Jhavier Romero

Maíz negro

 

 

 

 

MAÍZ NEGRO

                                                                           

A Sebastián Miranda, a Miguel Oxlaj, a Ángel Poyón, a Javier Alvarado.

 

1.

 

En San Juan Comalapa,

en un puesto de tortillas de maíz negro,

le pregunté a la señora que amasaba

sobre el tinte que le echaban al grano para oscurecerlo.

 

Ella se volteó a mirar a las otras mujeres

que preparaban atole

o atravesaban con pinchos de madera las mazorcas;

y poco a poco, como en las nubes la respiración del aguacero,

la risa de las kaqchikeles estalló en el sitio

como una bandada de pericos que atraviesa el cielo del invierno.

 

Los otros comensales no tardaron en soltar sus periquitos.

Yo también reí,

pero mi risa no era una criatura

que habitaba el viento,

sino un gatito púrpura y desnutrido

que rápidamente se puso a jugar

con las avecillas verdes

que llenaban la mañana como un árbol de ramas invisibles.

 

Compré diez tortillas negras y un elote atravesado por un junco.

 

Me alegró saber

que los pericos sobreviven en el frío.

 

 

2.

 

Mire, joven, nosotros no le echamos nada,

el grano brota así desde la misma tierra,

algunos dicen que se pone oscuro por el frío que por estos lares

se siente casi todo el año.

Yo lo que creo

es que cuando los Creadores se reunieron para elegir la masa

con que formarían a la gente,

sembraron las mazorcas al pie de un arcoíris.

 

 

3.

 

El abuelo me contaba que al maíz blanco

los Progenitores lo regaron con la espuma del mar y con la leche de las cabras.

Que al amarillo lo apartaron del sol para que aprendiera a brillar

como luciérnaga o relámpago en la noche,

que al colorado lo arrojaron en el canto del gallo,

que al negro lo guardaron en el vientre del Acatenango;

en la barriga del volcán, el maíz guiñaba el ojo como las estrellas rojas

que se ven allá a lo lejos,

pero al sacarlo los Creadores y soplar una llovizna sobre los elotes

se fue volviendo oscuro

al igual que la corriente de lava se transforma en una enorme cabellera negra

cuando baja esparciendo su calor por la espalda azul de la montaña.

 

 

4.

 

Para nosotros el negro

no tiene nada que ver con la tristeza.

Es verdad que mucho ha pasado en Comalapa,

motivos para el llanto es lo único

que nunca falta por estos lares.

Fíjese usted, mi hermanita se murió en el temblor del 76,

le cayó encima la misma viga

en la que padre había escrito nuestros nombres.

Mi hermano trabajaba en la reconstrucción del pueblo

después del terremoto;

el ejército se lo llevó un día cualquiera

y nunca más volvimos a saber de él.

Sólo nos quedaron las acuarelas

con las que pintaba sus paisajes.

 

A veces me llamaba a su lado

y mezclaba todos los colores hasta que se ponía negra la pintura.

“Mira, Rosita, -me decía- el negro es la reunión de todos los colores.

Es la casa del arcoíris.

Cuando tú y yo estamos dentro de la casa, nadie puede vernos desde fuera.

Pues así mismo le pasa a los colores.”

 

 

5.

 

Alguien me contó que en otro pueblo,

los soldados plantaron maíz encima de las fosas.

Que ese maíz era mucho más negro

y reluciente que cualquier otro.

Científicos argentinos explicaron

que podía ser a causa de los químicos

de la descomposición del cuerpo humano.

Yo creo que al igual que los colores se concentran en lo oscuro,

estaban los ausentes en el grano de obsidiana.

El pueblo se quedó vacío:

Se fueron a cultivar maíz en los barrancos.

 

 

 6.

 

Después del último relato,

tomé una taza de atole

y no pude evitar pensar

en las fosas perdidas de Panamá.

 

¿Y si sembramos maíz oscuro en todas partes?

Si plantamos maíz en la selva,

en las raíces de la niebla,

en la soledad de los cuarteles,

entre las orquídeas

que invaden la orfandad de las antiguas bases,

en la ciudad con sus faroles inocentes,

quizás encontremos el lugar

donde moler nuestro dolor

hasta volverlo arena.

 

 

 

CONVERSANDO CON EL NARANJO

                                      

                                                                        Al poeta Guillermo Naranjo.

 

1.

 

Con un acordeón y una brújula que solo apunta hacia el invierno,

con una multitud de gatos

que te miran desde todas las ventanas,

con un nido de azulejos

que nunca estuvo entre tus manos;

así te pienso, Guillermo, así te veo

en una ciudad asediada por la luz del mar en todas sus fronteras.

 

Recuerdo aquella mañana de septiembre en Costa Rica,

era el 2012 o 2013,

pasaban muchos autos frente al aeropuerto:

carros de emperadores,

máquinas blindadas,

cohetes con destino a Marte,

carritos de paleta,

coches de recién nacidos que, como vagabundos, en silencio,

atravesaban la vereda en dirección a la autopista;

y de pronto, cuando ya me resignaba a negociar

con un taxi clandestino,

apareciste vos al timón de un tren descarrilado,

de un accidente aéreo sobre ruedas,

del autobús de Freddy Krueger con rumbo a una ciudad en Alajuela;

y supe entonces sin lugar a duda, sin pánico, sin frío,

que al fin las mariposas poblarían en mi nombre la mañana,

pero que serían azules

como los girasoles que crecen en mis sueños.

 

 

2.

 

Guillermo, en esa época yo vivía en el límite de El Chorrillo con el Casco.

El casero dijo que mi apartamento estaba en el Casco,

mi exnovia dijo que la habitación y el baño estaban en el Casco

pero que la sala y la cocina en El Chorrillo.

Cuando dormíamos éramos ricos o turistas

y cuando cocinábamos, chorrilleros.

La muchacha hipster que vivía al lado dijo que definitivamente alquilábamos en el Casco,

un vecino que me amenazó de muerte

por pedirle, a las 3 a.m., que bajara el volumen de su radio

me gritó que estábamos en El Chorrillo.

Así vivía yo, Guillermo, en el límite de dos mundos que se caían a pedazos

pero en el sitio exacto donde se acumulaban los escombros.


 

3.

 

Por las noches escuchaba el reggaetón

que brotaba desde todas las ventanas,

la música electrónica del parque Herrera,

los disparos a lo lejos, la sirena de la policía,

mis vecinos conversando a gritos de un balcón a otro,

los turistas europeos negociando en inglés

con los vendedores de cocaína.

Pero luego, cuando la noche menguaba,

me quedaba mucho tiempo mirando las luces de los barcos sobre la bahía

como quien observa sin moverse, en medio del incendio, la palabra “Exit”

sobre una salida de emergencia.

Luego me dormía, pero despertaba pronto con la idea

de padecer una enfermedad mortal pero con síntomas hermosos.

Algo como la peste del insomnio

pero con la alucinante belleza

de mirar las imágenes de los sueños de mis vecinos,

descubrir las líneas de la encrucijada

y acunar entre mis brazos lo que cada uno hubiese sido sin el mundo.

 

 

4.

 

¿Qué soñaban las muchachas

que frente a mi ventana abierta, en su balcón, de madrugada,

compartían la comida después de una noche de trabajo en los puteros?

 

Recuerdo cómo a medida que avanzaba la cena

se iban deshojando hasta quedar en interiores,

recuerdo el tintineo de las cucharas

como una marimba que golpeada por la lluvia

entona una canción de cuna,

como la música de una cajita

que sirve de fondo para que unas niñas desahuciadas

jueguen al té mientras despunta el alba.

 

¿Y qué soñaba yo

que no dormía nunca

pero siempre despertaba llorando?

 

 

5.

 

Vos me explicaste, Guillermo,

que no hay noche en la que no soñemos,

que los sueños que no recordamos son los de la sombra.

Ese otro que soy donde está mi ausencia.

Ese otro que es todo lo enfermo que me embellece.

 

No te lo conté cuando nos vimos en Moncho,

pero una madrugada luché contra mi sombra,

se lanzó sobre mí,

la arrojé al piso,

la perseguí hasta la puerta del apartamento

y la escuché bajar a toda prisa por las escaleras.

 

Luego desperté en mi cama.

Desde entonces

cuando olvido cómo colocar las manos sobre la guitarra,

cuando me levanto para ir al trabajo

y mi habitación me parece extraña,

cuando me llaman en la calle por mi nombre

y no reconozco su música ni significado;

me pregunto si fui yo o fue mi sombra

el que bajó esa noche por las escaleras.

 

 

6.

 

Si fui yo el que logró escapar,

me imagino en la última puesta de Sol de la Tierra;

no hay ruidos, no hay nadie,

tan solo la algarabía de los pájaros

que vuelven a los árboles

para esperar que otra vez amanezca.

 

 

7.

 

Guillermo, hoy recibí

la noticia de tu muerte.

 

¿Acaso ya te encontraste con tu sombra?

 

Te recuerdo saliendo de tu carruaje,

Santa Claus pirata,

querubín precario,

Ahab de los poetas,

capitán Garfio de la ternura,

ya vas de regreso

al país de Nunca Jamás.

 

Dime, ¿también tiene tu sombra una pata de palo?

 

 

 

LA CUEVA DE SAN ATANASIO

 

A Alessandra Monterrey Santiago

 

Todos se fueron, Alessa, nos dejaron solos

como a fantasmas bizantinos;

caminaron en puntillas frente a nuestra puerta,

se hablaron en secreto como las luciérnagas susurran sus estrellas en la lluvia.

No hubo embarcación ni brújula para los insomnes,

no conocimos la iglesia en el centro de las aguas,

no escribimos poemas en honor a los buenos vinos

ni escuchamos leer en una lengua extranjera

cuya música fuese un desierto

o un pájaro que canta en el centro de una ciudad devastada

por los atardeceres.

 

En su lugar caminamos hacia la frontera.

(A lo lejos, los árboles te parecen mástiles bajo la luz violeta

que los cerros esparcen sobre su follaje),

Andamos cuesta arriba hasta donde el lago

se transforma en un manto de guijarros azules.

No entramos.

Tú, porque habías viajado por los cinco continentes

y no te resignabas a que tu porción del Ohrid

fuese solo un espacio frente a un viejo hotel de los setenta.

Yo, porque el agua transparente

me hacía temer el cerúleo rostro de un ahogado entre las algas.

Nada memorable sucedió al regreso:

recogí las bayas que colgaban a la orilla de la carretera,

mis chancletas se rompieron

y caminé descalzo hasta que llegamos a la entrada de la cueva de San Atanasio.

 

No entraste, no podías entrar, Alessa,

aún faltaban cuatro años

para que los cerezos nos miraran respirar bajo su púrpura infinito;

pero frente a los frescos sin rostro de la gruta,

frente al rústico altar donde puse una moneda

como quien coloca un nido repleto de gorriones,

algo vino a mí como el ruido de la luz en la hojarasca,

como el vuelo de las florecillas que se adentran en la niebla.

 

Entonces pude verte en una esquina de la cueva.

Contemplabas los dibujos rupestres

como quien después de muchos años, entre viejos álbumes,

descubre una fotografía sepia de su infancia.

Te seguí al campo,

colocaste entre mis labios el fruto del enebro.

Me cubriste entero con las hojas de un arce,

hojas rojas de los árboles

que hunden sus raíces en la piedra.

Me enseñaste el lenguaje de las adormideras,

el verdadero nombre de todas las galaxias,

el braille de la oruga en la oscuridad de su capullo.

“No se trata de juntar los monstruos-me dijiste-.

Se trata de juntar los niños.

Amar es vivir juntos en la infancia”.

 

Regresé del trance,

descubrí que no estabas en la gruta,

que había vivido muchos días en un solo segundo,

que tu cueva era el Cáucaso en otoño.

Luego vinieron las explicaciones:

la visión mística,

las puertas dimensionales,

la velocidad supralumínica,

la proyección de la conciencia en el espacio- tiempo.

 

Tuve miedo de que no existieras,

así que te hice entrar en todos mis recuerdos:

Nosotros, una tarde en Salsipuedes;

nosotros frente al mural de Comalapa,

nosotros en la isla de Ometepe,

nosotros en Montparnasse,

nosotros caminando hacia la cueva de San Atanasio.

 

 

 

De La brújula del invierno. Premio Ricardo Miró 2017.

 

 

Jhavier Romero Poeta, teatrista, artista conceptual, músico y docente. Premio Ricardo Miró de Poesía 2017, premio Ricardo Miró de Teatro 2019. Miembro ... LEER MÁS DEL AUTOR