

Continuamos esta nueva sección con un texto de la reconocida poeta y traductora mexicana.
Jeannette Clariond
Elogio al libro
El primer recuerdo que tengo es el de un libro. Estoy en una biblioteca, no es muy grande ni muy pequeña, huele a cedro, a duela recién lustrada, las puertas corredizas de los libreros se deslizan sin chirriar. La biblioteca es humana, incita a estar dentro, a ingresar, no por una puerta ni andando, a otros universos a través de cubiertas, lomos, color. Duraznito momotaro, El ganso patinador y Almendrita conviven con Dickens, Tólstoi y la Children’s Britannica de cubierta roja y letras bruñidas que hoy sólo se consigue por EBay. El ganso patinador de Alice Cooper se había publicado en la colección “La hora del niño”. Entonces se gozaba de tiempo para leer, extraviarse, imaginar. En el recuerdo tengo seis años, busco un libro en particular. De pie frente a la repisa tomo ése con el cual aún sostengo una relación de cordura: Almendrita. Ella me ató al mundo y su hilo me afianzó cuando me acercaba demasiado al despeñadero. Fue ella quien me inició en el misterio. Los libros de la niñez brillan siempre en la mente. Son iluminaciones nacidas de la libertad. Almendrita es hija del deseo. ¿No es Hans Christian Andersen quien propone una felicidad libre enraizada en la elección? Almendrita posee una inocencia lógica: cree, no porque deba creer sino porque su inocencia hace que el libro se vuelva real. Por el libro aprendemos a tolerar el misterio, a hacer alma. El libro reinstaura la fe: creemos en la vida de Almendrita. Se trata de una creencia íntima, original. Es lo que la diferencia del relato bíblico. En ambos casos hay esterilidad: mientras que en la Biblia se restituye la fertilidad a Sara para que alumbre a Isaac, en el cuento infantil, la anciana mujer es dueña de su deseo. Un deseo más humano que sobrenatural. Quiero decir con esto que la imaginación es la única creencia que no requiere de algún decreto o sustancia cimbrada en la realidad.
El libro es cosa justa, una de las pocas cosas justas que quedan en el mundo, el milagro que cobija nuestra única semilla: nos enseña a distinguir la verdadera y la falsa espiritualidad. Nuestro Yo nace cuando oye. Nuestro Yo existe al leer los círculos, puntos, rayas que prefigura el destino. Entonces el ser humano sospecha, se aparta, entra en discordia con otro humano. Mientras que el animal sigue las huellas en la tierra, el humano alza su mirada hacia el cielo. Uno siente miedo y acecha; el otro, vislumbra una vía, inclina su cabeza en comunión. Somos cuando comenzamos a leer. Existimos cuando experimentamos el leernos. Este es el fin último de la literatura.
En esa biblioteca podía entrar en dos momentos: uno, cuando hacía consultas para los deberes escolares; el otro, en las Navidades. El primero era un momento interior: horas de silencio en la mesa de trabajo; el segundo, un instante exterior: miraba el árbol artificial color plata que mi madre armaba la víspera y adornaba con esferas metálicas azules. Lo colocaba frente a la ventana que daba a la calle: estaba allí para ser visto y producir un alivio temporal; en cambio, el tiempo de los libros me permitía configurar el árbol de mis genealogías literarias: tíos, padres, abuelos putativos eran mi linaje: amoroso y callado me regresaba una mirada: misteriosamente y sin pedirlo, el libro permite que el deseo exprese su ser.
Un libro es algo en oposición a nada. Un libro tiene ente, es, y atrapa a todos por igual, pues a todos nos da la misma posibilidad de saber algo. Eso que por años esperó en el estante y que, de pronto, deviene revelación.
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Hace unos días estuve en Calatayud. Había tomado el tren rumbo a la imprenta en Zaragoza para buscar un cierto tono de papel; luego de cuarentaicinco minutos de trayecto, se detuvo en una pequeña estación con sólo tres vías, dos guardias en el andén y algunos pasajeros que esperaban su turno para seguir hacia la estación de Sants. Calatayud, tierra de Marcial. Quería conocer ese lugar, las colinas, los árboles, las piedras que el poeta había visto y acariciado. Los muros de la escalinata que conduce al pasillo son de un azul peculiar, no azul Tamayo, no azul cielo, no el azul del mar. Es un azul verdoso que, contra el ocrepardo de los montes, evoca el cobrizo de la Sierra Tarahumara. Al salir de la estación asoman los cortes transversales de las colinas. Los troncos de los plátanos cubiertos de cal: mudéjares torretas de Castilla.
El casco de la ciudad calla. Las bancas de la Plaza están vacías, los pueblerinos duermen la siesta. Cerca las campanadas. Lejos, los cerros brillan como una llama verde. El viento sopla seco, frío. Los plátanos no han echado sus retoños. Me dirijo a la Plaza Mayor, busco mi nombre en el mapa de las calles. En la parte inferior dice: Calatayud: fundada por el emir Ayyub inb Aviv Lajmi, […] año 716, d.C. Y Marcial, ¿qué libros-tablillas-rollos leyó?, ¿qué nubes contempló?, ¿qué leche bebieron sus labios? Marco Valerio Marcial, había nacido a cinco kilómetros de la Plaza, en Bíbilis. Celtíberos, romanos, el Islam… todo tan remoto, todo tan allí en el camino de pedruzcos y fango. Mi nombre es todos los nombres, mi cuerpo se busca en ese lugar. Un libro. Necesitaba un libro para saber, saberme. En los vestigios de la Augusta Bíbilis, estoy cercada por montículos, ruinas y cigüeñas anidando en los fresnos. El camino está repleto de piedrecillas azules, violeta, magenta… Tomo dos y las echo en el bolsillo de mi chaqueta; bellos colores para una cubierta, pienso.
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Safo, Catulo, Quintilliano, Marcial… aún buscamos sus versos. Contrastamos ediciones, hurgamos en las notas de los estudiosos. Y luego Borges: “Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”. Yo sentía que el Paraíso estaba allí, colmado de poetas dialogando sobre prudencia o ironía entre el vapor de las termas. Esa misma noche encontré en La Central la última edición de Marcial, anotada.
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No hay dos libros iguales: no hay dos miradas que vean el mundo con los mismos ojos, de ahí que, en cada libro, se establece un único vínculo personal con lo real, con lo que nos enseña a leernos de manera entrañable. El cordón de Almendrita me mantenía atada a la entraña de aquel cuento. Muy cerca de Calatayud, Calanda, la tierra de Buñuel: antirrealidad, puerta que es sonido, color, rito… Su Calanda natal lo hace ser único en su lectura, en su aventura de deconformar la realidad, el fruto, el suspiro de los tambores… El libro deviene el registro de una promesa. El último suspiro de Buñuel dice:
Ignoro qué es lo que provoca esta emoción, comparable a la que a veces nace de la música. Sin duda se debe a las pulsaciones de un ritmo secreto que nos llega del exterior, produciéndonos un estremecimiento físico, exento de toda razón. Mi hijo Juan Luis realizó un corto Les tambours de Calanda y yo utilicé ese redoble profundo e inolvidable en varias películas, especialmente en La edad de Oro y Nazarín. En la época de mi niñez, no habría más de doscientos o trescientos participantes. Hoy son más de mil, con seiscientos o setecientos tambores y cuatrocientos bombos. Hacia mediodía del Viernes Santo la multitud se congrega en la plaza. Todos esperan en silencio, con el tambor en bandolera. Si algún impaciente se adelanta en el redoble la muchedumbre entera la hace enmudecer. A la primera campanada de las doce del reloj de la iglesia, un estruendo enorme como de un gran trueno retumba en todo el pueblo con una fuerza aplastante. Todos los tambores redoblan a la vez. Una emoción indefinible que pronto se convierte en embriaguez, se apodera de los hombres […]
En las vitrinas de Calatayud resplandecen los melocotones en almíbar de Calanda. El Duraznito momotaro de mi niñez no guarda una relación directa con Buñuel y, sin embargo, brilla en mi mente por su condición sobrenatural. A veces creo que el mundo es un gran árbol. Y que de la raíz de Marcial nacieron los brotes de Baltasar Gracián, con su agudeza e ingenio, el romanticismo alemán, el suspiro de Buñuel, la sed de Kierkegaard para la que no hay más que otra sed. Creo en el libro como fruto de lo vivido. Creo en el avance, en el camino que no trueca progreso por inconsciencia material. Creo en la raíz del árbol. Creo en el libro como el eco sublime de un genio. Pero, ante todo, creo en el libro como único objeto capaz de producir alivio en la llaga más honda de la sociedad: “Cambiar el mundo, amigo Sancho, que no es locura ni utopía, sino justicia”.