Vida después de la muerte
(Traducción al español de Sandra Toro)
Querer
Ella quiere una casa llena de tazas y fantasmas
de lesbianas del siglo pasado; Yo quiero un departamento
inmaculado, una computadora veloz. Ella quiere una cocina a leña,
tres atados de fresno y un hacha; Yo quiero
una llama limpia de gas. Ella quiere una fila de frascos:
avena, coriandro, aceite verde espeso;
Yo no quiero almacenar nada. Ella quiere ungüentos,
ropa blanca, mantas de bebé tejidas, cuadernos de recortes. Quiere reuniones
en Wellesley. Yo quiero las tablas del piso relucientes, el reflejo
del río. Ella quiere camarones, sudor y sal;
quiere chocolate. Yo quiero un bol raku
con el vapor subiendo del arroz. Ella quiere cabras,
pollos, chicos. Alimento y llanto. Yo quiero
que el viento del río refresque los cuartos despejados.
Ella quiere cumpleaños, teatros, banderas, peonías.
Yo quiero palabras como rayos láser. Ella quiere la ternura
de una madre. La caricia antigua como el río.
Yo quiero una agudeza de mujer rápida como un zorro.
Ella está en su ciudad, cumpliendo
plazos. Yo estoy en mi pueblo con el perro
escuchando sonar las campanas de viento hasta tarde,
pensando en los doce años de querernos, juntas y separadas.
Nos besamos todo el fin de semana; queremos
manejar los 160 kilómetros y probar otra vez.
Vida después de la muerte
Soy más vieja que mi padre cuando se volvió
de oro y dejó su cuerpo con el hígado usado
en el Hospital Faulkner de Jamaica Plain. Yo no creo
en la vida después de la muerte, no sé dónde estará
su carne ahora que terminó de pudrirse sobre sus huesos
largos en el cementerio judío —debe ser el único
converso abajo de esas filas y filas de lápidas.
Una vez, mientras lavaba los platos en una cocina angosta
lo oí silbándome detrás. Se me heló la nuca.
Desde esa vez nunca me volvió a pasar algo así. Pero esta mañana
íbamos juntos en un avión a Virginia. Yo tenía 17,
estaba embarazada y con miedo. Me esperaba un aborto,
la cama de huéspedes de mi tía empapada de sangre, mi madre
gritaba — y él decía que los chicos se meten en problemas—
ahora lo estoy entendiendo: eso era el perdón.
Creo que si hubiera vivido habría cambiado y crecido
pero qué hubiese hecho con mi aluvión de palabras
después de que, mientras el avión aterrizaba en
Richmond a plena luz del día y la azafata caminaba
entre las filas de asientos con su pollera impecable
y la blusa metida adentro, me dijo en voz baja
Nunca le cuentes esto a nadie.
Carne
Las pezuñas estaban prohibidas, pero nos daba de comer
el hígado correoso, la lengua gorda, las kishkas grises
rellenas de algo blando. Tenía una cabeza
de ajo, un puñado de sal, unas zanahorias miserables.
Con la sal extraía la sangre, ajustaba la picadora
y le daba de comer los pedazos, empujándolos para abajo.
Me dejaba dar vuelta la manija, y los gusanos rojos
caían en el tazón. Comía de acuerdo con la Ley
y la carne de la vaca se volvía mi carne.
Ahora para comer agacho la cabeza, me quejo cuando me despierto
de la pesadilla, esa en la que nos empujamos una a la otra contra
el hedor violento y el cuchillo del chico. Él levanta el brazo
con un ritmo que conozco desde siempre.
La desaparición
Dos veces Donald hizo algo con la boca
que no le había visto nunca antes: una mueca de bebéviejo.
Los ojos se le cerraban sobre los míos mientras el abogado chistoso
atropellaba sus síes y sus esperamos que no
por cobrar. Qué personaje de Dickens era
no sé –Heep o Tulkinghorn o nada
más vil que los ojos rasgados y una corbata angosta.
Donald estaba mudo, con la boca haciendo esa sonrisa
rara mientras bajaba con su bastón por una calle empinada.
Gin con el estómago vacío y quedaba afuera,
recogiendo mecánicamente el abadejo. Tres veces
le pregunté ¿Estás bien, me escuchás?
y su mano metía papas fritas en la boca,
un agujero negro sin palabras yo quería que fuera ficción.
El corbatero de mi padre
En el dorso de la puerta de su ropero oscuro,
a la altura de los ojos, con unas pinzas de acero
ingeniosas que podía abrir para los dos lados.
Una fila de péndulos. De lenguas.
Palabras, sin palabras. Testigos
esperando prestar juramento. El secreto del pueblo.
Un cuerpo de seda, la abundancia de un hombre.
Un dolor salvaje, un nudo. Una pintada
con crisantemos dorados, una con hojas
de sangre en el barro. La piel de Visnú, veinte
matices de cielo. Un lirio bandera blanca.
El lustre elegante de una víbora verdinegra.
¿Cuál se fue al hoyo con él?
En alguna otra parte: los cinturones.
La ofrenda
Cuando te limpiaron y te pusieron en mis manos,
con las piernas y los dedos largos, un brillo rojo
subiéndote de la carne arrugada,
los ojos muy despiertos y la mirada fija,
temblé tres días
en mi nudo de sábanas de hospital.
Las lágrimas vinieron después
—los llantos, los miedos, las posesión feroz.
Las formas en las que ibas a sacudirme.
Tu pozo de furia. Una y otra vez
floreciste en tu conocimiento independiente.
Ayer, me ofreciste palabras tiernas.
Me acordé engullendo los teiglach que hizo Fanny,
nudos gruesos de masa, brillantes de miel,
Estoy llena y quiero más—solamente por sentir el sabor
de ese oro espeso otra vez en mi lengua.
Un padre
El que iba a bajarle al trago—
décadas gritando enroscado en silencio—
echado hacia adelante en su silla plegable:
qué iba hacer con el hijo
que no podía hablar, que publicaba
quisiera que estuviese muerto. Le ofrecí
uno de nuestros bromuros y él miraba
retorciendo los dedos y los labios.
¿Dónde estaba el ángel
que lo levantara de los pelos
cuando se retorcía en la corriente del averno?
Si tengo alas, son alas de perro,
mi cuerpo viejo, el de un perro, flotando
sobre el ojo frío.
Acumulador
No me hables—revuelve los papeles
que se amontonan como hojas.
Saca uno de un sobre arrugado y
lo vuelve a guardar. ¿Cómo arrastró
la heladera de repuesto del galponcito
cuando el armatoste blanco dejó de andar?
Después de que salgan corriendo del basural, a lo mejor
alcancen a ver a mi urogalla. Ella se me
acerca al auto y me reta,
está tratando de enseñarme su idioma.
La comida se pone negra en la heladera tibia.
Esquivo la leña rescatada, abro
la puerta de atrás –Busco al
pájaro de cogote grueso. Rogándole al viento.
El ojo de tritón
Yo era una larva. Todavía en coma,
me soñaba a mí misma, abajo, en piyama.
Él decía Bach, y yo me echaba cerca de la radio.
Ámbar oscuro se esparcía por mi cerebro de niña.
El ojo de tritón ya había anidado ahí, un huevo
pegado a una rama. Mi hermano pálido y de anteojos
me ponía sobre una hoja y me miraba engordar.
Decía Franz Kafka, y mis antenas largas y nuevas
rozaban la pared. La Niña ante el Espejo
estaba pegada ahí, arrancada a la Vida,
la gemela gusano panza de pera rosada
como la mía. Medio enroscada, medio arrastrándome,
atravesé piel tras piel. Arte, dije,
y mis alas se animaron a abrirse lentamente.