Jorge Enrique Adoum

Fundación de la ciudad

 

 

 

 

 

Fundación de la ciudad

Y ahora en dónde sobre qué vínculo en qué
botín he de apoyar el alma
en qué piedra por favor en qué
ayer. Nadie me dijo que comenzarían
hoy los siglos de la noche. Lunes
de una ciudad sobre la desolación.

Aquí hubo una población ya desplumada
su cacique en pedazos. ¿Y el plano
de las destrucciones? ¿Y los solares
que trazó el destrozo?

Me voy a inventar una ciudad. Es preciso
fundar un nombre apenas víspera
de una capital como una predicción.
(Yo podría llamarla Imaginada, Abandonada,
Nada.) Solamente un sonido que nadie oye
útil para establecer la propiedad
sobre la duración de los resucitados.

Ah no nacida. Nombrada sólo. Sólo
viento sin ladrido que ahuyentara
el exceso de muerte. Heme aquí
clavando el estandarte de un ruido solitario
jugando con campanarios dibujando
calles inmemoriales enviando especialistas
en provocar el eco para no sentirme
solamente solo sino muchísimo más solo.
Completando la envoltura oral de una ciudad
que fue y que después ha de habitar
el hijo de quién de quién
sepultado vivo en su armadura
que será estatua viva
de una estatua colérica y velluda.
Volcada. Porque no tuvo tiempo todavía
para las acomodaciones nuevas del amor.

 

 

 

Mestizaje

Quién conoce a su padre, quién
le ha visto fatigarse el riñón
o palpó por el revés la piel
entre el viento y el alma. ¿Las viudas,
tinajas aburridas, las fértiles descuidadas
por asalto?
Yo sé que fui una mancha
de la noche en un cuerpo, la no lavada
la que no preguntó por mí. ¿Cómo pregunto:
Pasajeros de apuro, cuál de ustedes
me llenó de odio desde el útero, como
desde una pieza de hotel para parejas,
quién alisó la funda de violencia
donde gritó mi madre (oigo en mi hueso,
el grito, más bien un eco de su hueso),
puede ella reconocer la barba, probar
—el regimiento en formación— la lengua
con la lengua y decir: Éste fue el hombre?
¿Tuvo una palabra de varón, rota
en sílabas por el beso, o sólo pelo
y líquido? ¿Y el resto, es mío el resto
de vivir cada día todo el día, toda
la oscuridad de la frente y el comienzo?

Ahora bien: existo de repente, recién
inaugurado. Y no hay cedazos en la sangre,
no hay visitante que la conserve sola,
el nombre a veces: oh apellido del vientre,
estirpe que averigua quién mismo es, qué
diablos quiere, para juntar como aguas
de memorias, y el rencor que resulta
entre las dos costillas.
(Pero es grave
lo demás: ser porque sí, ilícito, de urgencia,
este empezar con un soldado y acabar
con un soldado, como un cuento de guerra.)

 

 

 

Historia de soldados

Cuando de ti me desentierra el día
con sus ásperos oficios y me repone a los sucesos,
como si al final de esa navegación nocturna
en la que hemos llorado y conversado, llorado y permanecido,
debiera regresar a recoger mis pasos,
caminando a morir, como el anciano
vencido a lento plazo por sí mismo,
sólo entonces, fríamente despegado de tu piel,
gravemente solitario, entro a mi vacío traje
que te sintió a su lado cada víspera,
pregunto por ti, por mí, por qué sucede,
por qué así, hablando de las cosas
cuya balanza se rompe sin perdón en tu rodillas.

Después de aquel tendero elemental
que espantó tus muslos de hermética cerveza,
después de ese judío persistente, después
del otro que a pie disperso te perdía,
¿fui yo el último soldado, el de los últimos
pies, el que vino a recoger ya sólo tu vestigio
como la condecoración del que cayó a mi lado?

¿Fue acaso tu deseo desertor, ola ciega
que se rompe antes de encontrar su cúpula,
quien llevó mis cenizas a tu vientre baldío?
Oh ausente, siempre ida porque nunca
estamos juntos, porque nunca trajiste
tu heráldica animal, tu herrumbre
transparente al lado de mi pelo que te empuja,
porque nunca tuvimos una cama precisa
que oliera a cuerpo doble, a aceite comulgado,
ni una noche repetida a cuyo cauce
rueden nuestros zapatos juntos, ni un suelo
donde puedan quebrarse las tazas de los dos, las manchas
salidas de los dos, tu paso de menta
o nieve porque duermo, o tus ligas
y medias y enaguas y preguntas regadas
que me digan: “Por esta puerta, desde esta palabra,
hacia esa fotografía comenzó a partir”.
Nada que en mi presencia puedas
reconocer un día: “Esto fue mío. Esto te dejo.
Le he lavado el rostro, los pañuelos”.

No fuiste tú, pequeña tejedora, perseguida
y herida por ti, ni son tus manos
donde esta mitad de un pan apresurado crecería.
Fue la primera sílaba, el hallazgo
de lo duro y ajeno en mi abandono,
fue mi subsistir por un clavo, por un diente
que otro había usado, por las uñas, los huesos
o la mujer del hombre derribado. Ya venía
con mis ángeles enfermos, ignorando
la inicial extranjera de los pétalos,
el pequeño lenguaje del encuentro, las palomas.
Y hasta de las caderas sacramentales que acechaba
sólo tuve el regreso a tu humilde cadera,
sólo los pedazos de las cosas,
sólo el polvo familiar, lo permitido.

(Yo te traigo esta moneda salvada de pagar
o de perderse, esta esperanza, esta duda
de escoger entre la comida temblorosa
que trae en tu cuchara dos bocados,
y el hotel por una noche en donde callas
y comprendes y en donde solamente somos
una mujer y un hombre, pasajeros,
sin nombre, sin vestidos, adquiriendo
sólo trozos de sueño después de que has temblado,
como si dijéramos abrigo, alimento, cereal, gavilla,
como si en esta hora de crecida hambre ritual
aún nos fuera dado elegir qué instinto,
qué sombra compartida, qué bisel nos mata menos.)

Yo solamente buscaba en tu puerta arremetida
por los prófugos perros agredidos
y mi violento alcohol que en tu deseo ardía,
el aceite ritual o la ceniza bruja
con que entró hasta tus piernas la pobreza:
y nada sino la lluvia con sus cordeles turbios,
nada sino tu olor a corcho envejecido
y aquello que nos quema en la piel o nos penetra
por su propia humedad de dolor, como la ortiga.

Por eso, cuando digo miedo y amanecer sin sexo como un viudo,
y alaridos golpeándose las alas en maderas salvajes,
es como si hablara de una maldición,
de 13 personas a la cena nupcial en que he nacido,
de azúcar derramada, de quebrada arena
estelar, llegada de qué espejo roto por tu mano.

¿Es que siempre será igual, siempre
este ancho domingo creciendo entre paredes?
¿Es que debes atarte las manos a los pechos
para que nunca, nunca, te peinen en la noche,
para que no derriben a tu madre, que no la toquen
en sus sillas y su retrato, junto a su baraja
tartamuda y a la cáscara de su padrenuestro?
¿Y nunca me dirán qué carta, qué escalera
de sangre, qué madrugada lila
te desató los pies para que vayas
de cama en cama, de cuerpo en cuerpo,
huyéndote otra vez, temiéndote, olvidándote?

Esta es una lejana historia de soldados
en que siempre se vuelve al cuartel espantoso.
Y hay un himno a redoble, a latigazo puro,
tambor de funeral, marcha en regreso
de sólo los pedazos que han quedado,
y hay un eludir las tuberosas de la muerte,
una invitación, como la luz de un dormitorio,
a buscar tu cabello original, tus primeros pechos,
para decirte a ti, que traías a mis dientes
un pan robado, una naranja nocturna en los vestidos:
“Vengo para cuidar lo que me queda: el ojo
solitario, el único brazo defendido,
la rodilla que espera tu cansancio. Vengo todavía
con un trozo de fusil, con una espina victoriosa”.
Oh nunca defendida, cintura
de aguacero ceñida a mi voz seca de soldado,
llena de paja y corazón como una hoguera.

Jorge Enrique Adoum (Ambato, 1926 - Quito, 2009). Poeta, ensayista y narrador ecuatoriano. Entre sus principales poemarios se encuentran Ecuador amargo LEER MÁS DEL AUTOR