísmo pequeño burgués”. Sostiene que la supuesta crisis de la novela chilena anterior a los escritores del 50, es una crisis de identidad de los miembros de esa generación y de “renuncia a las raíces y a nuestra tradición literaria”, y que por ser parte del mundo de la desesperanza “caducará en pocos años”. Cosa que por cierto no ocurrió, porque el tiempo ha demostrado que narradores como José Donoso, Jorge Edwards o Claudio Giaconi han legado obras importantes a la literatura chilena. Lo que Teillier pasó por alto a mi modo de ver, fue que el debate estaba centrado en la narrativa y no en la poesía. Lo que puede ser válido o no válido para un determinado género literario, no lo es necesariamente para otro género.

Teillier no apoyó la continuidad del criollismo, pero sumando y restando, el debate lo llevó a reafirmar y a enriquecer el proyecto poético que había esbozado. Su conclusión fue que ante el caos de la vida moderna y de la ciudad del siglo XX; a lo que habría que agregar el utilitarismo del hombre medio y el culto a una ciencia que amenaza con conducirnos a una hecatombe nuclear, los poetas de los lares tenían que refugiarse “en el orden inmemorial de las aldeas y de los campos, en donde siempre se produce la misma segura rotación de siembras y cosechas, de sepultación y resurrección”. El no propicia un neo-criollismo o un neo-realismo rural. Lo que busca es algo más profundo. “Es necesario, dice, acudir a un “realismo secreto”, pues es sabido que el mundo exterior contiene pocas enseñanzas, a no ser que se le mire como un depósito de significados y símbolos ocultos. Es preciso interpretar y entrar profundamente en el significado de las costumbres y ritos nuestros, que se han ido transmitiendo de generación en generación”. A lo anterior, este poeta de la Araucanía agrega un elemento que posiblemente viene de la cultura mapuche: el culto a los antepasados. Los considera figuras míticas y ángeles tutelares. “El poeta –dice- es el guardián del mito y de la imagen hasta que lleguen tiempos mejores”.

Los pueblos de provincia son entonces el hábitat natural y el espacio simbólico en el que habita Teillier. En uno de sus poemas escribe: “Cuando todos se vayan a otros planetas / yo quedaré en la ciudad abandonada / bebiendo un último vaso de cerveza”. Lo que sigue es prácticamente una litografía de lo que es el mundo de los lares, en contraste con el cosmos de la era espacial. A un lado, están los pocos que permanecen en la aldea, incluyendo al poeta; al otro, los muchos que abordan los cohetes que van a surcar el espacio. “Y en el pueblo no tendré nada que hacer –declara- /, sino echarme luciérnagas a los bolsillos / o caminar a orillas de rieles oxidados o sentarme en el roído mostrador de un almacén / para hablar con antiguos compañeros de escuela”. Los seres y los objetos que habitan en el lar tienen que sobrevivir en un presente que es hostil hacia lo humano. Es por eso que, para ellos, el verdadero presente y su lugar de refugio es el pasado; también para el poeta, que en 1961 escucha discos de un cantante de 1930.

Uno de los varios méritos de Jorge Teillier fue haber escrito una poesía, que aunque está situada en el sur de Chile, es muy distinta a la de Pablo Neruda. Esos paisajes que sin dejar de ser regionales parecen salidos de los ensueños de la memoria, esa atmósfera como de poesía nórdica, pero ubicada en el otro extremo del mundo, son muy suyos. Lo mismo su nostalgia por una Edad de Oro que la humanidad vivió alguna vez y su visión de la infancia como un paraíso perdido. Y con la nostalgia viene la memoria. Alguna vez dije que Teillier escribía sus versos en las hojas del árbol de la memoria. El árbol de la memoria es el título de uno de sus libros.

Siempre he sostenido que la imagen que un creador tiene acerca de la figura del poeta como personaje, determina en gran medida el tipo de poesía que quiere hacer y también la que no quiere hacer. Esto Jorge Teillier lo tiene muy claro. En un artículo de 1965, que es prácticamente el arte poética de la poesía lárica, celebra que los nuevos poetas ya no se instalan en el centro del universo, y que no tienen “un yo desorbitado y romántico al estilo de Huidobro, Neruda o Pablo de Rokha”. Es decir, repudia la hiperinflación del ego tan abundante en esos años. Y de inmediato ofrece una imagen completamente opuesta a la que proyectan los vates del yo desorbitado. Dice que los poetas jóvenes son individuos marginales, cuya labor consiste en ser cronistas de la realidad y “simples hermanos de los seres y de las cosas”.

En la lista de los que se sitúan en el centro del universo no incluye a Nicanor Parra, pero aquello de “el yo desorbitado” lo repite de una manera aún más radical en “Adiós al Führer”, porque lo presenta en la variante que podríamos llamar “el ego dictatorial”. El título del poema está tomado de la novela homónima de Enrique Lafourcade publicada en 1982, que es una especie de parodia sobre una imaginaria visita de Adolfo Hitler a Santiago. Teillier usa el título como anáfora o leitmotiv para despedirse de distintos tiranos y tiranuelos locales y foráneos. En lo que concierne a Parra, dice lo siguiente: “Adiós al Führer de la Antipoesía / Es mejor no enseñar dogma alguno, aunque sea ecológico”.

En este punto habría que detenerse en el tipo de lenguaje poético que propone. Dice que no se debe diferenciar del que se usa en la vida cotidiana; que hay que emplear “frases y giros corrientes” y que se debe incorporar el lugar común. Y termina defendiendo con mucho énfasis una poesía “de la comunicación”, es decir, de la claridad. Tendríamos que acotar que, curiosamente, todo lo que nombra es consustancial al canon de Parra. ¿Teillier, sin darse cuenta, se contradice y se está alineando con la antipoesía? A primera vista pareciera que sí, pero esto nos lleva a algunas consideraciones importantes. Las coincidencias en el plano verbal no bastan para que alguien sea discípulo de un determinado poeta. Hay un factor sin el cual la antipoesía perdería su razón de ser: el humor. Sin humor, en cualquiera de sus formas, no hay antipoesía. Ese factor no solo es ajeno a la poética de Teillier, sino que, además, el poeta repudia explícitamente el uso del humor, al que califica de “bromas de payaso”. Para Jorge Teillier “el mal poético por excelencia”, es decir, la fuente de donde mana su poesía, es la nostalgia. Y esa no es la única diferencia substancial entre ambos. La antipoesía se nutre de la gran ciudad y de los vicios del mundo moderno. Nada más opuesto a Teillier. Ese tópico español que se conoció como “menosprecio de corte y alabanza de aldea” se transforma aquí en “menosprecio de la ciudad y alabanza de aldea”, porque en la megápolis el yo del ser humano estaría “pulverizado y perdido”. Como hemos dicho, el mundo en el que habita, poéticamente hablando, es el de “esos pueblos que parecen guijarros o perdices echadas”. Y en particular, el de los que fueron fundados en la región que se conoce como la Frontera, cuyo paisaje, fauna y flora, mitos y costumbres ancestrales nuestro poeta quiere registrar. Allí el presente es el pasado, mientras que el futuro y la modernidad solo son espejismos del deseo.

En el poema “Twilight” tenemos una confluencia de tiempos. Junto al manzano hay un viejo tílburi. Y es como si de pronto pudieran aparecer los abuelos ya fallecidos, subirse en el carruaje e irse de viaje con toda naturalidad. Hay también unas manzanas que están en el suelo, pero en ellas “aún brilla un sol de otra época”. Después se habla de bodas y entierros que están ocurriendo en un pueblo recién fundado. La fundación sucedió mucho antes de que el poeta naciera, sin embargo, las ceremonias se están realizando en una especie de actualidad bidimensional en la que hay una superposición del pasado en el presente.

Jorge Teillier permaneció en Chile los 17 años de dictadura, y más de una vez tuvo el coraje de criticarla en términos como los siguientes: “Acuérdate que estamos en un tiempo donde se habla en voz baja”. O: “Aprende a portarte bien / en un país donde la delación será una virtud”. Es el mismo poeta cuyas convicciones “progresistas” fueron cuestionadas en 1971, en pleno auge de la literatura comprometida, porque escribió lo siguiente: “La poesía no puede estar subordinada a ideología alguna, aun cuando el poeta como hombre y ciudadano tiene derecho a elegir la lucha, a la torre de marfil o de cemento”. Este poeta criticado por su supuesta falta de compromiso, es el mismo que en Cartas para reinas de otras primaveras, publicado en Chile en 1985, en pleno gobierno militar, dice: “Un día / te escribiré una carta / Un día / cuando todos los sobres sean transparentes / y los hermanos y parientes no sean condenados a morir en el exilio / y todos vivamos en nuestro verdadero país”.

Es sorprendente que un libro como ese hubiera obtenido el “permiso de circulación” del Ministerio del Interior. O sea, por decirlo sin eufemismos, que pasara la férrea censura. Creo que lo que despistó a los censores fue el título. Tiene que haberles parecido completamente inofensivo y hasta ingenuo. ¿Para qué entonces perder el tiempo leyéndolo? Si algún funcionario de la dictadura se hubiera tomado el trabajo de mirar el índice, no habría quedado indiferente ante un poema titulado nada menos que “Adiós al Führer”. Y si además lo hubiera leído, se habría encontrado, entre otras cosas, con alusiones sarcásticas a un gobierno que prohibía lo discos de Joan Baez, Bob Dylan y el grupo Quilapayún, y obligaba a las radios a tocar marchas militares. Y páginas más adelante se habría topado con estos versos: “Las horas valían menos que hojas desechables / daba lo mismo perder un mes, un día, el recuerdo de un día. / No sé por qué volví a esos pueblos. / Generales traidores, mirad mi casa muerta”.

En 1968, viajé desde Arica para asistir a un encuentro de poetas que había en Chillán. Me junté con Jorge en Santiago y viajamos juntos en tren a las tres de la tarde. Subirse a un tren con Jorge Teillier no era algo rutinario. En sus poemas, este medio de transportes es un personaje con identidad propia, y así se lo hice ver. “Es curioso, me dijo, ahora que lo mencionas lo veo muy claro. Los que me fascinan en realidad son los trenes nocturnos, no los diurnos. Los trenes tienen dos personalidades, una de día y otra de noche. Los segundos son como los fantasmas de los primeros. Esos son los que me alucinan”.

En Chillán pasó algo que se me quedó grabado para siempre. Estábamos en el mismo hotel. Antes de irnos cada uno a su habitación, Jorge me dijo: “Juntémonos aquí abajo en media hora y vamos a comer por ahí”. Bajamos y salimos a la calle a buscar un restaurant como a las doce de la noche. De pronto se apartó de mí, caminó hacia el centro de la calle y gritó a los cuatro vientos: “Be-a-triz”, con una vez entre gutural y desgarrada. Beatriz Ortiz de Zárate, había sido su pareja. La relación fue muy conflictiva y atormentada, y dejó a Jorge con heridas que no sanaron nunca. Es la misma “Beata Beatrix” a la que Enrique Lihn le dedica uno de sus poemas.

En 1996 un grupo de poetas chilenos fuimos invitados a la Feria del Libro de Buenos Aires. En el aeropuerto busqué a Jorge, pero no estaba en ninguna parte. Subí al avión y tampoco estaba. Mientras el jet despegaba, pensé: “Qué lástima, amigo, perdiste el vuelo”. Cuando el piloto anunció que iba a iniciar el descenso, tomé un diario que alguien había dejado en uno de los asientos. Miré la portada. En la parte de arriba decía: “Ayer murió el poeta Jorge Teillier”. Cerré los ojos y repetí en mi memoria los siguientes versos suyos: “Y me despido de estos poemas: / palabras, palabras, -un poco de aire / movido por los labios-, palabras / para ocultar quizás lo único verdadero: / que respiramos y dejamos de respirar”.

Jorge Teillier (Chile, 1935 – 1996). Poeta, traductor, profesor de Historia. Representante de la generación del 50 y principal exponente de lo que en Ch ... LEER MÁS DEL AUTOR