Los salmos de Mikal
Los salmos de Mikal: Una corona rota
David, mi rey, nuestra boda era de sangre.
El precio que puso mi padre no era plata
ni ovejas ni cabras sino prepucios filisteos.
Cuando regresaste bailando triunfante
con dos veces más de la cifra pedida,
esperaba que el precio de mi doncellez
fuera aval certero de tu amor por mí.
¿Qué sabría yo del ego, de la envidia?
Era una niña en las sombras, que temía
que mi padre me encontrara en lugares
prohibidos a las hijas del rey. Te miraba
tocar tu harpa y cantar de tamariscos en flor
y campos enrojecidos de amapolas y no
de sangre. ¿Cómo no amar tu voz, tu cuerpo?
¿Cómo no amar tu voz? ¿Cómo no amar tu cuerpo
mientras bailabas desnudo en las llanuras de Elah,
bañado de sangre, la cabeza del gigante alzado
en tus manos mientras cantabas de tu victoria?
Jonatán y yo contemplábamos boquiabiertos
tu belleza, la manera en que tu cuerpo se movía
primero en la lucha y luego en la danza.
Quería ser la escogida para pasar la noche
contigo, entonando tu hazaña mientras tocabas
tu harpa. Tú y yo bebiendo y bailando a solas.
Desde mi ventana mantuve una vigilia de amante
mientras tú y mi hermano ensoñaban más guerras.
Cuando salían de correría esperaba ansiosa
que Jonatán regresara rebosante de historias.
Jonatán regresaba rebosante de historias
de cómo tú y él dormían bajo las estrellas,
planeaban las emboscadas, asaban los ovejos
que sigilosamente habían cuatreado.
A medida que crecía nuestro amor por ti,
el odio que te guardaba nuestro padre aumentaba.
De noche yo entraba a hurtadillas al cuarto
de Jonatán para que me contara de nuevo
sus historias, al dormir soñaba que yo era él:
que tu manta cubría nuestros cuerpos,
que tus manos me abrazaban contra ti.
Bajo el sol de la mañana bailábamos desnudos.
Todos sabían que te casarías con una hija
del rey, mi ilusión era que fuera yo.
Mi única ilusión era que yo estuviera
a tu lado con una guirnalda de amapolas
rojas adornando mi pelo. Tú y yo por fin bailando.
Temerosa de perder tus procesiones al regresar
de tus salidas, pasé mi mocedad en la terraza
rezando por ti, velaba la puerta principal
de la ciudad, imaginé que cada nube de polvo
era heraldo tuyo. Yo no bailé por Paltiel
de voluntad propia. Cuando mi padre me dio
a otro hombre, ya te habías huido de Jerusalén,
te escapabas de su ira y aún jurabas siempre
serle fiel. No importa cuánto él te odiaba,
David, mi amor por ti nunca fue un ardid.
David, mi amor por ti nunca fue un ardid.
Aunque soy mujer criada en la corte real,
aunque mi madre fuera una de muchas mujeres,
aunque mis hermanas hayan sido ofrecidas
como bienes para sellar arreglos políticos,
aunque mi padre me usara como señuelo
con esperanzas de matarte, consumida
por amor, ¿qué sabría yo de ambiciones?
¿A cuántos has degollado? ¿En cuántos corazones
has clavado tu puñal? Yo y todas las niñas
del reino te amábamos y también Jonatán.
Pero eras mío. El rey, mi padre, me dio
a ti como mujer. Y eso era lo único
que necesitaba saber, tan contenta estaba.
Estaba tan contenta. Eras lo único que necesitaba.
Lo sabía bien. Aunque me dieron a ti como mujer,
eras tú el que ahora tenía que andar por las sombras,
entrar sigiloso a mi habitación para cogerme,
y luego te escabullías al monte antes del amanecer,
donde Jonatán te esperaba con vino y carne.
Me acuerdo de la primera vez que viniste:
rogué para que te quedaras la noche entera,
celosa de ti y Jonatán, te mantuve a mi lado
dormida sobre tu pecho, desnuda junto a ti.
Te despertaste al amanecer, te deslizaste
por la ventana y corriste bailando en la luz
de la aurora. Cuánto le odiaba a Jonatán
y a ti también te odiaba y aún más a mi padre.
Cuánto te odiaba y aún más a mi padre.
Tantas noches en las que temía que tú o él
se habían matado, tantas noches a solas,
rezando que Jonatán volviera con noticias,
tantas noches evadiendo los avances
de un hombre que no amaba, pero a quien
no podía legalmente rechazar, soñaba
que Paltiel eras tú, que él y yo éramos tú
y Jonatán valsando bajo las estrellas,
que eras tú quien bailabas desnudo sobre
mi cuerpo, mi cabeza izada en tus manos
bañándote en mi sangre mientras te movías,
que tu canto, tu cuerpo, tu baile era mío.
David, mi rey, nuestra boda era de sangre.
Textos pertenecientes a su libro Imágenes del mundo flotante,
de próxima aparición en Ediciones Alcorce.