Jorge Leonidas Escudero

Canto del yerno pasmado

 

 

 

 

 

Restos humanos

 

Aquí han amado, aquí en el fondo de este valle.

 

El Sinanthropus calingastensis,

el que se defendía del olvido con un palo.

Aquí su metatarso, un solo diente,

calota corcho de alma desgraciada.

 

Aquí está el rudimento de su espera

en manos de los grillos,

el rompecabezas de su sombra jugado inútilmente.

 

Dejaba sus amigos en guitarras y cartas,

y andaba callejones pos la dicha

entrever lejos cuando

un mamut le puso la pata.

 

De su vida quedaron más que rosas grabadas

en piedras otoñales y una pizca en el viento

de susto,

pulgaradas de chamuyo en la fuente

y en la higuera dos nombres enlazados

que nadie puede leer.

 

 

 

 

 

Amigo íntimo

 

Era noche de viento anoche cuando

desvelado oí al gato amigo, el perdido,

llamándome.

Su quejumbre apagada oí e el impulso

tuve de abrir todas las puertas a recibirlo.

Veinte días ya,

y si no lo mató un pero viene ahí.

Salté de la cama y corrí a la ventana

ver si lo veía y hacerlo entrar,

acariciarlo, darle comida. Sucio, flaco

estaría después e tanta ausencia.

Entonces otra vez oí el llamado;

pero me di cuenta no era el gato,

era una persiana que con el viento hacía

tal quejumbre.

Cerré la ventana.

Fui a mirarme al espejo ver qué cara

le queda a uno después de desilusionarse.

Y en esas vecindades de viento engañador

y ladridos nocturnos

volví a la cama a no poder dormir. Acaso

¿esto es mucho decir sobre la ausencia de un gato?

 

 

 

 

 

Canto del yerno pasmado

 

Aparecí querube desplatado

con la camisa hilachas en el cuello.

Casi ronco de amor: ¿Está Elvirita?

¡Fuego! Gritaron sus padres.

 

Mi sangre manchó cinco baldosas.

 

Me alejé livianito, por encima;

canté por la nariz como sólo se llora

cuando falta la guita para encordar la guitarra.

 

Después me asesinaron nuevamente

para que estuviera más muerto.

Después en la garganta me brotó una rama de sauce.

 

Ella está pobrecita gorda como una vaca,

pero si se hubiera casado conmigo estaría flaca

por tanto ejercicio para cazar mariposas.

 

 

 

 

 

Sobre la ruta del oro

 

Es que estaba ordenando los papeles

que uno guarda prolijo y pospone

hasta ocasión propicia mientras sueña

días de gloria.

 

Encontré la su carta que escrita

por Aniceto Paredes me invitaba

si quería compartir sus minerías

viajara a Valle Fértil.

 

Pero años pararon hasta que voy

finalmente a ver al amigo. Sale

un criollo comedido diciéndome descanse,

el hombre que usted busca hace montones

oro en el infierno.

Y agrega:

Fue puro cuenterío ese Aniceto,

y no pudiendo aliviar su pobreza

pasó a difunto

donde más mentiras ya no puede.

 

Emprendido el regreso, pronto en casa

mi mujer grita: -¿Y? ¿Estamos como siempre?

-Silencio- le contesto-,

hemos tenido años de esperanza.

 

 

 

 

 

Invierno

 

En cuanto ella me de soslayo miró

bajó la vista y yo también en cuanto

la miré bajé los ojos

Llegó el mozo e un vaso de vino pedí, ella

pidió no sé.

Entonces nos miramos pero sin saludo,

como a distancia de tres mesas, mudos

como correspondía. ¿Y? Bueno,

para qué.

Tomé un trago y en cuanto

hacía frío de tiempo lógico

salí de haberla visto haciéndome el duro,

esforzándome para no renguear.

 

 

 

 

 

El empecinao

 

Aquí anduvo un tozudo hombre buscando,

en esta altivez de los cerros sanjuaninos,

el fabuloso tesoro que cuentan

era para el rescate del inca Atahualpa: siete

cogotes de guanaco pupudos de oro.

 

Muchos años vino a buscar tal riqueza

y se le puso la barba blanca de no encontrarla;

pero firme en su idea

no cejaba de llevarla entre ceja y ceja.

 

Nos hicimos amigos y en mis adentros

lo bauticé El Empecinao, justamente

porque cada vez que me lo topaba en el cerro

me hablaba de su sueño y sonreía feliz.

 

Pero el verano este ya no vino

y el anterior tampoco.

Sospecho que murió directamente

o algo peor todavía, que se desempecinó,

y al perder la alegría de buscar el tesoro

quedó muerto en vida.

 

 

 

 

 

Apriete

 

Atiéndanme a esto que les digo aunque

antes ya lo dije, pero

sean buenos porque necesito

compañía neste asunto.

 

Que otra vez fui a dormir a campo abierto

y al despertarme al rato veo

al cielo echado sobre mí.

La Cruz del Sur clavándome el pecho,

las Tres Marías ciñéndome la frente y

un lucero espantoso apretándome la garganta.

 

E me exigían hablara que qué relación

tenía con sus esplendores,

que si sentía la inmensidá en mí,

la presión del Universo, dijera algo.

 

Cerré ojos y estuve desvelado

pensando que les decir qué

si no sabía nada de nada. Pero musité:

Señoras estrellas yo soy un humilde

buscador de piedras que vine a la montaña

y soy inorante de vuestras grandiosidades.

 

 

 

 

 

Atisbos

 

Veces me alejo caminando lejos

en divergencia de mis propios pasos.

¿Busco lo perdido hace miles de años?

 

Un hombre oscuro pervive, late

como crisálida o un algo

que pide abrir alas en mí. Siento

que desde la penumbra me empuja pan que regrese

¿a dónde?

De modo que divago y fluctúo

en la ciudad bullicio y abatido

me derrumbo en los bancos de las plazas,

espero no sé qué.

 

El hombre misterioso se aproxima, intenta

religarme a su mundo indefinido pero

no doy chispa. no accedo

a su fervor de vida más allá de todo.

La vislumbre de Eso me perturba.

Hombre oculto no insistas,

ya es demasiado tarde, no puedo

volver a donde nunca estuve.

 

 

 

 

 

Boliche

 

Esperando a su huérfano en la ruta sombría

Alguna de vacía silla totora está.

Mugre de viejos días ensucia las paredes,

las moscas se pegan a los vasos.

 

Sale afuera diez pasos el vino y refermenta

junto a la acequia orina y yerbamota.

 

Un uú de paloma callejonera impulsa

la brisa en los poemas últimos del verano.

Cuatro flacos atados a la vara dormitan

y cabizbajos

sueñan que los pialan con pasto.

 

Por cuestiones de alcohol llega a veces la muerte,

ese “bicho que pica sin remedio en botica”.

Veces sale un borracho y explica,

lo inexplicable

con un grito en la noche.

 

 

 

 

 

Del Amor

 

Mas quisiera un final algo florido

ya que el amor es poesía.

Para esto adhiero a una sabiduría antiquísima

Y suspiro:

Las abejas no saben por qué van a las flores

y las flores no saben por qué atraen a las abejas.

La palabra única (del libro “Tras la llave”):

¿Estoy quizá hablando de la nada

o del todo que es lo mismo?

¿Será eso el

silencio total ah? Me asustó:

¿buscar la palabra única será

instinto de muerte?

 

Jorge Leonidas Escudero nació en San Juan en 1920 y falleció en febrero de 2016 en la ciudad capital de la provincia donde vivió toda su vida. Abandonó sus estu ... LEER MÁS DEL AUTOR